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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (3 page)

BOOK: La mujer que caía
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La música de tambores y sonajas era la de una procesión religiosa.

Cerré los ojos y volví a dormir, pero mis sueños fueron de un pasado más reciente.

Soñé con la antigua época en que había sido esposa y madre. No me gustaban esos sueños y desperté al amanecer.

Las mejores horas para explorar las ruinas son el alba y el ocaso. Cuando el sol está bajo, las sombras revelan en las piedras de los templos débiles imágenes de grabados antiguos. Delatan irregularidades que pueden ocultar restos de escalinatas, plazas, muros y caminos. Las sombras arrojan un aire de misterio al tumulto de rocas que alguna vez fue una ciudad y desvelan tantos secretos como los que esconden.

Me marché de la choza para caminar por las ruinas. Era sábado y el desayuno se serviría tarde. Paseé sola por el silencioso campamento. Los pollos buscaban insectos entre los pastos. Una lagartija que tomaba el primer sol de la mañana sobre una roca me observó y corrió a refugiarse en la hendija de un muro. En el monte, un pájaro cantaba en dos tonos: grave, agudo, grave, agudo, reiterativo como un niño que acabara de aprender a silbar. El sol apenas se había asomado y el aire era relativamente fresco.

Mientras caminaba, palpé el amuleto de la suerte que llevaba en el bolsillo: una moneda de plata que Tony me había regalado cuando ambos éramos estudiantes de posgrado. El dibujo era una antigua moneda romana. El mismo Tony había fundido la plata en un taller de orfebrería y me la regaló el día del aniversario de mi divorcio.

Siempre la llevaba conmigo, y al deslizar el dedo sobre el borde acordonado advertí que me sentía nerviosa.

Estaba alterada, inquieta y perturbada por mis sueños y por el recuerdo de la vieja llamada Zuhuy-kak. Me sobresalté cuando cuatro avecillas echaron a volar desde un arbusto cercano, y tropecé cuando una lagartija se cruzó en mi camino. Mi encuentro con Zuhuy-kak me había dejado más turbada de lo que estaba dispuesta a admitir, aun para mis adentros.

Seguí el sendero polvoriento rumbo al cenote. Sobre el horizonte, alcancé a ver los restos de la vieja iglesia española. En 1568, los españoles habían extraído piedras de los antiguos templos mayas y las habían empleado en una nueva iglesia, erigida para los nuevos dioses sobre los huesos de los viejos. Su iglesia no había prosperado más que los templos mayas. Lo único que quedaba de ella era un amplio arco y los restos de una pared.

Cada vez que partía de California y regresaba a las ruinas las encontraba más desconcertantes. En Berkeley, los edificios estaban apoyados ligeramente sobre la tierra.

Era una adición temporal: nada más. Aquí, era historia erigida sobre historia. Los conquistadores españoles habían usurpado la tierra a los toltecas, que habían invadido la tierra de los mayas. Con cada conquista, los rostros de los viejos dioses se transformaban en rostros de dioses más aceptables para el nuevo régimen. Las palabras de la misa española se mezclaban con vocablos del antiguo ritual: en una misma oración, los aldeanos invocaban a la virgen María y a los Chaacob. Aquí, era común reconstruir ruinas sobre ruinas, pirámides sobre pirámides. Estratos sobre estratos, secretos que ocultaban secretos.

Me detuve un rato al final del campamento. Un tallador de roca, trabajando solo en la madrugada, grababa una serie de jeroglíficos sobre una laja de piedra caliza. El repiqueteo del cincel sobre la piedra contrastaba con la monótona llamada del pájaro distante. Me incliné para identificar los símbolos que tallaba, pero en ese momento un pollo deambuló sobre el espacio ocupado por la piedra caliza. El tallador y sus herramientas se desvanecieron en el polvo y la luz del sol, y yo proseguí mi camino.

Pasé el cenote, siguiendo la senda que había tomado la sombra llamada Zuhuy-kak y sorteé los matorrales hasta la plaza del sudeste, donde habíamos comenzado a excavar un montículo que llamamos Estructura 701 o Templo de la Luna, como Tony la bautizó.

Avancé lentamente por la ladera del montículo en busca de irregularidades que pudieran delatar lo que había bajo los escombros.

Unos mil años atrás —cien años más, cien menos— el área abierta al lado del montículo había sido una plaza llana, cubierta por una capa de argamasa de piedra caliza.

Aquí y allá subsistían restos del yeso original, aunque las lluvias de los siglos pasados habían arrastrado casi todo.

Los obreros habían limpiado la zona de matorrales y árboles, y dejado visibles las láminas de piedra caliza que sostenían la argamasa. A la sombra de un árbol inmenso, en el extremo del montículo, se habían apilado los matorrales arrancados de raíz. Llegué hasta ellos. Me disponía a irme pero volví a echar un vistazo.

Una piedra medio cubierta por las malezas se asomaba en ángulo —difería del resto— como si estuviera hundida en un hueco bajo la plaza. Me acerqué. Era muy parecida a las demás piedras: un cuadrado de caliza sin tallar, cuya única peculiaridad era su renuncia a quedar plana. Pero en este tipo de cuestiones he aprendido a seguir mi intuición.

Los sedientos árboles que echan raíces en el magro suelo del Yucatán son enjutos y resistentes, acostumbrados a la adversidad y a la sequía. Pese a haber caído y a quedar expuestos a la muerte, los árboles luchan y extienden espinos y ramas partidas hacia todo aquel que levante el machete contra ellos. Traté de apartar una rama para contemplar mejor la piedra ladeada, pero el árbol se aferraba con fiereza a la pila de matorrales.

Insistí, se retorció en mi mano y cedió tan deprisa que perdí el equilibrio. Mientras caía, otra rama rasguñó con espinas de un centímetro la delgada piel de mis muñecas, provocando un sangriento zarpazo.

El monte se resistía. Apenas había movido la rama y la piedra seguía resultando prometedora. Envolví la muñeca con un pañuelo para detener la sangre y decidí aguardar hasta que los obreros pudieran quitar las malezas. Me dirigí al campamento.

Una mujer mayor que no pertenecía a mi época estaba de pie a la sombra de un árbol.

El aire que me rodeaba era cálido y silencioso. Un pájaro lanzó un trino chillón, como si hiciera una pregunta inquietante.

El cabello oscuro de la mujer estaba recogido en trenzas a modo de espiral sobre su cabeza. Entre las trenzas asomaban unas cintas de brillante tela azul decoradas con pequeñas conchas blancas. Alrededor del cuello lucía un collar de abalorios de jade, cada uno pulido y redondeado, como si los hubiera erosionado el mar. De sus orejas colgaban unos pendientes redondos, tallados de conchas de ostras. El manto, más azul que las cintas del cabello, llegaba hasta las sandalias de cuero. Del cinturón de cuero entrelazado pendía una trompeta de caracol y un bolsillo incrustado con escamas de serpiente.

No era una mujer atractiva. La frente seguía un sesgo antinatural hacia atrás, como si en la infancia la hubieran aplastado con la tabla de alguna cuna. En una mejilla tenía una espiral de puntos tatuada en azul oscuro, lo cual indicaba su noble estirpe maya. Sus dientes estaban apilados como los ladrillos de piedra de un antiguo muro. En los palatales lucía incrustaciones de jade, otra señal de nobleza.

Me miró con ojos entrecerrados, como si el sol la cegara.

—Otra vez la sombra —dijo suavemente en maya. Me observó durante un momento—.

Háblame, Ix Zacbeliz..

—¿Me ves? —le pregunté en maya—. ¿Qué ves?

—Veo una sombra que habla. Hacía mucho que no hablaba con nadie, ni con una sombra. Cuando alejé al pueblo de aquí no sabía que estaría tan sola —sonrió, mostrando sus dientes incrustados.

—¿A qué te refieres?

—Ya lo sabrás. Seremos amigas y te enseñaré secretos —sus manos se entrelazaban por delante, y noté que desde el codo hasta las muñecas tenía los brazos vendados con tela blanca.

El sol fulminaba mi espalda y mis hombros. El corazón parecía latirme demasiado deprisa.

—Tú y yo tenemos mucho en común. Tú buscas secretos, y yo una vez también lo hice. —Hablaba lentamente, como para sus adentros—. Pero los h'menob de la nueva religión dijeron que estaba loca. A menudo la sabiduría se confunde con la sinrazón. ¿No es cierto?

No dije palabra.

—Levanta esta piedra y encontrarás secretos —anunció—. Yo los oculté aquí, tras alejar al pueblo. Puedes encontrarlos. Es hora de que salgan a la luz. El ciclo termina.

—¿Cómo alejaste a la gente? —quise saber.

La plaza brilló tenuemente bajo la luz del sol y me vi sola. Zuhuykak se había ido. El pájaro del monte volvió a trinar, formulando una pregunta que ninguna persona con vida podría responder. Marché hacia el campamento, y sólo una vez volví la vista atrás.

Notas para Ciudad de las Piedras,
de Elizabeth Butler

Hace un millar de años, siglos antes de que llegaran los conquistadores españoles, los mayas abandonaron sus centros ceremoniales. A partir del año 900 d. de C. dejaron de erigir templos, y ya no tallaron estelas, esos monumentos de piedra con jeroglíficos grabados que conmemoraban importantes eventos. Huyeron de los centros ceremoniales y se internaron en el bosque.

¿Por qué? Nadie lo sabe, pero todos están dispuestos a especular. Cada arqueólogo tiene su teoría. Algunos mencionan el hambre causada por la superpoblación y por años de agricultura intensiva. Otros sostienen que hubo una catástrofe: un terremoto, una sequía o alguna plaga. Algunos lo atribuyen a la invasión de los toltecas, grupo militarista proveniente del valle de México, y aun otros sugieren que la clase campesina se rebeló y se alzó para derrocar a la elite gobernante.

Me gusta señalar los vacíos de las demás teorías pero admito, con toda libertad y sinceridad, qué no tengo la menor idea de por qué los mayas abandonaron sus ciudades y se dispersaron a lo ancho y a lo largo del monte. Mi teoría favorita es la que una vez me contó un macilento maya medio santo que vivía cerca de Chichén Itzá, sobre una botella de aguardiente: «Los dioses dijeron que la gente tenía que irse. Y la gente se marchó.»

A veces sueño con una ciudad abandonada. Sueño que cada día el sol brilla sobre las paredes, destiñe las pinturas estucadas y resquebraja el yeso que cubre la piedra. El viento del crepúsculo, al soplar deshilacha el lienzo que alguna vez separó las habitaciones del mundo exterior e introduce hojas y polvo por las rendijas de las puertas.

Cuando llegan las lluvias, socavan los peldaños de piedra, arrastran restos de argamasa y ahogan las pequeñas plantas que habían logrado asomar por las hendiduras. Los ciervos pacen en la nueva hierba que crece sobre los patios. Los roedores devoran el maíz olvidado en las cámaras subterráneas y desparramado por los labriegos en la premura de la partida. Los ratones, roedores de corta memoria, no temen el regreso de los habitantes.

En la habitación de un templo, una hembra de jaguar ha hecho su hogar, y amamanta a sus crías debajo de una estatua del Chaac y entre un revoltijo de hojas traídas por el viento.

A veces sueño con temblores: la tierra se estremece como si tiritara de frío. Las vigas de madera que sostienen los techos se parten y las paredes de ladrillos se tuercen de tal forma que no hay piedra que pueda seguir descansando sobre la otra. El muro se derrumba.

En mis sueños, brilla sobre los templos mayas el sol junto al rostro de Ah Kinchil, la suprema deidad. Desde las grietas de las piedras, pequeños árboles se elevan hacia el astro. La lluvia cae y corre sin orden ni concierto entre las piedras que se inclinan a un lado y a otro. Los pájaros cantan sobre las ramas y las lechuzas acuden por la noche a cazar, haciendo presa de los ratones petulantes que tenían el lugar por suyo.

Con escasa frecuencia, sueño con un hombre delgado vestido con los pantalones blancos del habitante de Yucatán o con una mujer ataviada en un pulcro huípil blanco, el vestido bordado que lucían las campesinas. El hombre, o la mujer, llega en silencio a las ruinas, cauteloso por miedo a que los dioses de los ancestros desaprueben su visita. Los que regresan temen más que los ratones. Recuerdan el pasado y conocen su poder. La luz de las velas persigue las sombras un instante. El visitante quema incienso, musita plegarias y oraciones, y sacrifica un pavo para los dioses. Luego desaparece en la noche.

El jaguar y sus cachorros acaban el pavo y las sombras retornan a las ruinas.

La ciudad con la que sueño no es siempre la misma. A veces es Uxmal, y veo cómo las golondrinas construyen sus nidos en las fachadas elaboradamente talladas. Otras es Tulúm, y escucho el romper de las olas bajo la Casa del Cenote, y el zumbido de las abejas que levantan su colmena en la torreta del vigía, al norte de la muralla que rodea la ciudad. A veces es Coba, y veo los árboles echar raíces entre las piedras del campo de pelota, ladeando las piedras talladas. El musgo se apodera de las ramas y a su alrededor revolotean los pajaritos, esas aves que ríen. La ciudad con la que sueño no es la misma, pero la lenta decadencia siempre está allí. Las sombras persisten.

No sé por qué se fueron los mayas. Sólo sé que las sombras quedaron en su lugar.

Capítulo 2: DIANE BUTLER

Apoyé la frente contra la ventanilla del avión y contemplé la sombra de la nave agitarse sobre la tierra parda que se extendía debajo. El avión se sacudió, como un coche circulando por un camino pedregoso. Volábamos por una zona de turbulencias y sentí un vahído de náuseas. Las manos me temblaban.

Aun así, no me sentía peor que las dos últimas semanas. Tampoco mejor. Al menos me movía. Alejé la mirada de la ventanilla y me restregué los ojos. Ardían de tanto llorar y no dormir. ¿Cuándo fue la última vez que dormí? Hace tres días, tal vez. Algo así. Había intentado dormir, pero cuando me iba a la cama permanecía despierta, con los ojos abiertos y la mirada perdida. Volví a frotármelos y los cubrí con las manos durante un instante, tapando la luz. Tal vez ahora pudiera dormir. Tal vez.

—Disculpe —dijo una voz masculina—. ¿Se siente bien? —alguien me tocó el hombro, me sobresalté, aparté el brazo.

En realidad no había visto al hombre cuando ocupó su asiento a mi lado. Era mexicano, unos años más joven que yo, acaso rondara los veinticinco. Cabello oscuro, pómulos altos.

—Sí —respondí. Mi voz sonó áspera. Me aclaré la garganta—. Algo cansada. —Traté de sonreír para tranquilizarlo, pero mi rostro tenso se resistía a cooperar.

—Pensé que estaba enferma —me observaba con preocupación. Me sentía pálida y medio muerta.

—Estoy bien —repetí.

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