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Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (2 page)

BOOK: La mujer del faro
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–¿Está todo a su gusto? – La camarera interrumpió sus pensamientos rellenando su copa de champán. Se inclinó exageradamente sobre Arvid y le mostró unos pechos abundantes-. ¿Qué le gustaría… comer? – Esbozó una sonrisa sugerente y pretendidamente seductora.

–Gracias, señorita, pero somos un grupo. Esperaré a que lleguen los demás para pedir. – Arvid intentó ocultar su disgusto.

–Entonces le deseo una feliz velada, porque yo ya termino por hoy. – La muchacha negó con la cabeza con aire desdeñoso y dirigió sus pasos a la cocina.

Arvid se volvió de nuevo hacia el sendero de luz dorada. El velero seguía allí, pero la mujer que lo había maniobrado de forma tan elegante había desaparecido.

El grupo llegó al porche entre risas y alboroto.

–Arvid, cariño, ¿hace mucho que esperas? – Siri exhaló una bocanada de humo y lo besó en la mejilla antes de sentarse a su lado. Estaba fumando un cigarrillo con una boquilla de marfil que dejó directamente sobre el mantel de hilo.

Arvid se apresuró a cogerla y pasó rápidamente la mano por la tela lisa para que no dejara ninguna marca.

–Verás, es que Gustav nos ha contado una anécdota divertidísima. – Siri le quitó la boquilla e hizo gestos a uno de los hombres del grupo, animándolo a contar la anécdota una vez más.

La camarera se acercó a la mesa. Paseó la mirada por la bocana hasta el pequeño velero fondeado allí antes de centrarse en la alegre mesa. Se volvió hacia Arvid.

–Me temo que olvidaron traerle las fresas cuando le sirvieron el champán.

Su voz era cálida y se correspondía de una manera exquisita con su aspecto. Llevaba el cabello rubio recogido en un moño, salvo por un mechón que se había soltado y culebreaba juguetonamente por su cuello bronceado. Sus manos, estrechas y asimismo morenas, sostenían un plato de fresas. Era ella, la mujer del velero. Tomó nota de todos los pedidos con amabilidad y cortesía, pero tenía un porte orgulloso y se mona con una seguridad poco habitual.

Siri interrumpió sus pensamientos dándole un codazo travieso en el costado.

–¿Me has echado de menos, Arvid?

Él reconoció el aroma de su perfume, demasiado denso.

La camarera dejó el plato delante de Arvid. Se movía con ligereza y a él de pronto le pareció reconocer algo en ella. Se preguntó cómo sería rodear su cintura con los brazos en un vals. Siri manifestó su descontento cogiéndole la mano.

–Querido, si realmente tienes que mirar a otras mujeres, al menos podrías esperar a que yo no esté a tu lado.

Arvid comprendió que se refería a la camarera. Palmeó paternalmente la mano de Siri antes de retirar la suya con amable determinación.

Cuando la camarera se alejó, Arvid se quedó como hechizado. Le había parecido muy sencilla y auténtica. Pensó en la elegancia con que había manejado su embarcación. El sol acariciaba el agua de la bocana del puerto con sus últimos rayos y una sensación cálida se expandió en su pecho

2

Karin no dejaba de maldecir mientras arrastraba el cesto de la ropa del ascensor al piso. El sudor le pegaba el cuello de la chaqueta a la nuca y se retiró un rizo de la frente húmeda. Le sentaría bien una ducha o, mejor todavía, un baño. Entró y se quitó la chaqueta para colgarla en el armario ropero. La puerta parecía atascada y tuvo que

tirar de ella con fuerza para lograr abrirla. Resultó que estaba bloqueada por la caja del detergente, que se volcó y formó una duna de polvo blanco en la moqueta del vestíbulo. Karin maldijo una vez más entre dientes.

–Hola. – Göran estaba sentado en el sofá con un folleto en la mano.

–Teníamos hora para lavar -contestó ella sin más-. Ahora tenemos un montón de ropa mojada y el resto sigue sucio. Y además la vieja Svedberg, que está loca, tenía hora justo después de nosotros. – La irritación crecía en su interior. ¿Por qué siempre tenía que ser ella quien se encargara de las tareas domésticas?

–He comprado un reproductor de CD. Ven a verlo. – Göran le enseñó un mando a distancia.

–¿Has oído lo que te he dicho? – Karin notó que se le aceleraba el pulso y sus mejillas se encendían.

–No tienes por qué ponerte así. Supongo que podemos reservar otra hora para hacer la colada.

Karin no se molestó en contestarle. Fue a la cocina y abrió la nevera. Un trozo de queso, un tubo aplastado de caviar y un plato con restos que deberían haberse consumido la semana pasada. Sacó el plato y, ayudándose de un cuchillo, echó la comida en el cubo de la basura. El cubierto rechinó contra la porcelana, un sonido que sabía que Göran detestaba. Luego dejó el plato en el fregadero, encima del montón de vajilla reseca. Su estómago rugía, pero intentó dominar la voz cuando dijo en dirección al salón:

–Creía que harías la compra.

Göran entró en la cocina y la abrazó por detrás.

–Lo haré mañana.

Ella se escabulló de entre sus brazos, presa de la decepción.

–Entonces, ¿qué crees que cenaremos hoy? Y no me digas pizza. ¿Y qué desayunaremos mañana?

–¿Por qué te enfadas tanto conmigo? – Parecía sinceramente sorprendido.

–Porque nunca haces la compra, nunca limpias, nunca cocinas, ni pretendes hacerlo jamás. Libras seis semanas. Al menos podrías aprovechar para hacer algo, ¿no?

–Pero trabajo muy duro las semanas que estoy fuera, ya lo sabes. ¿Ni siquiera me consientes que descanse cuando estoy en casa?

–replicó él, consciente de que un ataque es la mejor defensa.

–Por supuesto, descansa. No tengo fuerzas para mantener esta discusión ahora. He de ir a hacer la compra.

Karin agarró la chaqueta y cerró la puerta del armario con tal fuerza y estrépito que resonó en el hueco de la escalera.

Göran era capitán de un buque mercante y trabajaba en turnos de seis semanas. Seis semanas a bordo y luego seis semanas de vacaciones. Llevaban así cinco años. Karin recordó que, al principio, él le había prometido que si su trabajo llegaba a desgastar la relación, se buscaría una ocupación en tierra. Pero, por alguna razón, nunca encontraba nada que valiera la pena. Ella lo había acompañado varias veces a bordo del barco y sabía que aquel trabajo le iba como anillo al dedo. Los marineros y el resto de la tripulación respetaban a aquel joven capitán. No sólo porque su familia fuera la propietaria de la embarcación, sino también por su genuino amor al mar y porque no le hacía ascos a sentarse a arrancar óxido con los marineros, ni a ayudar al cocinero en la cocina. Göran dirigía aquel gran buque con destreza y le encantaba subir al puente de mando por la mañana y ver salir el sol. A Karin le parecía injusto pretender que hiciera otra cosa, pero era difícil mantener una relación que siempre había que reiniciar cuando él estaba en casa y luego volver a suspender cuando se marchaba. Parecía morirse un poco cada vez que se interrumpía, como un viejo quinqué que rellenas de combustible una y otra vez y que, sin que lo detectes, pierde un poco de queroseno entre carga y carga y cada vez quema peor porque nadie se ha preocupado de cortar la mecha.

Durante las seis semanas que Karin estaba sola, siempre había comida en la nevera y una hora de lavandería reservada. En cambio, durante el período en que Göran estaba en casa y cuando todo debería ser más fácil puesto que eran dos para repartirse las tareas, sucedía al revés. La leche, imprescindible para el té de la mañana de Karin y que antes de irse a dormir estaba en la nevera, había desaparecido al día siguiente, porque Göran se la bebía durante la noche. O si no, Karin volvía a casa para descubrir que él no había hecho la compra, contrariamente a lo que había prometido. Como ese día.

Karin tiró de un carro de la compra. El carro chocó contra el contenedor de patatas con un chasquido, como si éste también hubiera tenido un mal día. Una señora mayor que examinaba cada naranja minuciosamente antes de meterla en la bolsa la miró con desaprobación. Karin estaba cogiendo patatas cuando vio que Göran entraba en el establecimiento.

–No estarás enfadada, ¿verdad? Ahora haremos la compra juntos -dijo.

A menudo, hacer la compra juntos significaba que ella compraba y él la seguía a unos pasos de distancia. Karin lo miró con una mueca de cansancio. ¿Realmente pretende que me lo crea?, pensó.

–Puedo ayudarte. ¿Qué nos hace falta? ¿Qué quieres que coja?

Era como tratar con un niño pequeño. Por un momento, Karin consideró pedirle que se encargara de elegir algo bueno para cenar, aunque, pensándolo mejor, decidió que no tenía fuerzas para mantener una discusión en la tienda. Lo más sencillo sería que ella eligiera algo y evitara recibir ayuda creativa de un Göran que, sin duda, diría que le apetecía “algo rico”.

–¿Puedes ir a por el café? – acabó diciéndole.

Göran miró alrededor y luego se dio una vuelta entre los estantes.

Diez minutos más tarde, cuando Karin estaba considerando acercarse a una caja y pedir que lo llamaran por los altavoces, apareció con el café.

Karin echó una mirada al paquete. Un cuarto de kilo de café descafeinado de cultivo ecológico, seguramente carísimo y justa mente lo que no necesitas si quieres espabilarte, pensó. Sin embargo, se resistió al primer impulso de acercarse al estante del café para cambiarlo. ¿Siempre había sido así entre ellos, o la relación acababa de descarrilar? Mientras avanzaban entre las neveras, Göran le dijo que se limitaran a comprar para la cena, puesto que él no sabía lo que haría al día siguiente.

La cajera, con su camisa roja, les sonrió amablemente y Göran se apresuró a pasar al otro lado para empezar a meter la compra en bolsas. ¡Qué listo, así se ahorraba tener que pagar!, pensó Karin mientras introducía su código PIN. Se abrochó la chaqueta fuera de la tienda y acababa de ponerse los guantes cuando sonó su móvil. Al quinto tono consiguió cogerlo sin quitárselos.

–¿Qué? ¿Cuándo? Sí, de acuerdo.

Göran la miró malhumorado, con las manos hundidas en los bolsillos de su anorak verde.

–¿Tienes que irte ahora? Pero si habíamos quedado en pasar un rato agradable, solos tú y yo, este domingo.

No sé cómo te lo tomarías si yo dijera lo mismo cada vez que te vas, pensó Karin, pero en cambio dijo:

–Han encontrado un cadáver en Hamneskár, cerca de Mar strand.

–¿En Hamneskár? ¿La isla del faro? O sin faro, mejor dicho. Pero ¡si ahí no vive nadie!

–Ya lo sé. Suena raro.

Cogieron el ascensor sin decir nada. Para sus adentros, Karin tuvo que reconocer a regañadientes que, en realidad, se sentía aliviada por poder irse. Dejó las bolsas con la comida sobre la encimera de la cocina y rogó que los artículos encontraran solos el camino hasta la nevera.

Sacó la mochila y las botas de montaña del armario ropero, y luego intentó elegir entre dos jerséis gruesos de cuello alto; final mente, optó por meter ambos en la mochila. Se dio una ducha rápida y se vistió: ropa interior, jersey y téjanos. Se puso calcetines de lana y se calzó las botas. El invierno se obstinaba en quedarse, a pesar de que el calendario indicaba que ya era primavera. Su pelo rubio se erizó por la electricidad estática del jersey, aunque al final consiguió bajarlo ayudándose con las palmas mojadas. Se lo volvió a recoger en una coleta. Se puso la chaqueta náutica amarilla, una Musto Offshore, su preferida. Junto con sus pantalones correspondientes, la había resguardado de la lluvia y el frío tanto en aguas suecas como escocesas. Además, la chaqueta tenía incorporado un cinturón de seguridad que Karin solía utilizar cuando se veía obligada a subir a cubierta con mal tiempo. Se metió la hebilla del cinturón en el bolsillo de la chaqueta, donde siempre la guardaba. Göran refunfuñó al verla vestida de esa guisa, le parecía ridículo ponerse una chaqueta náutica si no pensabas salir a navegar.

Karin escudriñó la estantería antes de acercar una silla para sacar tres libros. Finalmente, se decidió por dos, que fueron a parar a la mochila, junto con una linterna y una libreta. Se despidió con un “hasta luego”, sin siquiera darle un beso a Göran.

Diez minutos más tarde se sentaba en el coche caldeado de Carsten mientras fuera empezaba a caer una típica lluvia de Goteburgo, de gotas finas y frías, más parecida a una neblina húmeda que a lluvia de verdad. Las pequeñas gotas se colaban por todas partes y ha cían que te helaras hasta la médula. Carsten la miró y sonrió al ver que se había traído una carta marina.

–Siento haberos estropeado la noche de domingo -dijo.

–Ya estaba estropeada -contestó ella, y se quitó la gorra que la protegía del viento, ya mojada en los escasos cinco metros que había recorrido hasta el coche.

–¿Tan mal están las cosas? – preguntó Carsten, de pronto serio.

Ella reflexionó y pensó que hacía tiempo que no se reía en compañía de Göran.

–¿Cómo estás tú? – inquirió, poniendo fin a sus preguntas.

El comisario de la brigada criminal Carsten Heed no solía trabajar sobre el terreno. Aunque hubiera querido hacerlo, el trabajo administrativo ocupaba la mayor parte de su tiempo.

–Bien, gracias, me he librado por los pelos del guiso de los domingos de Helene. El aviso me ha llegado como un regalo del cielo.

–Rió con ganas.

Karin sonrío y notó que empezaba a relajarse. Subió la calefacción del asiento al máximo.

–¡Vaya tiempo tan mierdoso! – Era fácil darse cuenta de que Carsten era danés, sobre todo por el uso que hacía de la palabra “mierda”. Echó un vistazo al cielo plomizo y movió la palanca de los limpiaparabrisas. No parecía haber una posición que se adaptara a aquella lluvia, y las escobillas chirriaban contra el cristal-. Bueno, pues como te iba diciendo, hemos recibido una llamada sobre el hallazgo de un cadáver en uno de los anexos de Hamneskár. Hombre. La policía marítima ya está allí para acordonar la zona. Estaban cerca del lugar.

–¿Acordonar? ¿Hamneskár? Pero si allí no vive nadie y la isla tiene la superficie de un sello.

–Según la policía marítima, en la isla hay una cuadrilla de trabajadores que están restaurando las antiguas viviendas del faro. No sé si pernoctan allí.

–Ya veremos -dijo Karin.

Carsten sonrió al ver los libros que ella había metido en la mochila. Entre lo que hojearon y leyeron se hicieron una idea de la pequeña isla a la que se dirigían. Karin leía en voz alta, pero procuraba echar un vistazo a la carretera de vez en cuando, para no marearse.

–Hay una Carta Real de 1724 que menciona la necesidad de un faro, pero dice que la isla es demasiado pequeña para ser habitada.

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