Pero no hizo nada; a Dios gracias, no hizo nada. No disparó al cielo ni al café de enfrente ni a los coches que pasaban. Permaneció de pie, sudando, y no se movió. Porque la misma fuerza que desencadenó en él aquel odio fantástico, dirigiéndolo contra el mundo por medio de sus miradas, le paralizó tan completamente, que era incapaz de mover un solo miembro y menos aún de llevarse la mano al arma y apretar el gatillo con un dedo, era incluso incapaz de menear la cabeza para sacudirse una molesta gota de sudor que tenía en la punta de la nariz. La fuerza le petrificó, convirtiéndole efectivamente durante aquellas horas en la imagen a la vez amenazadora e impotente de una esfinge. Tenía algo de la tensión eléctrica que magnetiza y mantiene en suspenso un núcleo de hierro o de la poderosa presión que fija en su sitio cada piedra de la bóveda de un edificio. Era subjuntiva. Todo su potencial radicaba en el «haría, podría, querría hacer», y Jonathan, que formulaba en su mente las terribles amenazas y maldiciones subjuntivas, sabía muy bien en el mismo momento que jamás las realizaría. No era hombre para ello. No era un loco homicida que comete un crimen por enajenación mental o un odio espontáneo; y no porque semejante crimen le pareciese moralmente reprobable, sino sólo porque era totalmente incapaz de expresarse, tanto con hechos como con palabras. No era un hombre activo, sino un hombre pasivo.
Hacia las cinco de la tarde se encontraba en un estado tal de desolación, que temió no poder abandonar jamás aquel lugar ante la columna en el tercer escalón del Banco y tener que morir allí. Se sentía envejecido por lo menos veinte años y reducido en estatura veinte centímetros por la exposición durante horas al calor exterior del sol y al calor agotador de la cólera interna, exhausto o consumido, eso era, se sentía más bien consumido, porque apenas notaba ya la humedad del sudor, consumido, desgastado, abrasado y desmoronado como una esfinge de piedra al cabo de cinco mil años; y si duraba un poco más, se quedaría completamente seco, requemado, contraído, reducido a polvo o a cenizas y permanecería en este lugar, donde las piernas seguían sosteniéndole a duras penas, como un diminuto montón de basura hasta que el viento lo soplara o la mujer de la limpieza lo barriese o la lluvia lo disolviera. Sí, terminaría de este modo: no como un señor viejo y respetable que vivía de sus rentas, en su propia cama y entre las cuatro propias paredes, ¡sino aquí, ante las puertas del Banco, como un montoncito de basura! y deseó que llegara este momento, que se acelerara el proceso de descomposición y todo terminara de una vez. Deseó perder el conocimiento, doblar las rodillas y desmoronarse. Procuró con todas sus fuerzas perder el conocimiento y derrumbarse. De niño era capaz de hacerlo. Podía llorar siempre que quería; podía contener el aliento hasta desmayarse o detener el corazón durante un latido. Ahora ya no sabía hacerlo; había perdido el dominio de sí mismo. Ni siquiera podía doblar las rodillas para derrumbarse. Sólo era capaz de continuar en pie y aceptar lo que le estaba ocurriendo.
Entonces oyó el ligero zumbido de la limusina de Monsieur Roedels. No el claxon, sino aquel zumbido leve como un gorjeo que producía el automóvil al trasladarse del patio interior a la verja con el motor recién puesto en marcha. Y cuando este rumor tenue llegó a su oído y al entrar en él zumbó como una descarga eléctrica en todos los nervios de su cuerpo, sintió Jonathan un crujido en sus articulaciones y una distensión de su columna vertebral y notó que sin su intervención la pierna derecha se desplazaba hacia el lado izquierdo, que el pie izquierdo giraba sobre el escalón, la rodilla derecha se doblaba para dar el paso y luego la izquierda, y luego otra vez la derecha… y que ponía un pie delante del otro y caminaba realmente, incluso corría y bajaba saltando los tres escalones, se precipitaba con paso ligero y elástico hacia la entrada de vehículos, abría la verja, se cuadraba, se llevaba la mano derecha a la visera de la gorra y dejaba pasar la limusina. Hizo todo esto de forma totalmente automática, sin que interviniera su voluntad, y sólo consciente a medias de sus movimientos y ademanes. La única aportación personal que prestó Jonathan al suceso consistió en seguir la limusina de Monsieur Roedels con una mirada de animadversión y una serie de maldiciones mudas.
Sin embargo, cuando volvió a su puesto el fuego de la cólera se apagó en su interior con este último impulso espontáneo. Y mientras subía mecánicamente los tres escalones, se extinguió el último resto de odio y, una vez llegado arriba, ya no dirigió a la calle miradas furibundas, llenas de veneno, sino que la miró con una expresión de quebranto; le pareció que estos ojos ya no eran los suyos, sino que él mismo se hallaba detrás de sus ojos y miraba por ellos como por ventanas redondas y muertas; e incluso le pareció que todo este cuerpo que le envolvía ya no era el suyo, y que él, Jonathan —o lo que quedaba de él—, se había convertido en un gnomo arrugado y minúsculo dentro de la estructura gigantesca de un cuerpo extraño en un enano inofensivo, prisionero en el interior de una máquina humana demasiado grande y complicada que ya no podía dominar ni dirigir según su propia voluntad y que si acaso se dirigía a sí misma u obedecía a otros poderes. De momento estaba inmóvil ante la columna —ya no como una esfinge descansando en sí misma, sino como una marioneta colgada y abandonada— y así permaneció los últimos diez minutos de su jornada laboral, hasta que a las cinco y media en punto Monsieur Vilman apareció un instante en la puerta exterior de cristal y gritó: «¡Hora de cerrar!». Entonces la marioneta automática Jonathan Noel se puso, obediente, en movimiento y entró en el Banco, se colocó ante el cuadro del dispositivo eléctrico de bloqueo de las puertas, lo conectó y pulsó alternativamente los dos botones de la puerta interior y exterior de cristal a prueba de balas para dejar salir a los empleados; bloqueó luego junto con Madame Roques la puerta cortafuegos de la cámara acorazada, que previamente había sido cerrada por Madame Roques en compañía de Monsieur Vilman, puso en funcionamiento con la colaboración de Monsieur Vilman el dispositivo de alarma, desconectó de nuevo el bloqueo eléctrico de las puertas, salió del Banco junto con Madame Roques y Monsieur Vilman y, después de que Monsieur Vilman hubiese cerrado la puerta interior de cristal y Madame Roques, la exterior, cerró la reja de tijera. A continuación, la marioneta esbozó una inclinación ante Madame Roques y Monsieur Vilman, abrió la boca y deseó a ambos una feliz velada y un feliz fin de semana, agradeció los mejores deseos para el fin de semana por parte de Monsieur Vilman y correspondió al «¡Hasta el lunes!» de Madame Roques; esperó, atento, a que ambos se hubieran alejado unos pasos y se sumó entonces a la multitud de viandantes para dejarse llevar en dirección contraria a la de ellos.
Andar tranquiliza. En el acto de andar hay una virtud curativa. Poner un pie delante de otro con regularidad, agitando al mismo tiempo rítmicamente los brazos; el incremento de la frecuencia respiratoria, la ligera estimulación del pulso, la necesaria actividad de ojos y oídos para determinar la dirección y mantener el equilibrio, la sensación del aire en movimiento sobre la piel… todo esto influye de manera inequívoca en el cuerpo y el ánimo y hace que el alma crezca y se ensanche, por grandes que sean sus preocupaciones y heridas.
De este modo afectó también a Jonathan, el gnomo, oculto en el cuerpo de marioneta demasiado grande. Poco a poco, paso a paso, creció hasta adquirir el volumen de su cuerpo, lo llenó desde dentro, lo fue dominando a ojos vistas y por fin se fundió con él. Esto ocurrió más o menos en la esquina de la rue du Bac. Y aquí cruzó la rue du Bac (donde la marioneta Jonathan habría torcido automáticamente a la derecha, para recorrer el camino habitual hacia la rue de la Planche), dejó a su izquierda la rue Saint-Placide, en la que se encontraba su hotel, y continuó recto hasta la rue de l’Abbé Grégoire, subiendo al final de ésta por la rue de Vaugirard hasta el Jardín del Luxemburgo. Entró en el parque e hizo tres rondas por el camino exterior más largo, por donde corren los deportistas, bajo los árboles y junto a la verja; después dio media vuelta hacia el sur, subió hasta el boulevard du Montparnasse, fue al cementerio de Montparnasse, lo rodeó dos veces, se dirigió hacia el oeste, al decimoquinto arrondissement, lo cruzó todo hasta el Sena, subió por la orilla del Sena hacia el nordeste, por los arrondissements séptimo y sexto, y continuó caminando —semejantes tardes de verano no tienen fin— hasta que, de vuelta al Luxemburgo, se encontró con que estaban cerrando el parque. Se detuvo ante la gran verja, a la izquierda del edificio del Senado. Debían de ser las nueve, pero aún reinaba casi la misma claridad que durante el día. Sólo se intuía la inminencia de la noche en un tenue matiz dorado de la luz y en la orla violeta de las sombras. El tráfico era menos intenso en la rue de Vaugirard, casi esporádico. La masa de transeúntes se había dispersado. Los pequeños grupos en las salidas del parque y en las esquinas de las calles se desperdigaron enseguida y desaparecieron en forma de personas aisladas por las numerosas callejuelas que rodean el Odéon y la iglesia de Saint-Sulpice. Iban a tomar el aperitivo, iban al restaurante, iban a sus casas. El aire era suave y olía un poco a flores. Se había hecho el silencio. París cenaba.
Se percató súbitamente de lo cansado que estaba. Las piernas, la espalda, los hombros le dolían de andar durante tantas horas, los pies le ardían dentro de los zapatos. Y de repente sintió hambre, tanta, que tenía espasmos en el estómago. Le apetecía una sopa, ensalada con pan blanco recién hecho y un pedazo de carne. Conocía un restaurante muy cercano, en la rue des Canettes, donde había todo esto en el menú por cuarenta y siete francos cincuenta, incluido el servicio. Pero no podía ir allí en su estado, apestando a sudor y con el pantalón roto.
Decidió ir al hotel. Por el camino, en la rue d’Assas, había un colmado tunecino. Aún estaba abierto. Compró una lata de sardinas en aceite, un pequeño queso de cabra, una pera, una botella de vino tinto y pan árabe.
La habitación del hotel era todavía más pequeña que la de la rue de la Planche; un lado era apenas más ancho que la puerta de entrada y medía a lo sumo tres metros de longitud. Las paredes no formaban entre sí ángulos rectos, sino oblicuos —vistas desde la puerta—, de modo que, después de dar a la habitación una anchura de dos metros, se aproximaban bruscamente y se unían en el lado de la fachada en forma de un ábside triangular. Así pues, el plano horizontal de la habitación era el de un ataúd, y su tamaño no excedía en mucho al de éste. En un lado largo estaba la cama, en el de enfrente, el lavabo, debajo del cual había un bidet giratorio, y en el ábside, una silla. A la derecha del lavabo, justo debajo del techo, habían recortado una ventana o, mejor dicho, una pequeña claraboya acristalada que daba a un patio interior y se abría y cerraba por medio de dos cordones. A través de esta claraboya entraba en el ataúd una leve corriente de aire caliente y húmedo y los sonidos muy amortiguados del mundo exterior: ruido de platos, murmullos de los retretes, sílabas españolas y portuguesas, algunas risas, el lloriqueo de un niño y con frecuencia, desde muy lejos, el claxon de un coche.
Jonathan, en camiseta y calzoncillos, se sentó a comer en el borde de la cama. Había acercado la silla para que le sirviera de mesa, puesto sobre ella la maleta de cartón y colocado encima de ésta la bolsa de sus compras. Cortó de través con el cortaplumas los pequeños cuerpos de las sardinas, ensartó una mitad, la extendió sobre un pedazo de pan y se metió el bocado en la boca. Al masticar la carne blanda del pescado, empapada en aceite, formó con el insípido pan de maíz una masa de sabor exquisito. Quizá faltan unas gotas de limón pensó, pero esto ya era casi frívola glotonería, porque cuando bebía después de cada bocado un pequeño sorbo de vino tinto de la botella y se lo paseaba por la lengua y entre los dientes, el regusto algo metálico del pescado se mezclaba con el fuerte y ácido perfume del vino de un modo tan convincente, que Jonathan estaba seguro de no haber comido en toda su vida mejor que ahora, en este momento. La lata contenía cuatro sardinas, lo cual hacía un total de ocho bocados pequeños, masticados lentamente con el pan, y ocho sorbos de vino. Comía muy despacio. Había leído una vez en una revista que comer deprisa, sobre todo cuando se sentía uno muy hambriento, no era bueno para la digestión e incluso podía ocasionar trastornos digestivos y hasta mareos y vómitos. También comía despacio porque creía que ésta sería su última comida.
Cuando hubo terminado las sardinas y mojado pan en el aceite de la lata, comió el queso de cabra y la pera. La pera era tan jugosa, que mientras la pelaba casi se le escurría de las manos y el queso de cabra estaba tan duramente prensado y era tan adherente que se quedaba pegado a la hoja del cortaplumas y su repentino sabor ácido, amargo y seco en la boca hizo que las encías se retrajeran, asustadas, y la salivación se interrumpiera unos instantes. Pero enseguida después la pera, un trocito de pera dulce y jugosa, lo remojó y mezcló todo, se desprendió del paladar y los dientes y se deslizó por la lengua y hacia abajo… y entonces otro pedazo de queso, un susto leve, y de nuevo la pera conciliadora, y más queso y más pera… sabía tan bien, que recogió con el cortaplumas los restos de queso del papel y mordió el contorno del corazón de la fruta que había cortado antes.
Aún permaneció sentado un buen rato, pensativo, lamiéndose los dientes con la lengua, antes de comerse el resto del pan y beberse el resto del vino. Entonces juntó la lata vacía, las pieles y el papel del queso, lo metió todo en la bolsa de compra, con las migas de pan, la dejó en el rincón de la puerta, al lado de la botella vacía, quitó la maleta de la silla y volvió a poner ésta en su lugar en el ábside, se lavó las manos y se acostó. Enrolló la manta hasta los pies de la cama y sólo se tapó con la sábana. Entonces apagó la luz. La oscuridad era total. En la habitación no entraba el menor rayo de luz, ni siquiera desde arriba, donde estaba el tragaluz; sólo la débil corriente de aire, llena de vapores, y de muy, muy lejos, los sonidos. Hacía un calor bochornoso. «Mañana me mataré», dijo. Y se quedó dormido.
Por la noche hubo tormenta. Fue una de aquellas tormentas que no descargaban enseguida con una serie de truenos y relámpagos, sino que se toman mucho tiempo y retienen sus energías durante un período prolongado. Se cernió, indecisa, desde distintos puntos del cielo a lo largo de dos horas, relampagueó suavemente, murmuró muy bajito, se paseó de barrio en barrio, como si no supiera dónde concentrarse, se dilató y creció cada vez más, cubriendo al fin toda la ciudad como una capa fina y plomiza, esperó un poco más, acumuló en su titubeo una tensión todavía más violenta, continuó sin descargar… Nada se movía bajo esta capa. No se movía el menor soplo de aire en la sofocante atmósfera, no se movía una hoja ni una mota de polvo, la ciudad yacía como petrificada, trémula y entumecida, por así decirlo, trémula bajo la tensión paralizante, como si fuera ella misma la tormenta y estuviese a la espera de estallar contra el cielo.