Read La mujer que caía Online

Authors: Pat Murphy

La mujer que caía (10 page)

BOOK: La mujer que caía
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Le dije a la psicóloga que mi padre había muerto, que no podía comer y que me costaba dormir. Que estaba muy nerviosa y afligida. Me preguntó sobre mi padre y mi relación con él. Le dije que habíamos tenido una buena relación, una muy buena relación.

Me preguntó acerca de mi madre y le dije que mi madre no formaba parte de esto, que hacía quince años que no la veía.

—¿Cómo se siente cuando piensa en su madre? —me preguntó. Su voz concordaba con sus ojos: gris pálido y suave.

—No lo sé —me encogí de hombros—. Triste, supongo. Triste por el hecho de que se haya ido.

—¿Qué están haciendo sus manos?

Esperó, estudiándome.

Mis manos eran dos puños apretados. No abrí la boca.

—¿Por qué no deja que sus manos hablen en voz alta y digan lo que sienten?

Moví la cabeza rápidamente y obligué a mis manos a relajarse.

—Están aferrándose —dije con una fuerte voz que no parecía mía—. Creo que están aferrándola. Yo no quería que se marchara.

Los ojos grises me estudiaron sin sentimiento, por lo que pensé que no me creía.

La primera mañana que pasé en el campamento me despenó el bocinazo de un camión. El reloj que había en el baúl daba las ocho. El aire ya estaba cálido. Las hamacas de Barbara y Robin estaban vacías. Maggie seguía durmiendo, acurrucada y cubriéndose la cabeza con la sábana. Sentía una calma que desde hacía meses no experimentaba, y decidí, recostada en mi hamaca, adoptar la actitud despreocupada de Tony y tomar las cosas tal como vinieran.

Me deslicé de la hamaca y me vestí apresuradamente. Barbara estaba ante el tonel de agua, lavándose la cara. Le di los buenos días y descolgué mi toalla del árbol.

—Desearía que no te mostraras tan alegre antes de desayunar —refunfuñó, pero esperó a que terminara de lavarme.

De camino a la plaza pasamos por la cocina, una pequeña choza construida con tablones. A través de la puerta abierta, vi una mujer delgada vestida de blanco que cuidaba un pequeño fogón y cocinaba tortillas en una sartén ennegrecida.

—Es María —explicó Barbara—. La esposa de Salvador, el capataz.

A su lado estaba una niñita de grandes ojos oscuros. Me miraba con solemnidad. En una mano sostenía una tortilla. Le sonreí, y se ocultó detrás de su madre. María giró la cabeza para ver por qué se escondía la niña.

Sonreí, pero María no me devolvió la sonrisa. Me estudió seria y suspicazmente, según creí entender. Un instante después volvió a ocuparse del fuego y las tortillas. La niña me lanzó una sonrisa, y acto seguido se tapó el rostro con la falda de su madre.

Tony y mi madre ya estaban sentados a la mesa. El desayuno consistía en huevos rancheros, tortillas de maíz, café fuerte y zumo de naranja. Mi madre parecía cansada, pero llena de vitalidad. Me saludó y me señaló una silla. Luego prosiguió haciendo su lista de compras.

—Sí, sí. Pina. Compraré fruta fresca. ¿Qué más? Sé que he olvidado algo importante.

Mi madre terminó de repasar su lista, y luego me miró.

—Hoy por la tarde iré al mercado. Si quieres venir, podemos comprarte un sombrero.

—Me encantará —acepté.

Los ojos de Tony estaban enrojecidos. Su voz fue tan áspera al hablar, como la lana contra la piel.

—Iré a darme un baño después del desayuno —dijo en voz baja—. ¿Queréis venir conmigo Barbara y tú? Os da tiempo.

Dijimos que sí.

Los demás estudiantes venían a desayunar cuando Tony, Barbara y yo regresábamos a nuestras chozas para ponernos los trajes de baño. Nos unimos a Tony en el camino.

En la cima de un montículo me detuve para echar un vistazo a mi alrededor. A lo lejos, el Templo de las Siete Muñecas se alzaba sobre la tierra yerma.

—Según el libro que leí, ésta es una de las zonas arqueológicas más extensas del Yucatán —dije. Contemplé la vegetación que nos rodeaba y sacudí la cabeza—. ¿No falta algo? ¿Dónde están todos los edificios?

Tony descargó suavemente el pie contra el suelo.

—Debajo de ti —dijo—. A tu alrededor. —Movió la mano en dirección al templo—.

Debes aprender a mirar. ¿No crees que los montículos son más regulares que los de cualquier colina? Y ya ves que están dispuestos de tal forma que forman un bello sendero. —Trazó una línea en el aire con la mano—. Y mira las rocas que hay dispersas por doquier. No son rocas comunes.

—Me imagino —dije dubitativamente.

—Estamos de pie sobre la cima de un antiguo templo —dijo.

—¿Cómo sabes que es un templo?

—Todo es un templo hasta que alguien demuestre lo contrario —dijo Barbara en un tono algo irónico—. Incluso podríamos darle un nombre: Templo del Sol, por ejemplo. O

Templo del Jaguar, sí... éste suena mejor. Los nombres son siempre arbitrarios.

—Cuidado —advirtió Tony con una débil sonrisa—. Estás divulgando secretos de la profesión.

—Quedará en familia —se defendió Barbara—. Es de confianza.

Siguió avanzando por la senda y la seguimos. Estudié las rocas que aparecían a nuestro alrededor mientras caminábamos. En una ocasión vi una que tenía restos de grabados, pero la mayoría parecía sólo rocas.

El cenote era un estanque de aguas claras y azules, enclavado en la piedra caliza. Al lado del cenote, la roca se hundía suavemente en el agua. En el extremo opuesto, las rocas sobresalían en una formación abrupta que se elevaba un metro sobre la superficie del agua. No se distinguía el fondo del estanque. A lo lejos flotaban los nenúfares.

Dejamos las toallas sobre la roca, al sol. Barbara y yo nos internamos lentamente. El agua estaba fría; después del calor de la mañana, producía una conmoción. Nadé, en unas brazadas, hasta los nenúfares lejanos, y regresé. Había diminutos pececillos, del tamaño de mis dedos, agitándose bajo los nenúfares. Nadé hacia ellos y se dispersaron hacia la oscuridad.

Tony se sentó en las rocas redondeadas, descansando bajo el sol como un viejo reptil tratando de absorber el calor. Había recostado la cabeza sobre sus manos y exponía el rostro al sol. Ahora que se había quitado la camisa, veía lo delgado que era. Su moreno, del color del cuero viejo, le favorecía tan poco como la ropa prestada por alguien más corpulento.

Trepé por las rocas, a su lado. Barbara seguía en el agua, flotando plácidamente de espaldas. Extendí mi toalla al lado de la de él y reconoció mi presencia con un gesto.

—¿Qué profundidad tiene el estanque? —le pregunté.

Se encogió de hombros sin abrir los ojos.

—Más de la que crees. Según el grupo de la Universidad de Tulane, llega verticalmente hasta los cuarenta y cinco metros, y desde allí sigue descendiendo en ángulo. Hicieron un buen trabajo bajo el agua.

—¿Vais a bucear este verano? —inquirí.

Tony movió la cabeza de un lado a otro.

—No tenemos presupuesto. La universidad cree que éste no es un sitio muy atractivo para destinar grandes fondos.

Lo entendía. Hasta ahora, no había visto nada que resultara particularmente impactante.

—Es un lugar importante —decía Tony—. El centro ceremonial más antiguo. Pero para convencer a la universidad de que nos dejen regresar el año próximo, debemos hallar algo espectacular.

—¿Como por ejemplo?

—Máscaras de jade, oro, vasijas con pinturas de significado ritual. O tal vez una serie de murales como los que hay en Bonampak, en Chiapas. —Dio la vuelta, apoyándose lentamente como si se le fuera a quebrar algún hueso—. Algo llamativo... lo ideal sería una tumba llena de tesoros. Algo que pudiera ser de atracción turística.

—¿Crees que hay posibilidades?

Sus ojos seguían cerrados. Se encogió de hombros sin abrirlos.

—Es difícil saberlo. Estamos apostando. Siempre tenemos que apostar. A Liz le gusta apostar, creo. Pero jamás pierde mucho. Tiene suerte. Los académicos no la tienen en estima, pero tiene suerte.

—Espero no estorbar aquí —dije. Mi voz sonó débil e insegura—. No quiero interponerme en el camino de mi madre. Entreabrió los ojos y me lanzó una mirada.

—¿Qué esperas encontrar aquí? —me preguntó. Su voz era un grave retumbo, como el tronar de las olas del océano en una tibia playa o como la lluvia sobre un tejado de cinc en una mañana de invierno—. Algunos vienen en busca de conocimientos secretos; otros, de aventura. ¿Y tú?

Hice un gesto de incertidumbre.

—No lo sé en realidad.

—Hallarás algo, de eso no hay duda. Pero jamás es lo que uno espera.

—¿Qué buscas tú aquí? —pregunté a mi vez, cerrando los ojos ante el sol.

—Calidez y paz —me respondió—. Solía esperar más, pero los años me han hecho cambiar.

—¿Qué debería hacer? —pregunté ociosamente, con los ojos aún cerrados—. ¿No esperar nada y ver qué pasa? Permaneció un minuto en silencio.

—Podría resultar. —Vaciló—. Tu madre no sabe qué hacer contigo... te lo puedo asegurar. Es por eso que está algo tensa. No sabe qué papel representar.

Abrí los ojos y rodeé mis piernas con los brazos. El sol me había secado la piel y la piedra sobre la cual me apoyaba ya estaba caliente.

—A mí me pasa lo mismo —confesé.

—Lo has estado haciendo bien —dijo—. Sigue como hasta ahora. No lo miré. En cambio, contemplé a Barbara, que buceaba y aparecía flotando como un corcho.

—Creo que le hará bien a Liz tenerte aquí —aventuró—. Me parece que necesita de la gente más de lo que suele admitir. —Le oí cambiar de posición, pero no lo miré—. Alguien me dijo una vez que los arqueólogos son antropólogos a los que no les gusta la gente viva. Desentierran a los muertos porque éstos no replican. No es del todo cierto, aunque creo que los vivos son demasiado rápidos para la mayoría de los arqueólogos. Nosotros somos de movimientos lentos. Observamos cambios, en la fabricación de vasijas, que tardaron en producirse cientos de años y nos parecen variaciones rápidas. Estamos acostumbrados a tomarnos nuestro tiempo. Tendrás que esperar a que Liz se habitúe a la idea de que tiene una hija.

—Muy bien —dije lentamente—. Lo haré. —Me recosté sobre la toalla y dejé que el sol me acariciara.

Al cabo de un rato Barbara salió del agua y se tendió a nuestro lado. Tony se marchó tras quince minutos tumbado al sol, alegando que tenía que finalizar unas lecturas en el campamento. Barbara levantó la cabeza para verlo partir. Nos saludó con un gesto desde la cresta de la colina y luego desapareció de nuestra vista.

—Me apuesto lo que quieras a que cuando regresemos ya estará por el tercer gin-tonic —dijo Barbara como si se tratara de un hecho consumado.

La miré fijamente.

—No me malinterpretes —me detuvo—. Tony me cae bien. A todos nos cae bien, aunque sabemos que bebe demasiado. —Giró y se tumbó boca arriba, con la cabeza apoyada sobre un brazo. El cabello oscuro le caía hacia atrás, aún brillando y mojado—.

Hasta ahora ello no ha interferido en su trabajo. Sigue siendo un brillante maestro, a juzgar por lo que oigo. Se excede sólo aquí.

Recordé lo que había dicho de la calidez y la paz. Barbara observó mi rostro y se encogió de hombros.

—Lo siento. Supongo que no debí mencionarlo. Después de cierto tiempo, en el campamento no hay mucho que hacer excepto hablar de los demás. Los muertos, por muy fascinantes que sean, jamás interesan tanto como los vivos. —Volvió la cabeza y abrió un ojo para buscar mi mirada—. ¿No crees?

—Supongo que tienes razón.

—Claro que sí —aseguró—. Ahora... ¿qué crees que estarán diciendo de nosotras Carlos, Maggie y Robin?

—¿Qué te hace pensar que estén hablando de nosotras?

—Creí habértelo dicho ya. Están hablando de nosotras porque los vivos son más interesantes que los muertos. No creerás que los arqueólogos hablamos de arqueología todo el tiempo, ¿verdad? No, hablamos de otros arqueólogos. Dime, ¿qué crees que estarán diciendo de ti y de mí?

—Casi seguro que Maggie piensa que soy una engreída —dije, adoptando su tono—.

Probablemente piensa lo mismo de ti.

—No te lo discuto —respondió Barbara—. Y Robin se mostrará de acuerdo, porque siempre está de acuerdo con lo que dice Maggie. Tiene el sello de la eterna sombra obediente. ¿Y Carlos?

—Si Carlos tiene algo de cerebro, se mantendrá al margen.

—Ah, tu primer error de juicio. Carlos no tiene cerebro. Apuesto a que tratará de defendernos... al menos a ti. Carlos y yo no somos precisamente amigos.

—Ya me he dado cuenta —dije con sequedad. Barbara hizo un gesto con la cabeza.

—Sé lo que estás pensando, pero jamás me acosté con Carlos. Lo he visto acostarse con cuatro mujeres distintas el verano pasado, cortejar a las cuatro con igual energía y pasión, y abandonarlas del mismo modo. —Se encogió de hombros—. La primera de ellas era muy amiga mía. Tuvo que andar con la cabeza gacha todo el resto del verano observando cómo Carlos proseguía sus planes con la número dos, la tres y la cuatro.

Todas ellas eran muy agradables. Todas se dejaron embaucar. —Volvió a hacer un gesto de incertidumbre—. No sé por qué lo hace, pero creo que le gustan los problemas. Ten cuidado.

—Gracias por la advertencia. Ya me lo había figurado.

—John, por otra parte, es adicto al trabajo. Dudo que se haya percatado de la existencia de las mujeres. —Cerró los ojos ante la luz cegadora—. ¿Quieres apostar a que mañana cuando vayamos de excavación Maggie y Robin irán maquilladas?

Nos tendimos al sol y conversamos. Barbara era muy lista y observadora, y se divertía a costa de los demás.

Aproximadamente después de una hora, oímos gritos y risas en el camino. Un grupo de jóvenes y niños mexicanos, de cinco a quince años, se acercaba al cenote. Los observamos nadar durante un rato, pero recogimos nuestras cosas para marcharnos cuando los mayores comenzaron a competir para ver quién salpicaba más arrojándose al agua desde las rocas escarpadas. La piedra sobre la cual descansábamos estaba dentro del área de la salpicadura previsible, de modo que largarnos nos pareció la salida más inteligente.

—Les pertenece a ellos el resto del año —dijo Barbara mientras regresábamos—.

Nosotros sólo lo tomamos prestado.

—¿Viven cerca de aquí?

—En la hacienda, creo. Es el rancho que hay hacia el lado de la autopista. En medio de los campos de henequén.

—Está lejos de aquí —calculé. Se encogió de hombros.

—Cuando sólo hay un lugar donde bañarse, supongo que no importa mucho cuánto hay que caminar.

El campamento permanecía en silencio. Tony estaba sentado a la sombra, fuera de su choza, con un vaso cuidadosamente apoyado en uno de los brazos de la silla. Mi madre parecía trabajar en su libro: se oía el ruido de la máquina de escribir. Barbara anunció que la única cosa productiva que se podía hacer era dormir una siesta. Le pedí un libro prestado, me senté a la sombra en una de las mesas y me dispuse a leer.

BOOK: La mujer que caía
2.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Revelations by Julie Lynn Hayes
The Bette Davis Club by Jane Lotter
The Wrong Door by Bunty Avieson
Blinding Beauty by Brittany Fichter
The Journey Begun by Judisch, Bruce