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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (8 page)

BOOK: La mujer que caía
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—Pareces muy experta. —Sólo atinaba a ver el extremo encendido de su cigarrillo, meciéndose lentamente en la oscuridad. Permaneció en silencio un instante y pensé que tal vez había hablado demasiado.

—Quédate un tiempo aquí y lo averiguarás por ti misma —predijo lentamente—. Estoy segura de que Carlos estará encantado de ayudarte a aprender.

—Muy bien, pero creo que desistiré. —Observé encenderse la brasa de su cigarrillo cada vez que fumaba.

—¿Estás casada? —me preguntó.

—No. Acabo de terminar una mala relación. —Intenté aparentar despreocupación—.

Ésa es una de las razones por las que estoy aquí. Era el director artístico de la agencia publicitaria donde yo trabajaba. —Veía su rostro con claridad: cabello oscuro con unas pinceladas grises y ojos azules.

—¿Casado?

—Así es. —Intenté mantener el tono ligero. Por fortuna, la choza estaba a oscuras.

—¿Acaso no lo están siempre? —reflexionó Barbara. Su voz era más suave—. Yo tuve un romance con uno de mis profesores. Estaba casado y tenía dos hijos. Al final me dijo que lo nuestro había terminado y que no quería saber nada más de mí. Me abandonó.

Cuando comprobé que todo había terminado, me cambié de escuela. No soportaba seguir viéndolo, de pie frente a la clase, tan seguro de sí mismo.

—Yo renuncié y me fui a la ciudad. —Me reconfortaba decírselo a alguien.

Especialmente a alguien que no conociera a Brian, que no me considerara una tonta.

—Sé lo que significa —me dijo Barbara—. Bueno, si estás buscando un lugar donde escapar y olvidar, éste podría ser el idóneo. Jamás te encontrarán aquí.

—Gracias por todo —le dije torpemente.

—Ningún problema —replicó—. Cuando tengas ganas de hablar, dímelo.

Vi que su silueta se inclinaba y aplastaba la colilla del cigarrillo contra el suelo de tierra de la choza. Oí el roce de la sábana al reincorporarse.

—Será mejor dormir —me aconsejó.

—Buenas noches —le dije.

—Buenas noches.

Permanecí mucho rato despierta, escuchando sonidos nuevos: pasos, insectos, hojas que volaban, el sonoro tic-tac de un reloj dentro de la choza... Me parecía extraño poder estar quieta, sin preocuparme por lo que sucedería cuando llegara a mi destino. Me parecía haber pasado las últimas semanas en constante movimiento. Ir y venir por los pasillos del hospital, esperando el veredicto del doctor. Mirar por la ventanilla de la limusina mientras el cortejo fúnebre de mi padre avanzaba lentamente hacia el cementerio. Deambular por la casa de mi padre, confinada dentro de cuatro paredes blancas, sin tener qué hacer, incapaz de serenarme. Moverme con lentitud, pero moverme siempre. Pensar en mi madre, recordarla. Era más baja de lo que recordaba, y tenía más canas de las que recordaba.

La hamaca se mecía bajo mi cuerpo y me sentía aún en movimiento, viajando hacia un lugar desconocido. Estaba a punto de dormirme cuando Robin entró dando grandes pasos y anduvo a tientas en la oscuridad. Finalmente se acostó, y me dormí.

Notas para Ciudad de las Piedras,
de Elizabeth Butler

Robin, una de mis alumnas, es razonablemente inteligente, educada y joven. Pero sostiene no hallar razón que justifique los sacrificios humanos. En su actitud, cuando habla de los antiguos mayas y de sus sacrificios a los dioses, subyace la creencia de que ahora somos civilizados, y que se han dejado atrás todas esas tonterías.

En mi opinión, Robin olvida que su propia religión implicó un sacrificio humano. Es cristiana practicante. Toma la sagrada comunión, el cuerpo y la sangre de Jesucristo, el hijo humano de Dios que murió y resucitó para predicar la palabra de su Padre. Cree en la Resurrección, pero sólo como algo que sucedió hace tiempo en una tierra lejana, totalmente ajeno a su vida cotidiana. Cree en Dios, el Padre Todopoderoso. Por otra parte, si alguien sostuviera que Dios le ha hablado en una visión, pensaría que es una persona excéntrica e incluso peligrosa. Su Dios es un distante patriarca que requiere que ella acuda a la iglesia y acate una serie de diez mandamientos, pero que no se digna transmitir nuevas reglas por medio de la gente común. Está acostumbrada a ese Dios que se mantiene a distancia.

Los dioses de los antiguos mayas están más cercanos y son más exigentes. Cuando cambian el katun, llega la hora de ayunar y beber balche, de limpiar los libros sagrados, de bailar ampulosamente y de quemar incienso. Es cuando la gente se reúne en la Fuente Sagrada de Chichén Itzá, una ciudad a ochenta kilómetros de Dzibilchaltún. La fuente es un centro de poder, y morada de diversos dioses. Cuando cambia el katun, los sacerdotes arrojan a la Fuente Sagrada ornamentos de jade, campanas de oro, aros de cobre, vasijas pintadas e incienso.

Junto a estas ofrendas, envían mensajeros a los dioses. Si los mensajeros no desean visitar a los dioses, son enviados... arrojados al precipicio por fornidos sacerdotes que sólo desean honrarlos. Los mensajeros caen, con sus brillantes plumas aleteando a la luz del sol, con sus voces apagadas por el griterío de la multitud, la música procesional y los cánticos de los sacerdotes. Quedan flotando abajo, como motas de silencioso color sobre las aguas verde jade.

Al mediodía, cuando el sol inunda el estanque de luz, sólo un mensajero sigue flotando sobre el agua. Los demás se han ido; los Chaacob los llevaron a las cámaras submarinas que se ocultan bajo la mansa superficie del agua. Los sacerdotes retiran al único superviviente, que ha regresado para transmitir el mensaje de los dioses y la profecía del año siguiente.

Este sacrificio humano no es nada simple, así como la crucifixión de Jesucristo tampoco fue una simple ejecución. Los mensajeros que no regresan están entre los dioses; el que regresa es el oráculo, su intérprete.

El arqueólogo Edward Thompson extrajo huesos humanos del cenote sagrado de Chichén Itzá. Los huesos que Thompson halló, pertenecieron a los mensajeros que fracasaron en su misión.

Capítulo 5: ELIZABETH

Saqué un cigarrillo del paquete y observé el punto nítido de la lámpara de Barbara que avanzaba en dirección a la choza de las mujeres. Barbara y Diane eran sombras en la distancia.

Esta hija mía era tan fría que parecía incrustada en cristal, aislada del mundo por una invisible barrera protectora. No es que fuera antipática: durante la cena había sonreído y bromeado con los demás. Pero permanecía cauta, alerta, y ni siquiera cuando se quitaba las gafas podía adivinar lo que pensaba. Encendí mi cigarrillo, protegiendo la llama del viento con la mano. Sacudí el fósforo para extinguirlo. Tony estaba sentado a mi lado, preparándose una copa. Creo que era la cuarta.

En un rincón de la plaza, no lejos de la mesa donde los estudiantes jugaban interminablemente a las cartas, un sacerdote tolteca en taparrabos arrancaba restos de carne del pellejo de un jaguar recién sacrificado. Una antorcha humeante proyectaba una luz roja sobre su espalda y sus hombros desnudos. A su lado, se quemaba incienso en un recipiente de cerámica con forma de jaguar. Mientras trabajaba, entonaba incesantes cánticos y su voz competía con el rock and roll de la cassette de Carlos.

—Tu hija es una joven muy agradable —dijo Tony—. Creo que se adaptará muy bien.

No dije palabra. El sacerdote salmodiaba y el grupo de rock cantaba sobre el amor.

—Habréis hablado bastante cuando paseasteis por los alrededores ¿no?

—Te noto muy curioso.

—Pues sí. —Se reclinó en la silla. En una rodilla tenía la mano que sostenía el vaso.

En la otra, la mano vacía. Aguardaba. Una polilla golpeteaba el vidrio del farol. Atenué la luz y trasladé la linterna al otro lado de la mesa, pero el insecto dio la vuelta, halló la lámpara y persistió en sus esfuerzos por morir.

—No sé qué quiere de mí —dije por fin.

—¿No se lo preguntaste? —quiso saber Tony.

—Sí. Dijo que quería desenterrar el pasado y ver qué había debajo de los escombros.

Asintió.

Durante un momento oímos el deslizarse de las barajas, el tenue murmurar de la conversación de los estudiantes, y el suave traqueteo de la cassette mientras rebobinaban la cinta. El sacerdote había dejado de entonar y se oía el chasquido del cuchillo de obsidiana contra el pellejo. Observé que tenía mi cigarrillo encendido pero no fumaba. Di una larga calada y exhalé el humo lentamente.

—No comprendo para qué ha venido aquí —dije de pronto—. Es una historia antigua.

La abandoné. ¿Por qué quiere que la consuele ahora?

—¿Te está buscando para que la consueles?

—Está buscando a su madre y yo no soy la madre de nadie.

—En ese caso, ya lo descubrirá —dijo—. Y se marchará. ¿No es lo que quieres?

Me encogí de hombros, sin poder decir lo que quería.

—Estaría bien. Simplemente bien.

—Bueno —concluyó Tony—. Tal vez sea eso lo que ocurra.

Permanecimos en silencio un rato. El sacerdote prosiguió con sus cánticos, pero el juego de barajas parecía decaer. Carlos rodeaba a Maggie con su brazo y los dos reían a menudo.

—Parece haber congeniado con Barbara —comenté.

—Es cierto. Y otra persona ayudando en la excavación no nos vendrá mal.

—Supongo que no. —Fruncí el ceño en la oscuridad—. Me pregunto qué la mantendrá tan alerta. Supongo que es obra de Robert.

—Dale una oportunidad a tu hija, Liz —me dijo—. Dale una oportunidad.

—Parece inteligente —dije a regañadientes.

—Pues ya es algo.

—De acuerdo —convine—. Para venir sola hasta aquí por voluntad propia tiene que ser valiente. ¿Es esto lo que esperabas que dijera?

Hizo un gesto de incertidumbre.

—No esperaba nada. Sólo creo que haber llegado sin avisar es lo que tú habrías hecho en su lugar.

—Supongo que tienes razón —admití sin muchas ganas.

—Creo que la tengo.

Carlos pulsó la tecla del magnetófono y la música cesó. Él y Maggie se alejaron, cogidos de la mano, por el camino que conduce al cenote, hablando en susurros. John y Robin se dirigieron a sus chozas. Tony se sirvió otra bebida.

—¿Te irás a dormir alguna vez? —me preguntó.

—Más tarde —dije—. Aún no estoy cansada.

—Todo marchará bien —me tranquilizó.

Me encogí de hombros y lo vi alejarse. Quedé sola, sentada a la mesa.

Bajo la pálida luz del farol sólo distinguía las siluetas de las chozas. El chirriar de los insectos en el monte sonaba con cierto ritmo interno, y supe con la certeza que da la experiencia que si me retiraba a la choza en ese momento no dormiría. Observaría las sombras sobre el techo, meciéndose al compás de mi hamaca, y esperaría la llegada del alba. En momentos como éste, había aprendido a esperar. El alcohol me haría dormir un rato, pero cuando bebía para conciliar el sueño despertaba a las cinco de la mañana, con los ojos endurecidos y bien abiertos. Las pastillas para dormir me harían descansar —el facultativo de la universidad me había recetado un frasco para mis ataques de insomnio— pero no me gustaba recurrir a las drogas. Una píldora sofocaría las luces, con la misma eficacia que una almohada oprimida contra el rostro, y no habría nada que pudiera hacer para ahuyentar la oscuridad.

Ésta se apoderaba de mí. El calor era opresivo. La llegada de Diane había hecho renacer el pasado con dolorosa vividez.

Las dos semanas antes de huir a Nuevo México por primera vez, había caminado kilómetros y kilómetros. Iba y volvía por las calles angostas, dejaba atrás patios cercados llenos de malezas, dejaba atrás perros que ladraban, ancianos en los porches y niños que lloraban, y que siempre correteaban o peleaban. Cada mañana, apenas Robert se marchaba al hospital, yo abandonaba nuestro pequeño apartamento. Siempre me ponía un inmenso sombrero para el sol y un vestido holgado. Los días que Diane no asistía a la guardería, venía conmigo y sus piernitas se esforzaban por seguir mi paso ligero. Si se quejaba y lloriqueaba, la alzaba durante unas calles. Entonces la dejaba en el suelo y continuábamos andando.

No seguía ningún camino en particular. No iban a ningún sitio. Sólo paseaba, deambulaba al azar por las calles maltrechas del barrio de Los Ángeles, donde vivíamos alquilados. Tenía que caminar; si me quedaba en el apartamento, me costaba respirar.

Las paredes me agobiaban y no podía estarme quieta.

Mi matrimonio con Robert se había tornado intolerable; era una jaula en la que había entrado por propia voluntad, pero de la cual no podía escapar. Robert y yo nos conocimos en una clase de química durante mi primer año en la universidad. Me había costado seguir estudiando, pero lo logré gracias a una pequeña beca del Rotary Club de mi pueblo natal y del dinero que ganaba mecanografiando trabajos para profesores y alumnos más prósperos que yo. Era una vida dura, pero no peor que la que había llevado en casa de mis padres.

Era hija única. Mi padre era un hombre austero y recto que se ganaba la vida como fontanero y que creía en un Dios cristiano austero y recto. Pensaba que las mujeres no necesitaban recibir educación superior. Reprobaba mi pasión por coleccionar puntas de flecha indias, herramientas de piedra y fragmentos de vasijas. Mi madre, como las hembras de muchas especies de aves, había desarrollado una coloración opaca protectora que le permitía confundirse con el entorno, invisible mientras se mantuviera en silencio. Me alentaba a adoptar la misma estrategia: ser callada y dócil. Pero jamás lo conseguí. Siempre me sentí como un cucú huérfano, nacido de un huevo depositado en un nido extraño, y demasiado grande, locuaz y turbulento para sus padres adoptivos.

Cuando finalicé la escuela secundaria, mi padre sugirió que me colocara como administrativa en el colmado del barrio. Hice las maletas y me fui.

En la universidad, la gente me dejaba sola. Podía leer y hacer lo que quería. Llevaba una vida de aislamiento, y tenía muy poco en común con las mujeres que compartían conmigo el internado. No me interesaba hacer sociales, ni salir con chicos, ni presenciar partidos de fútbol. Me sentía mucho más atraída por las clases de ciencias y los libros.

Robert era estudiante becario, un joven muy centrado que cuidaba mucho sus estudios.

Comenzamos discutiendo acerca de un experimento en la clase de química y terminamos yendo juntos a bailar. Congeniamos. Él me consideraba inteligente; se reía de mis bromas. Creo, mirando retrospectivamente, que jamás me había dado cuenta de lo sola que estaba hasta que, con Robert, dejé de estarlo, íbamos a bailar, al cine cuando lográbamos reunir el dinero entre los dos, compartíamos helados en la cafetería de la universidad. Por primera vez, me hacían un hueco: tenía un lugar junto a Robert. Cambié para él: mis modales se refinaron, empecé a ser comedida y a prestar más atención a mi apariencia y a la ropa que vestía.

BOOK: La mujer que caía
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