Casi había puesto el pie en el umbral, ya lo había levantado, era el izquierdo, la pierna estaba a punto de dar el paso… cuando la vio. Se hallaba sentada ante su puerta, apenas a veinte centímetros del umbral, bajo el pálido reflejo de la luz matutina que entraba por la ventana. Acurrucada, con los pies rojos, parecidos a garras, sobre las baldosas granates del pasillo y el plumaje liso de tono gris pizarra: la paloma.
Tenía la cabeza ladeada y miraba embobada a Jonathan con el ojo izquierdo. Este ojo, un disco pequeño y redondo, marrón con un punto negro en el centro, era terrible de ver. Como un botón cosido al plumaje de la cabeza, sin cejas, sin pestañas, totalmente desnudo, descarado y saltón, estaba abierto de un modo monstruoso, aunque había al mismo tiempo cierta astucia disimulada en el ojo, que daba la impresión, también, de no estar abierto ni entornado, sino de carecer simplemente de vida, como la lente de una cámara que absorbe toda la luz exterior y no refleja nada de su interior. En este ojo no había ningún brillo, ningún centelleo, ni una sola chispa de vida. Era un ojo sin mirada. Y estaba clavado en Jonathan.
Tuvo un susto de muerte… así habría descrito con posterioridad el momento, pero sin ser exacto, porque el susto llegó después. Experimentó más bien un asombro de muerte.
Durante cinco o diez segundos tal vez —a él se le antojó una eternidad— permaneció con la mano en el pomo y el pie levantado, como congelado sobre el umbral de su puerta, sin poder retroceder ni avanzar. Entonces se produjo un pequeño movimiento. Ya fuera porque la paloma se apoyó sobre el otro pie o porque sólo se esponjó un poco, la cuestión es que una pequeña sacudida recorrió su cuerpo y al mismo tiempo se cerraron sobre su ojo dos párpados, uno desde abajo y otro desde arriba, que en realidad no eran párpados, sino más bien una especie de trampa de goma que, como dos labios surgidos de la nada, se tragaron el ojo. Por un momento, desapareció. Y ahora fue cuando Jonathan se estremeció por el susto y sus cabellos se erizaron de puro terror. Entró en su habitación y cerró la puerta antes de que el ojo de la paloma volviera a abrirse. Puso la cerradura de seguridad, dio, tambaleándose los tres pasos hasta la cama y se sentó temblando, con el corazón desbocado. Tenía la frente helada y notaba el sudor en la nuca y a lo largo de la columna vertebral.
Su primer pensamiento fue que ahora sufriría un infarto cardíaco o un ataque de apoplejía o un colapso circulatorio, para todo lo cual estás en la edad crítica, pensó, a partir de cincuenta años basta el menor motivo para una desgracia semejante. Y se dejó caer de lado sobre la cama y estiró la colcha para tapar sus hombros trémulos, a la espera del doloroso espasmo, de las punzadas en la región del pecho y los hombros (había leído una vez en su diccionario médico de bolsillo que tales eran los síntomas inconfundibles del infarto) o de la lenta pérdida del conocimiento. No ocurrió, sin embargo, nada parecido. Los latidos del corazón se calmaron, la sangre volvió a fluir con regularidad por la cabeza y los miembros, y no aparecieron los síntomas de parálisis típicos de la apoplejía. Jonathan podía mover los dedos de pies y manos y hacer muecas, contrayendo el rostro, una señal de que todo funcionaba más o menos bien tanto orgánica como neurológicamente.
En lugar de esto se arremolinó en su cerebro una masa caótica de pensamientos sombríos, como una bandada de cuervos negros, y oyó gritos y aleteos en su cabeza y «¡estás acabado —algo graznó—, eres viejo y estás acabado! Dejas que una paloma te dé un susto de muerte, una paloma te hace volver a tu habitación, te derriba, te retiene prisionero. Morirás, Jonathan, morirás, si no enseguida, muy pronto, y tu vida habrá sido un error, tú la habrás estropeado dejando que una paloma la trastorne, tienes que matarla, pero no puedes hacerlo, no puedes matar ni una mosca, bueno, una mosca sí, precisamente una mosca sí, o un mosquito o un escarabajo pequeño, pero nunca una criatura de sangre caliente, un ser de sangre caliente y una libra de peso como una paloma, antes matarías a tiros a un ser humano, pim pam, se hace deprisa, sólo produce un pequeño agujero de ocho milímetros, es limpio y está permitido, en legítima defensa está permitido, artículo uno del reglamento para el personal armado del cuerpo de vigilancia, incluso se ordena, nadie te haría ningún reproche si mataras a un hombre, pero ¿una paloma? ¿Cómo se mata a tiros una paloma? Una paloma revolotea, es fácil errar el tiro, se trata de un acto brutal, está prohibido disparar contra una paloma, te retiran el arma, pierdes el puesto de trabajo, te meten en la cárcel por matar a tiros una paloma, no, no puedes matarla, pero tampoco puedes vivir con ella, jamás, ningún hombre puede vivir donde habita una paloma, una paloma es el compendio del caos y la anarquía, una paloma revolotea de modo incontrolable, clava las garras y pica los ojos, una paloma lo ensucia todo continuamente y esparce bacterias destructoras y el virus de la meningitis, una paloma no se queda sola, atrae a otras palomas, se aparea y procrea a una velocidad vertiginosa, un ejército de palomas te asediará, ya no podrás abandonar tu habitación, te morirás de hambre, te ahogarás en tus propios excrementos, tendrás que lanzarte por la ventana y estrellarte contra la acera, no, serás demasiado cobarde, te quedarás encerrado en tu habitación y pedirás socorro a gritos, llamarás a los bomberos para que acudan con escaleras y te salven de una paloma, ¡de una paloma!, serás el hazmerreír de la casa, de todo el barrio, “¡Mirad a Monsieur Noel!” —exclamarán, señalándote con los dedos—, “¡Mirad cómo se hace salvar de una paloma!”, y te encerrarán en una clínica psiquiátrica. ¡Oh, Jonathan, Jonathan, tu situación es desesperante, estás perdido, Jonathan!».
Así gritaba y graznaba algo que había en su cabeza, y Jonathan estaba tan desesperado y aturdido que hizo una cosa que no había hecho desde sus días infantiles, juntar en su desamparo las manos para la oración y «Dios mío, Dios mío —rezó—. ¿Por qué me has abandonado? ¿Por qué me castigas de este modo? Padre nuestro que estás en los cielos, sálvame de esta paloma. Amén». No fue, como vemos, una verdadera oración, sino más bien un balbuceo inspirado por fragmentos de su rudimentaria educación religiosa. Le ayudó, sin embargo, porque requirió cierta concentración espiritual que ahuyentó en alguna medida la confusión de ideas. Otra cosa le ayudó todavía más. Apenas había terminado su plegaria, cuando sintió tan incontenible necesidad de orinar, que temió ensuciar la cama y el bonito colchón de muelles o incluso la bella moqueta gris si no conseguía encontrar alivio en pocos segundos. Esto le serenó completamente. Se levantó, dolorido, echó una mirada de desesperación a la puerta —no, no podía salir por la puerta; incluso aunque el maldito pájaro se hubiera marchado, ya no podría llegar al retrete…—, fue hacia el lavabo, se apartó la bata de un manotazo, se bajó a toda prisa los pantalones del pijama, abrió el grifo y orinó en la porcelana. No había hecho nunca una cosa así. ¡Sólo la idea de mear en un bonito y blanco lavabo, reluciente de puro limpio, destinado a la higiene del cuerpo y a lavar la vajilla, le horrorizaba! Jamás habría creído que podía caer tan bajo, estar físicamente en situación de cometer semejante sacrilegio. Y mientras veía manar libremente y sin ninguna inhibición el chorro de orina, mezclarse con el agua y bajar gorgoteando por el desagüe y sentía el magnífico alivio de la presión en el bajo vientre, las lágrimas le brotaban de los ojos al mismo tiempo, tan grande era su vergüenza. Cuando terminó, dejó correr el agua un buen rato y limpió a fondo el lavabo con detergente líquido para eliminar hasta la última huella de la fechoría cometida. «Una vez no tiene importancia —murmuró para sus adentros, como para disculparse ante el lavabo, ante la habitación o ante sí mismo—, una vez no tiene importancia, ha sido una emergencia excepcional, seguro que no vuelve a presentarse…».
Se tranquilizó. La actividad del fregado, guardar la botella de detergente, escurrir el trapo —ocupaciones habituales y consoladoras— le devolvieron el sentido de lo pragmático. Miró el reloj. Eran las siete y cuarto pasadas. Normalmente, a las siete y cuarto ya estaba afeitado y se hacía la cama. El retraso, sin embargo, no era excesivo y podría recuperar el tiempo renunciando, si hacía falta, al desayuno. Si no desayunaba, calculó, llevaría incluso siete minutos de adelanto sobre su horario habitual. Lo importante era que abandonase la habitación como máximo a las ocho y cinco, pues a las ocho y cuarto tenía que estar en el Banco. Era cierto que aún ignoraba cómo lo haría, pero le quedaba un respiro de gracia de tres cuartos de hora, y esto era mucho. Tres cuartos de hora era mucho tiempo cuando se acababa de mirar a la muerte cara a cara y de escapar por los pelos de un infarto cardíaco. Era el doble de tiempo cuando ya no se está bajo la imperiosa presión de una vejiga llena a rebosar. Decidió, por lo tanto, empezar comportándose como si nada hubiera ocurrido y llevar a cabo los quehaceres habituales de la mañana. Abrió el grifo de agua caliente del lavabo y se afeitó.
Mientras se afeitaba, reflexionó a fondo. «Jonathan Noel —se dijo—, estuviste dos años en Indochina como soldado y allí superaste muchas situaciones precarias. Si echas mano de todo tu valor y de todo tu ingenio, si te armas como es debido y si la suerte te acompaña, lograrás con éxito salir de la habitación. ¿Qué harás, sin embargo, cuando lo hayas conseguido? ¿Qué harás cuando hayas pasado de largo frente a ese horrible animal que está ante la puerta, llegado indemne al pie de la escalera y alcanzado la seguridad? Podrás ir al trabajo, podrás pasar el día sano y salvo… pero ¿qué harás entonces? ¿A dónde irás esta noche? ¿Dónde pernoctarás?». Porque tenía muy claro que no quería encontrarse con la paloma por segunda vez —después de eludir la primera— y que en ninguna circunstancia podía vivir bajo el mismo techo con ella, ni un día, ni una noche, ni una sola hora. Por consiguiente, tenía que estar preparado para pasar esta noche y tal vez las siguientes en una pensión. Esto significaba que debía llevar consigo útiles de afeitar, cepillo de dientes y una muda. Necesitaba además su talonario, y para mayor seguridad, la libreta de ahorros. Tenía mil doscientos francos en la cuenta corriente, lo cual bastaría para dos semanas, contando con que encontrara un hotel barato. Si entonces la paloma continuaba bloqueando su habitación, tendría que gastar dinero de la libreta. En la libreta tenía seis mil francos, una gran suma de dinero con la cual podría vivir meses en un hotel. Y por añadidura cobraba su sueldo, tres mil setecientos francos al mes. Por otra parte, a finales de año debía pagar ocho mil francos a Madame Lassalle, como último plazo de la habitación. De su habitación. De esta habitación que ya no volvería a ocupar. ¿Cómo explicar a Madame Lassalle la petición de una prórroga para el pago del último plazo? Era difícil decirle: «Madame, no puedo pagarle el último plazo de ocho mil francos porque vivo desde hace meses en un hotel, debido a que la habitación que quiero comprarle está bloqueada por una paloma». No podía decirle tal cosa… Entonces se le ocurrió que aún poseía cinco monedas de oro, cinco napoleones, cada uno de los cuales valía como mínimo seiscientos francos; los había comprado en 1958, durante la guerra de Argelia, por temor a la inflación. En modo alguno podía olvidarse de llevar consigo estos cinco napoleones… También poseía un estrecho brazalete de oro de su madre, y su transistor. Y un elegante bolígrafo plateado que había recibido por Navidad, como todos los empleados del Banco. Si se vendía todos estos tesoros podría, ahorrando mucho, hospedarse en el hotel hasta final de año y aun así pagar los ocho mil francos a Madame Lassalle. La situación mejoraría a partir del 1 de enero, pues entonces sería propietario de la habitación y ya no tendría que pagar el alquiler. Y quizá la paloma no sobreviviría al invierno. ¿Cuánto tiempo vivía una paloma? ¿Dos años, tres años, diez años? ¿Y si ya era una paloma vieja? ¿Y si se moría dentro de una semana? Quizás había venido sólo para morirse…
Terminó de afeitarse, destapó el lavabo, lo enjuagó, volvió a llenarlo de agua, se lavó la parte superior del cuerpo y los pies, se cepilló los dientes, destapó de nuevo el lavabo y lo secó con el trapo. Entonces se hizo la cama.
Bajo el armario tenía una vieja maleta de cartón donde ponía la ropa sucia, que llevaba a la lavandería una vez al mes. La sacó, la vació y la colocó sobre la cama. Era la misma maleta con que se había trasladado en 1942 de Charenton a Cavaillon y la misma con que había venido a París en 1954. Cuando vio la vieja maleta sobre la cama y empezó a llenarla, no con ropa sucia, sino limpia, un par de zapatos, utensilios de tocador, plancha, talonario de cheques y objetos de valor —como para un viaje—, volvieron a saltársele las lágrimas, pero esta vez no de vergüenza, sino de silenciosa desesperación. Le parecía haber retrocedido a treinta años atrás, como si hubiera perdido treinta años de su vida.
Cuando tuvo hecho el equipaje, eran las ocho menos cuarto. Se vistió, primero con el uniforme de siempre: pantalones grises, camisa azul, chaqueta de cuero, cinturón de piel con funda de pistola y gorra gris de reglamento. Entonces se armó para el encuentro con la paloma. Le asqueaba sobre todo la idea de entrar en contacto físico con ella, de que le picoteara el tobillo, por ejemplo, o revoloteara y le rozara las manos o el cuello con las alas, o se posara incluso sobre él con sus dedos abiertos como garras. Por esto no se calzó los zapatos ligeros, sino las resistentes botas altas de piel con suela de corderillo que sólo llevaba en enero o febrero, se puso el abrigo de invierno, lo abotonó de arriba abajo, se envolvió el cuello con una bufanda de lana hasta la barbilla y se protegió las manos con guantes de piel forrados. Cogió el paraguas con la mano derecha y equipado de este modo se aventuró, a las ocho menos siete minutos, a salir de la habitación.
Se quitó la gorra y aplicó la oreja a la puerta. No se oía nada. Volvió a ponerse la gorra, se la caló bien sobre la frente, cogió la maleta y la colocó cerca de la puerta. A fin de tener libre la mano derecha, se colgó el paraguas de la muñeca, cogió el pomo con la diestra y el botón de la cerradura de seguridad con la izquierda, descorrió el pestillo, abrió una rendija y miró hacia fuera.
La paloma ya no estaba delante de la puerta. Sobre la baldosa donde se había sentado antes había ahora una mancha de color verde esmeralda y del tamaño de una moneda de cinco francos y un minúsculo plumón blanco que tembló bajo la corriente de aire de la rendija abierta. Jonathan se estremeció de asco. Habría preferido cerrar de nuevo la puerta; su instinto natural era retroceder hacia la seguridad de la habitación, alejarse del horror que había fuera. Pero entonces vio que no era una mancha aislada, sino muchas manchas. Todo el tramo de pasillo que alcanzaba con la vista estaba salpicado de manchas húmedas y brillantes de color verde esmeralda. Y ahora sucedió algo singular: la multiplicación de la suciedad no incrementó la repugnancia de Jonathan sino que, por el contrario, reforzó su voluntad de resistencia: ante una sola mancha y un solo plumón habría retrocedido y cerrado la puerta, para siempre. El hecho, sin embargo, de que la paloma hubiera ensuciado al parecer todo el pasillo —esta generalización del aborrecido fenómeno— movilizó todo su valor. Abrió la puerta de par en par.