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Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (3 page)

BOOK: La mujer del faro
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En su lugar, levantaron un faro en la fortaleza de Carlsten, en la isla de Marstrand. Estuvo en uso durante un siglo, hasta que finalmente construyeron uno en Hamneskár. El constructor del faro fue Nils Gustav von Heidenstam, el hijo del poeta. El faro era de un tipo nuevo que llamaban “Heidenstam” o faro de miriñaque, pues parecía un miriñaque con su esqueleto cónico de hierro alrededor de un pilar. El uno de noviembre de 1868 se encendió por primera vez el faro de Pater Noster. Ese mismo año, el vigilante del faro (más tarde farero) Olof Andersson y su esposa Johanna se trasladaron a la isla. Vivieron allí más de veinte años.

Karin miró la fotografía de la pareja. La mujer estaba sentada en una silla, con el pelo recogido en un moño tirante y las manos sobre las rodillas. Tenía una mirada decidida. Llevaba un broche en el cuello y un vestido largo que le llegaba hasta las botas negras de cordones. El marido estaba de pie, detrás de ella, con una mano sobre el hombro de su mujer.

En Kungálv dejaron la autopista y enfilaron la carretera 168 en dirección a Marstrand, una vía mucho más pequeña y sinuosa. Una carretera típicamente sueca de los setenta.

–Bien… En 1964 el faro se automatiza y deja de tener farero, y en 1977 se clausura para ser sustituido por el de Hátteberget, que se encuentra a las afueras de Marstrand, y por el faro de Skallen, en la misma isla de Marstrandson.

Karin levantó la vista. El repiqueteo contra el parabrisas había disminuido al llegar a la cima de Nordón. La ensenada meridional que discurría a lo largo de la carretera estaba helada y su superficie tenía el aspecto de un grueso cristal congelado. Resultaba casi imposible imaginarse que debajo pudiera haber agua y seres vivos, pensó Karin. Aquello podría haber sido la prolongación de un campo de cultivo, pues no se percibía ningún desnivel en la campiña cubierta de nieve. En el canal de Instó, entre Nordón e Instó, había un pasaje estrecho libre de hielo, constató cuando cruzaron el alto puente de Instó. Carsten redujo la velocidad.

–El faro de Vinga -anunció Karin, y señaló en dirección al cono de luz que barría el cielo a lo lejos. Se estremeció de placer. Desde que era una niña le había parecido algo muy especial salir a navegar de noche y dejarse guiar por los faros titilantes.

–¿Puedes llamar a Lasse, el práctico del puerto? Él nos llevará a Hamneskár. – Carsten le pasó su móvil-. No he introducido su número en la agenda, pero es el último que he marcado.

Karin cogió el teléfono.

La sarta de perlas que formaban las pequeñas islas conectadas mediante puentes hacía que se pudiera llegar de tierra firme a Koón. Si querías seguir hasta Mastrandsón tenías que tomar el ferry desde Koón y cruzar el pequeño estrecho. El sol teñía el cielo de colores maravillosos y, al fondo, se alzaba la fortaleza de Carlsten como una atalaya que velaba sobre las pequeñas casas. Karin estaba acostumbrada a verlo todo desde el mar. La sensación nunca era la misma si llegabas hasta allí en coche.

Carsten aparcó delante del edificio de la Dirección General de Navegación y quince minutos más tarde se encontraban a bordo de la embarcación del práctico, de color naranja, con Lasse al timón. Llevaba un jersey típico de pescador y les dio un apretón de manos cálido y firme. Karin se movía con soltura por el barco. Ya ni siquiera

recordaba las veces que había ido en esa clase de embarcaciones en Kalmarsund y Helsingborg para recoger o dejar a Göran, o para saludarle a bordo del buque. El práctico solía abarloarse a un costado, luego izaban o bajaban las maletas, y finalmente subías por la escala que descolgaban desde la borda. Una vez le había dado una sorpresa a Göran. Habían hablado por la mañana y él había sonado tremendamente deprimido. Karin sabía que pasarían por Kalmar a lo largo del día y decidió saltarse las clases. Llamó al primer oficial del puente, que le prometió sincronizar la llegada del barco con su tren de Goteburgo sin decirle nada a Göran. Consiguió llegar a Kalmar y subir a bordo sin que él sospechara nada. El recuerdo la hizo sonreír.

El práctico se deslizó a través del puerto de Marstrand y tuvo que esperar a que el ferry cruzara el pequeño estrecho entre Koon y Marstrandsón. El hombre que gobernaba el ferry saludó alegremente.

–Mi vecino -aclaró Lasse.

–¿Que está casado con tu hermana o tu prima? – preguntó Karin con socarronería.

–Pues ni una cosa ni otra. Pero si crees que tengo un aspecto algo raro se debe precisamente a que la gente de aquí nos casamos con los primos del vecino y, de hecho, la mayoría de los que conozco no han cruzado siquiera el puente de Instó, ni han estado nunca en Goteburgo.

Lasse le sonrió. Karin se rió.

–Qué bonita está la ciudad en torno al puerto -comentó Carsten.

–Me temo que llamarla ciudad a estas alturas es una exageración, a pesar de que Marstrand sí fue, en su día, una ciudad. Sea como fuere, bonita lo es un rato. Siempre disfruto de las vistas, por muchas veces que pase por aquí durante el día.

Las antiguas casas de madera de colores pastel se extendían a lo largo del muelle adoquinado, aguardando a los veraneantes que en breve volverían a ocuparlas. Las terrazas estaban desiertas, pero empezaban a encenderse luces aquí y allá en las ventanas. Karin se preguntó cuántas serían encendidas por una mano humana y cuántas por un temporizador programado. Las casas se apretaban las unas contra las otras y trepaban por las laderas de la isla en dirección a la fortaleza. Unas pocas todavía tenían placas de amianto en el exterior

y cortinas de encaje en las ventanas. Detrás de ellas se vislumbraban algunas casas antiguas, auténticamente de Marstrand, a cuyos habitantes les parecía innecesario encender las luces tan temprano y tenían intención de seguir a oscuras un rato más. Karin, que había paseado numerosas veces por las antiguas calles del pueblo, había tomado nota de que la gran mayoría de las viviendas estaba en perfecto estado, y que un elemento recurrente era la casa pintada de blanco con un balcón con estrellas talladas en la madera. Por lo visto, era obligatorio que en los balcones hubiera muebles blancos de estilo clásico con una cruz en el respaldo. También podían ser de teca, con cojines azul marino. Como si le leyera el pensamiento, Lasse dijo:

–Demasiado caras. – Apuntó con la cabeza en dirección a las hermosas casas y se encogió de hombros con resignación-. A los políticos les gusta hablar de lo importante que es mantener vivos los pueblos de la costa, a la vez que se quejan, por ejemplo, de que la escuela de Marstrand supone un gasto innecesario. La cruda realidad es que son pocos los que se pueden permitir vivir aquí, teniendo en cuenta el alza de los precios y el valor catastral galopante. Si quitan la escuela, no quedará más que una ciudad fantasma. Un decorado bonito. – Señaló una vieja edificación de color amarillo pálido-. Mi abuela nació allí. Mi hermana y su familia viven en la casa, pero no sé cuánto tiempo podrán seguir manteniéndola. En verano alquilan habitaciones para sacar un poco de dinero y poder pagar los impuestos.

Karin no podía más que darle la razón en cuanto a la transformación de la costa occidental. Habían desaparecido los viejos pescadores que, a pesar de sus toscas manos, limpiaban y preparaban el pescado con dedos sorprendentemente ágiles. También habían desaparecido, hacía tiempo, los secaderos y la mayoría de las casas de amianto. Si bien es verdad que las viviendas nunca habían estado tan bien conservadas, tampoco nunca habían estado tan vacías y oscuras como ahora. Lenta pero inexorablemente se iban extinguiendo las antiguas comunidades de pescadores. La última casa del lado derecho tenía un perfil muy familiar que a menudo aparecía en las postales de Marstrand. Carsten señaló una pequeña, gris, en el lado de Koón.

–¡Menuda ubicación!

Dejaron atrás la casa gris y Lasse dirigió la embarcación a través de la bocana norte, hacia el fiordo de Marstrand. Les comentó que aquella casa había sido anteriormente la residencia de verano de P. G. Gyllenhammar.

–Lyktudden o Lyktan. Aunque la mayoría la sigue llamando la casa de P.G. Por cierto, está en venta por unos cuantos millones. Supongo que se la quedará gente con mucho dinero pero poca raigambre. El que sienta envidia siempre podrá alegrarse pensando que los propietarios tendrán que pintarla bastante a menudo. No porque lo vayan a hacer ellos mismos, pero, aun así, es un esfuerzo. Fue la antigua vivienda de un farero y estuvo en uso hasta 1914. Originalmente, el faro estaba incorporado a la vivienda, todavía lo podéis ver.

–Lasse señaló una construcción cuadrada de cristal en la esquina sudoeste de la casa-. En 1914 se construyó una garita separada. El nuevo faro era uno moderno de la marca AGA. A lo mejor ya habéis oído hablar de Gustaf Dalén, el padre de la tecnología farera sueca.

Recibió el Premio Nobel en 1912 por su importante contribución a la ciencia. AGA son las siglas de AB Gasaccumulator, y era el nombre de la compañía de Dalén que fabricaba los faros. Los faros AGA tenían un sistema de automantenimiento, lo que significó que se acabara prescindiendo del personal del faro y se vendiera la casa. El anexo de cristal es lo único que queda, una reminiscencia de una época pasada.

El sol les recordó que ya había pasado la mayor parte del día cuando se introdujeron de lleno en el crepúsculo con Hamneskár en la distancia. Karin sintió una vaharada de felicidad que sólo un mar en calma lleno de oro líquido podía proporcionarle. Suspiró. Era increíblemente bello.

–Muy pocas veces se ve el fiordo de Marstrand tan calmo -dijo Lasse, y volvió la cabeza hacia Karin. Señaló con el dedo en dirección a los gneis delicadamente redondeados. El viento y el agua salada los habían esculpido durante milenios y, vistos desde aquella distancia, resultaba difícil imaginarse que fueran sólidos-. Cuando estás sentado en las rocas, ves que el mar se ralentiza, que se levanta y baja lentamente, como si no fuera de agua sino de aceite. Solemos decir que ondea.

–¿Que ondea? – dijo Karin-. Nunca lo había oído decir.

–Repitió la palabra para sus adentros, la saboreó y le pareció que sonaba bonita, en cierto modo apacible.

–La isla de Pater Noster está formada por un montón de pequeños escollos e islotes. – Lasse les contó que el nombre de Pater Noster se debía a que los marineros que surcaban esas aguas solían rezar esa oración antes de atravesar los temidos escollos frente a Marstrand-. El taro está situado en uno de los últimos islotes, pero la superficie de la isla en sí no supera los, digamos… doscientos cincuenta metros de largo por unos ciento cincuenta de ancho. Aquí fue donde emplazaron el faro de hierro más grande de la costa oeste, a treinta y dos metros sobre el suelo. Sorprendente, ¿verdad?

Karin lo escuchaba y absorbía cada pequeño detalle. Asintió con la cabeza.

–Pater Noster quiere decir Padre Nuestro en latín -aclaró-.

Existen muchos islotes Pater Noster en todo el mundo, pero en realidad la isla se llama Hamneskár, el islote de Hamne. Es el faro el que se llama Pater Noster, aunque la gente de por aquí suele referirse también a la isla con ese nombre.

Una bote a motor pasó por su lado a toda velocidad.

–Roland Lindstróm, el capataz de Hamneskár -dijo Lasse-. Hoy en día, todo el mundo tiene mucha prisa.

La gente que se encargaba del faro debía de poseer un carácter especial. Karin pensó en la fotografía del farero y su esposa encon trada en el libro. Lasse les contó que la cuadrilla de albañiles que estaba reparando los edificios se había establecido en Hamneskár hacía un mes. Había tanto suecos como polacos. La idea era que estuviera todo listo para cuando trasladaran el faro de vuelta a la isla y fuese reinaugurado para el solsticio de verano.

–Una empresa constructora piensa edificar un albergue y un centro de conferencias en la isla -añadió Lasse mientras maniobraba con mano firme el timón a través del estrecho pasaje entre los espigones, tan cerca que podían tocarlos con la mano desde ambos costados del barco-. Hamneskár -anunció poco después, y Carsten y Karin desembarcaron en el pequeño muelle.

La isla presentaba un aspecto completamente diferente sin el conocido faro de Heidenstam. El práctico no les había preguntado qué los llevaba a la isla y Karin se preguntó si ya lo sabría. Cuando los hubo dejado en tierra y el sonido de su motor se fue apagando a lo lejos, les sorprendió el silencio y la calma. Además del barco de la policía, en el pequeño puerto había un bote de trabajo de aluminio, el mismo que los había adelantado antes en el fiordo. Un hombre que llevaba varios días sin afeitarse salió a su encuentro. Carsten se presentó sin darle tiempo a decir nada.

–Carsten Heed, brigada criminal de Goteburgo. Y mi colega Karin Adler.

–Muy bien -dijo el hombre con voz cansina.

–¿Le importaría decirnos quién es usted? – Karin le dirigió una sonrisa afable.

–Por supuesto. Disculpadme. Roland Lindstróm, capataz -dijo el hombre, y les ofreció una mano ruda-. La policía marítima está aquí. – Hizo un gesto con la cabeza en dirección al barco policial,

gris azulado, y luego señaló las cintas de plástico con rayas azules y blancas que ondeaban al viento un poco más allá.

–¿Estaba usted allí cuando encontraron el cadáver?

El hombre esquivó su mirada y aparentó pensar la respuesta. A pesar de sus muchos años de trabajador perspicaz en el sector de la construcción no era muy hábil a la hora de poner cara de póquer.

–Bueno, sí, podríamos decir que sí.

–¿Fue usted quien nos llamó? – prosiguió Karin, sabedora de que quien había llamado para dar el aviso tenía un marcado acento extranjero.

–Eh, bueno, digamos que…

Carsten se fue a hablar con la policía marítima, mientras Karin sacaba su libreta. Anotó la fecha, el nombre del capataz y dónde se encontraban, ofreciendo de ese modo unos segundos más a Roland para pensar. Parecía necesitarlos.

–Vamos a ver, Roland. – Había llegado la hora de sonsacarle alguna respuesta-. Entonces, no fue usted quien llamó. Y sin embargo sabía que alguien había encontrado un cadáver. ¿Es correcto?

–Karin alzó la vista y lo miró.

–Eh, sí, es correcto…

–Entonces me pregunto, y no creo que pueda sorprenderle, por qué no nos llamó usted.

El capataz suspiró resignado y le explicó la situación. Le habló de los polacos que habían encontrado al hombre y estuvo de acuerdo en que, naturalmente, habían hecho lo correcto. Lo único que se calló fue un par de detalles, entre ellos su bonificación, aunque ésta había resultado inútil.

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