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Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (7 page)

BOOK: La mujer que caía
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—¿Puedo quedarme un tiempo? —me preguntó. Me encogí de hombros.

—No sé qué hay aquí para ti.

—Yo, tampoco.

Noté que tenía el cigarrillo sin encender y lo deslicé en el bolsillo de la camisa.

—Bien. Quédate si quieres.

A lo lejos, escuché el sonido de la bocina del camión.

—Avisan para cenar —le expliqué—. Regresemos. Seguimos el mismo camino que había tomado el mercader hacia la luz del crepúsculo.

Capítulo 4: DIANE

La cena se sirvió en una mesa plegable instalada al aire libre, en el centro del campamento. Las sillas eran plegables y de metal. Parecían haber recorrido largas distancias en el portaequipajes de un camión, haber descansado bajo el sol y las lluvias mucho tiempo y, en general, haber llevado una vida no muy apta para sillas plegables de metal. En otra época, habían sido grises; ahora, estaban abolladas y oxidadas.

Tony me presentó a las personas sentadas a la mesa; también ellas, al igual que las sillas en que reposaban, llevaban largo tiempo expuestas al sol. Polvo, uñas rotas, rostros bronceados y despellejados, labios partidos, y bajo todo ello, un aire de rudeza. Los hombres lucían barbas incipientes.

Carlos, un mexicano bronceado que rondaría los treinta, mostraba demasiado los dientes al sonreír; parecía una simpática barracuda. Vestía camiseta y pantalones cortos que dejaban ver un intenso bronceado.

John, un canadiense de hombros anchos y lo que acaso fuera cierto desgarbo, quizá habitual, musitó «Encantado de conocerla» y casi no sonrió. Llevaba un gorro de béisbol reclinado hacia atrás, un pañuelo atado al cuello, camisa de manga larga y pantalones largos. Parecía librar combate contra el sol y llevar las de perder. Tenía la nariz pelada.

Maggie, una rubia americana con cara de haber sido alimentada a base de maíz, me dirigió una amplia y hueca sonrisa. Me recordaba a mis compañeras de escuela secundaria. Robin, la mujer que estaba al lado de Maggie, tenía el cabello más oscuro y la sonrisa menos brillante. Robin parecía haber nacido para ser señorita de compañía.

Barbara fue la única que me tendió la mano. Era delgada y bronceada. De cabello oscuro, cortado como un varón, y el rostro empequeñecido por las gafas de sol que llevaba: dos inmensos círculos de cristal oscuro de montura metálica.

—Bien venida al campamento —dijo Carlos. Me mostró los dientes una vez más. Sin lugar a dudas, un depredador—. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

—Un tiempo —dije incómoda. Me costaba admitir que no tenía ni idea. Se produjo un momento de silencio mientras esperaban a que diera alguna alegre explicación sobre quién era y por qué estaba allí—. Estoy de vacaciones y quería ver cómo era una excavación. —Mi voz sonó un tanto áspera.

—Es un hermoso lugar para veranear si te gusta el polvo o los bichos —dijo Carlos—.

¿Has recorrido el lugar?

—Un poco. —Miré a mi madre en busca de ayuda.

—¿Has ido al cenote? —me preguntó.

—Es el manantial; un estanque natural formado en un resquebrajamiento de la piedra caliza —dijo mi madre—. Aún no lo has visto.

—Lo usamos para nadar —prosiguió Carlos alegremente—. Le acababa de contar a Robin que el grupo de Tulane ha encontrado huesos en el fondo. Jóvenes doncellas núbiles, arrojadas para aplacar a los Chaacob.

—Justo de lo que quería hablar en la sobremesa —intervino Maggie—. Sacrificios humanos.

—En realidad, se han encontrado más en Chichén Itzá que aquí —comentó John. Me miró—. ¿Has estado en Chichén Itzá? El nivel de las aguas en ese cenote está a unos veinticinco metros más abajo. La mayoría de las personas a las que arrojaban morían al golpear contra las aguas.

Una mujer mexicana trajo la comida: pollo guisado, tortillas y alubias. La conversación siguió mientras comíamos.

—Preferiría no hablar de esto durante la cena —insistió Maggie.

—Oh, vamos —le dijo Carlos—. A todos nos gusta hablar de sacrificios humanos. Es un gran tema. Todos los folletos turísticos hablan de las jóvenes vírgenes que murieron de esta forma tan horrenda.

—No sabía que nadie hubiese determinado que las víctimas eran jóvenes y vírgenes —replicó Barbara con frialdad—. Siempre me pareció difícil precisar la virginidad de una persona a juzgar por un fragmento de fémur.

—Mira, Barbara —comentó Tony de buen humor—, ya sabes que daremos por hecho que fueron jóvenes vírgenes hasta que alguien demuestre lo contrario. Los titulares de este tipo venden mucho más. ¿A quién le importaría si hubiesen arrojado a viejos y ancianas a los peces?

—Probablemente a las ancianas les hubiera importado —observó Barbara—. De los viejos no hablaré.

—Personalmente, preferiría que me arrojaran a los peces antes de que me desgarraran el corazón con un cuchillo de obsidiana —decía Carlos—. Si me dieran a elegir, yo...

—¿No podemos hablar de otra cosa? —preguntó Robin. Su pregunta fue ignorada.

—A ver —dijo Tony—. ¿Por qué arrojarías a alguien a un estanque sagrado?

—Yo no lo haría —respondió Robin—. No veo por qué razón alguien podría hacerlo.

Vi que mi madre dejaba de repente de cortar un trozo de pollo. Se inclinó hacia adelante e intervino:

—Dime, Robin, ¿tú crees en fantasmas? Robin negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué te molesta que haya muerto gente en el cenote? —Robin parecía muy incómoda. Mi madre la observaba, esperando pacientemente su respuesta.

—Simplemente me incomoda.

—Te incomoda porque crees en el poder de los muertos —dijo mi madre serenamente—. Si no lo hicieras, los huesos no te molestarían. Los mayas que vivieron aquí también creían en el poder de los muertos. Utilizaban ese poder para provocar lluvias, para aplacar a los dioses y para transformar las profecías nefastas en propicias.

Notaban que aquellos que se enfrentaban a la muerte y sobrevivían sufrían un cambio y que destacaban entre la gente común.

Observé el rostro de mi madre mientras hablaba de los muertos. Su voz era grave y seria, con el tono confiado de la persona que sabe lo que dice. Con una de sus manos acariciaba el vendaje de su muñeca. Me pregunté qué sentiría si me cortara la delgada piel de las muñecas y viera manar la sangre. ¿En qué me cambiaría eso?

—¿Has leído los Libros de Chilam Balam? —preguntaba mi madre a Robin. Ésta dijo que no con un gesto, y ella prosiguió—: Cuando lo hagas, verás una extensa descripción sobre los sacrificios de Chichén Itzá. Cada año, unos pocos elegidos eran arrojados al cenote. Como John dijo, la mayoría moría al golpear con las aguas. Pero algunos sobrevivían. Los supervivientes eran retirados del cenote y tratados como mensajeros que retornaban del mundo de los dioses, trayendo la profecía del año siguiente. De esta forma, los que habían estado cerca de la muerte y sobrevivían adquirían un nuevo poder que los alejaba de la gente común. —Mi madre observó firmemente a Robin a través de la mesa—. Deberías hacer un esfuerzo por aprender acerca de la gente cuyos restos estás excavando.

—Tengo una buena traducción de ese relato —se apresuró a decir Tony—. Si quieres te la presto.

Robin asintió.

—No temas por toda esta charla sobre muertos —me alentó Tony—. Aquí la muerte es un tema de preocupación. Los muertos nos enseñan cosas.

—Hablando de muertos —Barbara se dirigió a mi madre—, Tony dice que podrías haber hallado una tumba esta mañana.

—Así parece —dijo mi madre—. No sabremos bien qué hay hasta que despejemos los matorrales. Con suerte, encontraremos una tumba o dos. Un par de buenas tumbas nos vendrían bien. —Utilizó un trozo de tortilla para limpiar el plato—. Hasta ahora, nuestro éxito ha sido bastante limitado.

—Sólo es la tercera semana —dijo Tony—. Eres muy impaciente.

—Es cierto. —Mi madre se encogió de hombros.

La penumbra se tornó oscuridad. Tony encendió dos linternas Coleman, que arrojaban una brillante luz blanca, formaban sombras dobles y agudas sobre la mesa y atraían polillas e insectos voladores. Carlos, Maggie, John y Robin se marcharon a otra mesa para jugar a las cartas. Desistí ante la invitación de Carlos para que me uniera a ellos.

Carlos trajo un cassette de su choza y puso una cinta de música pop. Permanecí sentada a la mesa con mi madre, Barbara y Tony. Tony nos sirvió a todos un gin-tonic.

—¿Qué harás el lunes, entonces? —me preguntó Barbara suavemente. Cuando se puso el sol, se quitó las gafas. Sus ojos castaños estaban circundados por halos de piel pálida allí donde las gafas no habían dejado traspasar la luz del sol. Sin los anteojos parecía más joven, más vulnerable—. ¿Tony no te ha asignado aún un trabajo?

Negué con la cabeza.

—¿Quieres venir de exploración conmigo? Atravesamos el monte y buscamos montículos. Hay que luchar contra los insectos y evitar la insolación. Es muy divertido.

—¿A qué te refieres cuando dices monte?

—A un bosque pluvial de segundo crecimiento. Todo eso —dijo Barbara señalando con la mano la vegetación que se extendía más allá de las chozas—. Los mayas dividían el mundo en col —que eran las tierras cultivadas— y monte —que es la tierra salvaje—. En una semana recorriéndolo aprenderás más de lo que hubieras deseado. Te enseñaré a interpretar una brújula y a seguir un atajo.

—¡Me parece perfecto!

—Estupendo. —Miró a Tony—. ¿Qué le parece? ¿Viene conmigo a la excavación?

—No te ha dicho que deberás levantarte a las seis de la mañana. Tony me sonrió por encima del vaso.

—Está bien.

—Barbara gana otra vez. Irás con ella. —Tony levantó el vaso proponiendo un brindis.

Desde la otra mesa, Carlos subía el volumen de la cassette y una versión mexicana de una melodía de los Beatles inundaba la plaza. Maggie hizo un comentario inaudible y Carlos extendió la mano para estrechar la de ella. Mi madre bebía un gin-tonic y contemplaba la oscuridad más allá del haz de luz de la linterna.

—Estás en la misma choza que yo —me decía Barbara—. ¿Quieres que te ayude a colocar la hamaca?

—Gracias.

Nos despedimos de mi madre y de Tony y nos dirigimos a la choza.

—Estoy harta de presenciar cada año los noviazgos de rigor —me confesó Barbara mientras nos alejábamos de la plaza.

La música de la cassette de Carlos se desvanecía en la distancia. Barbara encendió su linterna y alumbró el camino que se extendía por delante.

—El primer verano fue todo un fenómeno sociológico. Pero cuando una lo presencia durante cuatro años, se torna tedioso. Los participantes cambian, pero las jugadas son siempre las mismas. Por eso me mantengo al margen.

—¿Has estado viniendo aquí durante cuatro años?

—No al mismo lugar. El año pasado estuve en una excavación cerca de Ciudad de México; el anterior, en una excavación anasazi en Arizona. Cada lugar difiere un poco, pero hay cosas que no cambian. Uno siempre se siente sucio; siempre hay un estudiante como Carlos aficionado a los juegos nocturnos, y siempre habrá alguien como Maggie dispuesta a jugar. Tuve oportunidad de observar a Carlos en acción el año pasado. Es agradable, pero insensible como una piedra. Cuando empiece a rondar a tu lado mantente alerta.

Observé su rostro, pero no pude ver ninguna expresión bajo la pálida luz.

—¿Quién sabe si lo hará?

—Bromeas. Eres guapa, y la chica nueva del lugar. No se trata de si lo hará. Sólo es cuestión de cuándo.

Se detuvo junto a un gran barril de caucho negro equipado con un grifo. Sobre el tonel había una tina de metal abollado. Una sucia pastilla de jabón descansaba en una jabonera improvisada: una piedra de algún templo antiguo con una hendidura oval.

Barbara apoyó la linterna al lado del jabón.

—Bien venida al baño —dijo—. Todas las comodidades del hogar. El retrete queda al final del camino. Es el mejor de esta parte del país, aunque eso no significa gran cosa. —

Enjuagó la tina, la llenó de agua y se lavó la cara—. Puedes colgar tu toalla en aquel árbol —dijo, tomando su toalla de una rama—. Como te decía, todas las comodidades del hogar. Las duchas están al fondo de aquel sendero, pasado el retrete. Quitan muy poco la suciedad, y las cambian de lugar de vez en cuando. Te convendrá más darte un baño en el cenote a menos que quieras lavarte el cabello.

Llené de agua la tina y me lavé la cara. El agua estaba tibia e incluso después de enjuagarme tenía jabón en la piel. Supuse que Barbara tendría razón. Jamás lograría sentirme limpia. Aún me ardían los ojos de tanto llorar.

En la choza, Barbara encendió una larga vela en un tubo de vidrio transparente. La llama arrojó una luz amarillenta sobre el baúl donde la apoyó y las sombras se agitaban por los rincones.

Bajo la luz de la vela, descubrí el estante donde Tony había dejado mi bolso anteriormente. Hurgué dentro de él y hallé la inmensa camiseta que había traído para dormir. Barbara se desvistió y, sin ningún pudor, se frotó el cuerpo con un líquido contra insectos. Me lo ofreció, me aconsejó que lo usara y luego me enseñó el mejor método para dormir en una hamaca.

—Requiere ciertos trucos —dijo, extendiendo una mano sobre la hamaca. Buscó una sábana en el estante y me la arrojó. Después sacó otra para ella. Envolvió la sábana muy floja alrededor de su cuerpo, sostuvo un extremo de la hamaca lejos de ella, abriendo la red de hilos de algodón, y luego se sentó, tendiéndose en diagonal. Arregló la sábana a su alrededor, colocó un brazo bajo la cabeza, y me sonrió—. ¿Ves? Tan cómoda como en tu propia cama. —Se mecía ligeramente—. ¿Podrías alcanzarme mis cigarrillos?

Los saqué del baúl, encendí uno con la vela y se lo extendí. Dio una calada y observó en silencio mis intentos de repetir su maniobra. Mi propio balanceo era algo más violento, y los bordes de la hamaca tendían a cerrarse por encima de mi cuerpo.

—Acuéstate en diagonal —sugirió Barbara.

Giré hasta conseguir que mi cuerpo mantuviera abierta la red. Me envolví con la sábana.

—¿Cómoda? —me preguntó.

—Mientras no se mueva...

—¿Quieres un cigarrillo?

—No, gracias. —Hacía muchos meses que no me sentía tan cómoda. Había visto a mi madre y había sobrevivido al encuentro—. Oye, ¿quién apagará la vela?

—Llego desde aquí —dijo. Se inclinó y sopló la llama. Levanté la cabeza y mi hamaca se balanceó furiosamente.

—No parece un sitio muy propicio para hacer el amor —comenté, pensando en Carlos y Maggie.

—Se puede hacer —aseguró Barbara—. Créeme.

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