Authors: Ann Rosman
La isla era pequeña y árida y las ensenadas estaban llenas de cantos rodados. Cerca del puerto, al cobijo de la casa del farero, alguien había construido un muro con piedras redondeadas, a cuyo resguardo se hallaba el único terreno de toda la isla. Cada resquicio en el muro había sido sellado para proteger aquella preciosa tierra transportada hasta allí en barco. Los pensamientos de Karin volvieron a la mujer del pelo recogido en un moño y botas negras. Tomates, pensó. En algún lugar había leído sobre un farero que cosechaba tomates todo el año porque siempre había luz y calor junto a la linterna, allá en lo alto, como en un invernadero.
La despensa era una construcción bonita, con cimientos de piedra natural y una fachada de madera pintada de rojo. Durante la guerra había servido como refugio para los fareros, de ahí su sólida puerta blindada. Un elegante arco romano la coronaba, y a ambos lados del pasillo de entrada había sendos muros de piedra. Sin duda, un refugio bienvenido para quien tuviera que meterse allí en momentos difíciles. Roland pasó por encima de la cinta policial y abrió la puerta. Sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad, y Karin estaba a punto de sacar la linterna cuando él encendió el quinqué que colgaba de la pared interior. La suave luz se propagó por la estancia y parecía más adecuada que el haz cortante de la linterna.
–Es aquí -dijo Roland-. Tendría que haberlo advertido antes, puesto que sabía que cada familia residente en la isla tenía su propia sección en la despensa, y eran tres familias: la del farero, la del vigilante y la del ayudante. Sin embargo, la despensa sólo tiene dos secciones. Hasta hoy no había reparado en que la tercera sección estaba ahí, pero que alguien levantó una pared.
–¿Sabe cuándo construyeron la pared? – preguntó Karin.
–No. Calculo que mucho tiempo atrás.
Mientras se acercaban, Roland señaló con el dedo el muro derribado.
–Está ahí dentro.
Le pidieron a Roland que esperara fuera. Él pareció aliviado cuando le pasó el quinqué a Carsten y abrió la gruesa puerta. Una bocanada de aire fresco entró en el recinto, el tiempo que tardó en cerrarse la puerta de un golpe sordo. Con cuidado y en silencio, pasa ron por encima de un montón de piedras desperdigadas por el suelo. La luz del quinqué, oscilando delante de ellos, los condujo hasta el cadáver.
–¡Oh! – exclamó Karin, e intentó fijarse dónde ponía los pies. Encendió la linterna.
–Debe de llevar tiempo aquí. La pregunta es cuánto -dijo Carsten.
–Está sorprendentemente bien conservado, pero tal vez se deba al salitre que impregna el aire -observó Karin, al tiempo que sacaba su móvil-. Voy a llamar a los técnicos.
Seis niños correteaban alrededor de la casa de Fiskaregatan. Waldemar se sentó en el sofá. Parecía agotado. Sus nietos se habían quedado más tiempo del habitual para una tarde de domingo y el nivel acústico era muy superior a lo que le parecía tolerable.
Alargó la mano para coger la copa de calvados.
Normalmente iba en avión al club de golf Gullbringa, pero la temporada todavía no había empezado.
O a lo mejor ha recibido la orden terminante de quedarse en casa, pensó Sara.
Miró a sus cuñadas, Diane v Annelie. No había dos hermanas tan diferentes entre sí como esas dos. Una era rubia, la otra morena. Hermanastras, se corrigió. Diane era hija de Siri, de su primer matrimonio. Trabajaba en marketing, o al menos eso decían cuando algún conocido preguntaba a qué se dedicaba. Luego se obviaba hablar de los detalles del trabajo, que consistía en repartir publicidad directa a media jornada, y se intentaba desviar hábilmente la conversación hacia el exitoso marido de Diane, Alexander, que era agente inmobiliario.
Alexander sólo trabajaba en “los barrios más elegantes”, sobre todo Orgryte y Lángedrag. Hacía una semana, Diane había llamado a sus padres para pedirles que la acompañaran a ver una casa en que estaban interesados ella y Alexander, precisamente en Lángedrag.
Los hermanos de Diane, Annelie y Tomas, se habían preguntado cómo era posible que se pudieran permitir comprar una casa. Tuvieron la respuesta cuando Siri les contó que pensaba ayudarlos económicamente. Ella y Waldemar suscribirían la mitad del préstamo hipotecario, les había dicho sin pestañear.
–Hemos hecho una oferta por la casa -explicó Diane-. El agente inmobiliario cree que tenemos posibilidades de conseguirla. Al fin y al cabo, es un colega de Alexander y, por lo tanto, disponemos de información privilegiada. La casa es de una señora mayor. Y le encanta Alexander.
Diane se rió y se echó atrás la melena morena.
–Qué bien -añadió Tomas educadamente-. ¿Dónde está la casa?
–En Lángedrag. Creía habéroslo dicho ya. – Fue Siri quien respondió tras dejar la taza de café sobre la bandeja con cierto énfasis.
–Sí, pero me refería al lugar concreto -aclaró Tomas, al tiempo que se servía más postre.
Diane describió la ubicación de la casa.
–Me parece que esa zona pertenece a Fiskebáck -dijo Sara. Tomas le lanzó una mirada contrariada, una mirada que decía que ese comentario sobraba.
–No; está en Lángedrag. A lo mejor no conoces el barrio tan bien como crees -comentó Diane en tono ligeramente altanero.
–Si giras a la izquierda y cruzas la vía del tranvía antes de llegar a la recta del almacén, entras en Fiskebáck -contestó Sara.
De pronto, Diane se interesó por la pequeña figurita de la cre mallera de su bolso.
–De todos modos, tendremos que reformarla de arriba abajo. Me gustaría comprar diseño danés, tal vez porque nací en Dinamarca -dijo luego, mientras sacaba un espejito de mano para retocarse el brillo de labios. Y añadió-: Qué pena que ya no estés en la tienda de tejidos, mamá, porque podrías haberme hecho un descuento, ahora que voy a tener una casa entera necesitada de cortinas nuevas y otras telas.
–Supongo que no hace falta que la renovéis de arriba abajo, ¿no? – terció Waldemar.
–No, papaíto, pero queremos hacerlo. ¿Verdad que sí, amor mío? – La pregunta, más bien una afirmación, iba dirigida a su marido.
–Sí, desde luego -asintió Alexander, y se atusó el pelo castaño cortado estilo paje.
El resto de la pandilla de Alexander había acabado en el sector de las finanzas en Estocolmo, pero él había encontrado su nicho lucrativo como agente inmobiliario en Goteburgo.
Sara llegaba a sentir incluso malestar físico cuando lo oía presu mir de cómo las señoras mayores caían rendidas a sus pies ante su prestancia y sus buenos modales. Por otro lado, a lo mejor le gustaban las mujeres mayores, pues al fin y al cabo Diane tenía, a sus cuarenta y cinco años, ocho más que él.
–Pero supongo que será complicado, con tres hijos y todo eso -observó Sara-. Me refiero a tener tiempo para todo. Nuestros vecinos no paran de esforzarse en reformar su casa. Y llevan así más de cuatro años.
–Ya, pero naturalmente no vamos a hacer el trabajo nosotros -contestó Diane, como si Sara acabara de soltar alguna insolencia-. Alexander tiene un montón de contactos. Albañiles y gente de la banca. Nos ofrecerán un préstamo en condiciones buenísimas y tendremos albañiles dispuestos a trabajar en negro. ¡Será perfecto!
–Sí, pero aun así os costará mucho dinero y os quitará tiempo -sentenció Tomas.
–Está muy bien que Diane y Alexander vayan a comprarse una casa. Y la verdad es que vosotros, sus hermanos, podríais echarles
una mano -dijo Siri, antes de mirar a su nuera-. Además, tú, Sara, tienes todo el día libre.
–Sara está en casa por agotamiento, mamá -contestó Tomas, y dejó la cucharilla de postre en el platito.
–Ya, pero Diane también ha sufrido agotamiento -dijo Siri.
–No me lo parece.
–Pues sí. Cuando nació Estelle apenas pudo dormir. Eso también es una especie de agotamiento.
–No, no lo creo. Tal vez sea falta de sueño, o a lo mejor la de presión del puerperio.
–Dejémoslo así -zanjó Siri.
Waldemar cogió la botella de calvados para servirse otra copa. Una para él y otra para Alexander.
Sara recordaba con aversión la historia del nieto y la cooperativa de viviendas. Cuando Annelie, en su día, llamó a Tomas para contarle que sus padres lo habían arreglado todo para conseguirle al hijo de Diane una plaza en una cooperativa de viviendas y, además, habían empezado a ahorrar para la entrada, y no para los demás nietos, Tomas se enfadó y se negó a creerla. De hecho, le había colgado el teléfono y dejó pasar una semana entera antes de volver a hablar con su hermana. Dos meses más tarde, Tomas había encontrado por casualidad un extracto del banco en casa de sus padres. Resultó que Siri, además de haber abierto una cuenta de ahorro destinada a una futura vivienda para su nieto, realizaba mensualmente una transferencia a favor de Diane. Eso le había abierto los ojos. Annelie le había contado la verdad.
–¿No crees que ya es hora de que Matilda tenga un hermanito?
–Diane lanzó una mirada sosegada, teñida de cierta malicia, a Annelie. Sabía que era una pregunta delicada, pero con habilidad simuló no darse cuenta.
–¿A qué viene esto? – respondió Annelie.
Sara la vio posarse las manos sobre el vientre, como un reflejo defensivo. Sobre aquel vientre en que, por alguna razón, no quería crecer otro hijo.
–Sólo digo que para un niño es bueno tener hermanos, porque así aprende a compartir las cosas -precisó Diane.
–¿Eso crees?
En el mejor de los casos, resultaba risible que la demanda de equidad viniera de Diane.
–Disculpa que lo haya preguntado, no pretendía ofenderte -zanjó ésta en tono cortante.
–¿Habéis pensado en tener más hijos? – insistió Siri-. Porque es mejor que no se lleven demasiados años entre sí.
–A lo mejor no todo el mundo puede tener hijos cuando quiere. ¿Alguna vez os habéis parado a pensarlo? – dijo Annelie.
–En nuestro caso, basta con que Alex menee los calzoncillos para que me quede embarazada -respondió Diane, y soltó una risita-. ¿No es así, mi amor? – Se volvió hacia su marido.
–Bueno, sí. Eso nunca ha supuesto ningún problema.
Alexander le guiñó un ojo a su mujer. A continuación se tumbó, se colocó uno de los cojines a la espalda y se ajustó los gemelos. Eran de oro blanco y habían costado 4.600 coronas. Sara lo sabía porque un domingo, durante una comida familiar en enero, había oído a Siri y Diane discutir al respecto en el vestíbulo, mientras ella estaba en el cuarto de baño.
–Por favor, mamá, son perfectos y se pondrá muy contento -había dicho Diane.
–Pero ¿no te parece que cuatro mil seiscientas coronas es mucho dinero para unos gemelos? ¿No hay otros?
–Pues es lo que cuesta comprar un par de gemelos en Engelbert, y eso que no he elegido los más caros. En el sector inmobiliario el aspecto personal es muy importante. Ninni Johnson le compró unos a su marido por ocho mil quinientas coronas, o sea que, en comparación, éstos salen bastante baratos.
No le contó que había elegido los segundos más caros. Mentar a Ninni, la hija de los Johnson, era como agitar una varita mágica, y Siri acabó cediendo: si Diane realmente creía que aquellos gemelos harían muy feliz a Alexander, ya lo arreglarían, naturalmente.
–Gracias, mamaíta. Entonces, ¿ingresarás cinco mil coronas en mi cuenta hoy? Me gustaría comprarlos mañana mismo, para que nadie se me adelante. – Diane ya había dado una paga y señal por los gemelos, convencida de que su madre se avendría a comprarlos, aunque lo más seguro era ir por ellos cuanto antes.
–Te ingresaré el dinero esta misma tarde.
–O ahora mismo. Podrías llamar al banco y pedir que hagan la transferencia, ¿no crees? Mientras tanto, me encargaré de entretener a los invitados.
–No hay invitados, sólo están Annelie y Tomas. Pueden entretenerse solos.
Fue entonces cuando Sara tiró de la cadena, se lavó las manos y se las secó bruscamente en la elegante toalla de marca. Cuando salió al vestíbulo, resultó evidente que Diane y Siri estaban sorprendidas,
y Sara advirtió que empezaban a repasar lo que habían dicho, preguntándose qué podía haber oído ella de su conversación.
En aquel momento, lo único que Sara hizo fue sonreír fríamente.
Los niños estaban jugando en la terraza acristalada. Linnéa había convertido el escabel de los abuelos en un mostrador y se había erigido en jefa de un negocio que vendía de todo.
–Uno, dos, cuatro, ocho, doce -contaba, dándole piezas de Lego a Nalle a modo de cambio.
Los primos intercambiaban todo tipo de artículos visibles e invisibles de los estantes de la imaginaria tienda.
–Bueno, deberíamos irnos ya-dijo Sara, y le lanzó una mirada elocuente a su marido Tomas.
–Pues sí, no estaría mal tener un rato para nosotros en casa esta noche. Me espera una semana muy pesada, repleta de reuniones -dijo él, y se puso en pie.
–Oye, Tomas, por cierto, ¿llenaste el depósito de mi coche?
–preguntó Waldemar desde el sofá.
Tomas se había puesto a buscar el jersey de Linnéa. Sara vio cómo se tensaba para mirar a su padre a los ojos.
–Te lo presté la semana pasada, ¿recuerdas? – prosiguió éste.
–¿Te refieres al día que fui por leña para vosotros? Pensé que… es posible que no, pero… por supuesto, me encargaré de llenártelo. No hay problema.
Sara se sonrojó y advirtió la mirada implorante de Tomas. Se apresuró a murmurar un “gracias por la comida” entre dientes y salió al vestíbulo para coger la ropa de abrigo de los niños. Annelie la siguió y posó una mano en su brazo. Sara no dijo nada, pero negó con la cabeza. Mientras buscaba los zapatos de Linus y Linnéa entre la montaña de zapatos de niños, aquél aprovechó para vaciar el bolso de mano de la abuela en el suelo del vestíbulo. Dos pintalabios, llaves, una cartera, perfume… Sara y Annelie recogieron los artículos, y justo cuando acababan de devolverlo todo al bolso, se fijaron en el anillo de oro que Linus tenía en la mano. Era demasiado grande para ser de Siri. Annelie leyó en voz alta la inscripción de la parte interior:
–Elin y Arvid.
Se miraron sorprendidas.
–Cuatro de octubre de 1962. Tiene que ser la fecha del compromiso, y catorce de junio de 1963, la del día de la boda. Elin y Arvid. ¿Sabes quiénes son? – preguntó Sara.
–Debe de ser el Arvid con el que mamá estuvo casada antes de papá, pero que murió. Aunque no sabía que Arvid hubiese estado casado antes, y menos aún tan poco tiempo antes.