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Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (10 page)

BOOK: La mujer del faro
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La mujer tenía el pelo corto en punta y teñido de un rabioso rojo, semejante a un cepillo de cerda basta. Se sentaron en una sala anónima con unas cortinas tristes y un viejo retroproyector en una esquina. Las paredes tenían un color “champiñón mustio” o algo parecido. Una moqueta de linóleo, práctica y sin duda resistente, cubría el suelo, y a lo largo de las paredes habían colocado unas librerías, seguramente sobrantes de algún otro lugar, ahora tristemente vacías. La mujer había apretado el botón que encendía una lamparita roja encima de la puerta, del lado de la recepción, que indicaba que la sala estaba ocupada. Sara tuvo la sensación de que la habían convocado para interrogarla.

–Bueno… Vamos a ver, Sara. Tengo que rellenar estos impresos para que podamos hacernos una idea de tu situación. – Maria señaló unos papeles con casillas impresas y ella notó que el aliento le olía a tabaco-. Así que adelante, cuéntame.

Poco a poco, empezó a explicarse con la mayor objetividad posible. Intentaba expresarse de manera especialmente clara, pero la mujer, al otro lado de la mesa, no paraba de interrumpirla.

–¿En qué trabajas?

Sara deletreó el nombre de la empresa y luego explicó a qué se dedicaba y los proyectos interesantes en que trabajaba. Viviendas para plataformas de petróleo y de gas natural. Proyectos de gran envergadura cuyo coste iba de los cincuenta a los mil millones de coronas.

–¿Ah, sí? – dijo Maria sin mayor interés. No parecía escucharla-. ¿Y tú sola has llevado proyectos así?

–¿Sola? No, la verdad es que hay bastante gente implicada.

Hasta seiscientas personas. Yo me ocupo de la parte económica y del sistema de gestión de proyectos.

–La economía del proyecto -resumió Maria. Sara le miró las uñas amarillentas por la nicotina mientras garabateaba en el papel-. Y tú que tienes tan buena preparación, ¿cómo es que no puedes trabajar? – Se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y le lanzó una mirada crítica.

–Ahora mismo no me siento bien. – Sara se mordió la mejilla por dentro. Vaya eufemismo.

–Todo el mundo puede trabajar. Al menos media jornada, ¿no te parece?

¡No!, deseó gritarle Sara. Realmente no lo creía. No te enfades, contesta con calma y no ye vayas por las ramas. Se aclaró la garganta y respondió:

–Ahora mismo estoy en baja forma, deprimida, y necesito un poco de ayuda. Es difícil cuando no paras de llorar en el trabajo. No parece muy profesional. – Recordó la reunión en que había fingido que se le había metido algo en el ojo y fue al servicio. Una vez allí, no pudo reprimir las lágrimas, aunque al final se armó de valor, se retocó el maquillaje y volvió sonriente a la reunión.

–Llorar es normal. ¿Procedes de un hogar donde no estaba permitido llorar? – preguntó Maria.

–No, no creo, pero…

–Podrías tomarte una pastilla y luego ir a trabajar.

La mujer prosiguió con su discurso y, al final, clavó el cuchillo donde más dolía:

–Veo que tienes hijos pequeños. Ellos necesitan a su madre. Ahora no puedes ponerte enferma. – Sonrió y dejó el bolígrafo sobre la mesa.

Ya no hubo manera de detener las lágrimas que empezaban a resbalar por sus mejillas. ¿Realmente tenían que decirle esa clase de cosas? Porque no era que ella no quisiera trabajar, sino que ahora mismo no podía. Debería haber ido acompañada por alguien capaz

de refutar esos argumentos. Sara sencillamente no tenía fuerzas para hacerlo y ahora aquella bruja, con aquel pelo horroroso, la estaba humillando.

–Recupérate, ¿de acuerdo?

Maria le dio un abrazo enérgico y la condujo hasta la puerta, que al cerrarse a sus espaldas accionó el cierre codificado.

Sara se abotonó la chaqueta y se anudó la bufanda, pero no sirvió de nada, porque el frío acabó colándose en su cuerpo. Se sentía tremendamente inútil. Se hundió en un asiento del autobús 312 con destino a Marstrand. A medio camino, recordó que había olvidado el coche en Kungálv.

Roland Lindstrom había metido el hallazgo en una bolsa de plástico. Sin duda se trataba de la misma en que había guardado sus bocadillos, porque olía a salchicha y dentro todavía quedaban migas. Había tomado la barca del trabajo de Pater Noster a Marstrand, y ahora estaba amarrada con el motor funcionando y la marcha puesta, golpeando la proa contra el muelle de piedra una y otra vez.

–Lleva grabados dos nombres y una fecha -dijo Roland, y le pasó la bolsa con el anillo de oro a Karin.

–¿Dónde lo encontró? – preguntó Folke.

–No fui yo, fue uno de los compañeros. Tendré que consultársele y volver. – Roland miró a Karin.

–Lo -corrigió Folke-. No se dice consultársele, se dice consultárselo.

–Vaya. No es sólo policía, sino también policía de la lengua -replicó Roland, pero a Folke no pareció hacerle ninguna gracia.

En cambio, ella no pudo evitar sonreír, aunque evitó que Folke lo advirtiera.

–Aquí tiene el número de mi móvil. – Karin le dio su tarjeta de visita, al tiempo que se metía la bolsa de plástico con la alianza en el bolsillo.

–Le doy el mío también -dijo Folke, y lo anotó en una hoja que arrancó de su agenda. Karin lo miró sorprendida, no era propio de él hacer algo así.

Roland echó un vistazo al papel.

–Semana nueve -dijo-. Pues tendrá que apañársela sin ella. Porque se dice “ella” y no “él”, ¿verdad?

–Sí, y los ciudadanos de Marstrand pronto tendrán que apañárselas sin el muelle si su barca sigue golpeándolo mucho más

tiempo -contestó Folke, y miró reprobador hacia la barca de aluminio que no paraba de dar topetazos.

–Gracias, Roland -interrumpió Karin, y agarró a su compañero del brazo antes de que pudiese decir nada más-. ¿Nos largamos, Folke?

Roland los siguió con la mirada mientras se alejaban. Luego subió a su bote y salió marcha atrás. Puso proa a la bocana norte a bastante más velocidad que los cinco nudos permitidos en el puerto.

–Cuando dices “nos largamos”, ¿a qué te refieres exactamente?

–preguntó Folke.

Una pareja de ancianos que se acercaban por el muelle cogidos del brazo los miró. El hombre saludó con la cabeza y se tocó la visera de su gorra marinera. Un viejo perro labrador los seguía con paso cansino.

Karin sonrió y le devolvió el saludo, antes de bajar la voz y replicarle a Folke:

–¿Hablas en serio? ¿A qué te dedicas tú, Folke? – Notó cómo se le encendían las mejillas, al parecer ofendido.

–No sé de qué me estás hablando.

–Estamos realizando una investigación, ¿no? – dijo Karin en tono cortante.

–Es cierto, pero yo creo que es importante que la gente se ex prese de manera correcta.

–En eso coincidimos, pero para mí la corrección implica mostrarse amable y cortés. No puedes dedicarte a corregir a las personas todo el tiempo. Es de mala educación y la gente se molesta, lo que, a su vez, conlleva que no tenga ganas de hablar con nosotros ni de andarnos.

–Alguien tiene que explicarles cómo hay que hablar. Si no, todo el mundo acabará diciendo cosas como “de puta madre”. Porque “de puta madre” es algo negativo y, por lo tanto, no puede ser bueno, ni molar. Por cierto, ¿qué significa “molar”? ¿Te has dado cuenta de cómo hablan los niños hoy en día? Recuerdo cuando…

Karin decidió interrumpirlo antes de que volviera a contarle lo difícil que era tener que andar siete kilómetros para llegar al colegio y, además, por la nieve, puesto que nadie la quitaba.

–Sí, claro, pero, a fin de cuentas, la lengua es un ente vivo y se desarrolla constantemente. De lo contrario, todos hablaríamos en sueco antiguo. ¿Es así como te gustaría que fuera? – preguntó Karin.

–Suelo escuchar un programa de radio muy interesante en la cadena Pl. Se llama La lengua. Un profesor que participa siempre dice que…

Karin desconectó y respiró hondo un par de veces. Cuenta hasta diez, pensó. Robban, ponte bien cuanto antes.

Robert Sjólin, Robban para los amigos, era el compañero de Karin y quien la había convencido, después de tres años en el servicio de guardia, para que se pasase a la brigada de reconocimiento. En realidad, no fue un paso tan grande. En el servicio de guardia, su cometido como responsable de la sección había sido aclarar qué había sucedido en el lugar de los hechos. Si no se conocía el autor material del crimen, la brigada de reconocimiento se hacía cargo del caso o, si no, terminaba en la mesa de la brigada de investigación criminal. Karin había colaborado a menudo con Robban y sus colegas de la brigada y, finalmente, él consiguió convencerla de lo cómoda que estaría y lo bien que encajaría allí. De eso hacía más de un año. El trabajo discurría ágil y sin problemas; la verdad, hasta ese mismo día no había comprendido hasta qué punto sin problemas. Ahora, Robban estaba enfermo en casa y ella estaba allí con Folke. Lo mejor sería sacarle el mayor provecho posible a la situación.

–¿Tú qué dices, Folke? ¿Volvemos al ferry a ver si encontramos un sitio donde almorzar y decidir nuestros próximos pasos?

Folke masculló algo a modo de respuesta, pero apretó el paso. Karin se lo tomó como un sí. El viejo y conocido café Berg, con me sas y sillas montadas en el muelle, estaba al abrigo del viento y recibía el sol primaveral. Folke tomó asiento en una de las sillas que se habían secado. Karin se sentó enfrente. Cerró los ojos y disfrutó del cálido sol unos momentos, antes de levantarse de un brinco: la humedad ya le había traspasado los pantalones.

–Mierda -masculló, y al punto se arrepintió del improperio, temiendo una reprimenda de Folke, que sin embargo no dijo nada.

La cosa no mejoró cuando constataron que, lamentablemente, en aquella época del año el café sólo abría los fines de semana. Al final acabaron en el café Matilda, también en el muelle. Unas sillas mojadas aguardaban a los clientes alrededor de una mesa inestable sobre los adoquines. El camarero pasó un trapo por las sillas y la mesa y les puso cojines.

–Un café-pidió Folke, y cuando el camarero se alejó preguntó-: ¿Es que no vamos a poder pedir comida de verdad?

–Pero querido Folke, el otro sitio también era un café. Podrías haberme dicho que no querías comer en un café -respondió Karin, que había pedido café con leche, y no pudo reprimirse-: Tengo que preguntártelo. Cuando dices “comida de verdad”, ¿a qué te refieres exactamente? ¿Existe la comida de mentira? – Se preguntó si habría ido demasiado lejos y señaló un cartel que ponía “Menú del

día, 99 coronas”, absteniéndose, eso sí, de comentar lo desvergonzadamente caro que le parecía.

En cambio, Folke no se calló nada.

–Noventa y nueve coronas, bebida no incluida, por un almuerzo. Sería caro en condiciones habituales, pero sin bebida… Tengo una fiambrera en la comisaría.

–¿Ah, sí? ¿Te parece que volvamos a recogerla? Finalmente pidieron el menú del día.

A pesar de que eran muy diferentes, tenían que poder trabajar juntos como policías. Al fin y al cabo, tenían un mismo objetivo, o al menos deberían tenerlo. ¿Por qué Folke se lo ponía tan difícil? ¿La consideraría él igual de pesada? En tal caso, ¿era porque era chica y más joven que él? ¿O porque había asumido el mando? Decidió dejar que Folke tomara alguna iniciativa. Se sacó el anillo del bolsillo sin retirar la bolsa de plástico y se lo dio.

Él lo giró para leer la inscripción grabada en el interior.

–Siri y Arvid, tres de agosto de 1963. Es posible que se trate del mismo Arvid que aparecía en la lista de desaparecidos de Sten.

–Y razonó-: Si la pareja se casó en la iglesia de Marstrand, debería aparecer en los antiguos registros parroquiales. – Miró a Karin, que asintió con la cabeza. El registro civil sueco era conocido por su minuciosidad y se remontaba a tiempos inmemoriales.

–Nos acercaremos a la iglesia después de comer -dijo ella, y tomó un sorbo de su café con leche. Contempló el pequeño estrecho entre Koón y Marstrandsón. El ferry iba y volvía con regularidad, ilustrando a la perfección el ritmo lento de aquella diminuta sociedad. Era como si el tiempo avanzara más despacio que en Goteburgo, como si tuviera más valor. A pesar del sol hacía frío si se estaba quieto, y la humedad en el trasero no mejoraba la cosa. Karin estaba tiritando.

El camarero se acercó con dos platos de salmón escabechado y patatas en salsa de eneldo que despedían un aroma delicioso y estaban muy bien presentados.

–Podría ser peor. – Karin miró a Folke, que asintió con la cabeza.

–No está mal -dijo Folke, y tomó un bocado más de su plato.

Era lo más positivo que había dicho en todo el día.

Un grupo de mamás con carritos que paseaba por el muelle se instaló en la mesa de al lado. Una de ellas se subió el jersey y empezó a darle el pecho a su hatillo, un niño, a juzgar por las ropas azules. Karin rogó que Folke no soltara ningún comentario y se puso nerviosa al ver que se levantaba, pero para su alivio se dirigió al interior

del café. Volvió enseguida con un gran vaso de agua que, para sorpresa de Karin, dejó delante de la madre lactante.

–Vaya, ¡qué servicio! Muchas gracias. – La madre le ofreció una sonrisa de oreja a oreja.

Folke se sentó y siguió comiendo su salmón escabechado como si nada.

–A4i hija acaba de tener un hijo -explicó al notar la mirada inquisitiva de Karin-. Siempre le entra mucha sed cuando da de mamar.

–No lo sabía. Que habías sido abuelo, me refiero. ¡Felicidades!

Era un tema de conversación neutral, pensó Karin, y se esforzó por hacer unas preguntas más, antes de que volviera a hacerse el silencio. Era sorprendente lo poco que se le ocurría preguntarle a un abuelo reciente. Sin duda, a una abuela le hubiera preguntado más cosas, sobre el alumbramiento y sobre la madre, pero ¿a un abuelo? Bueno, tampoco tenía por qué ser ella la que siempre sacara adelante el trabajo y los temas de conversación. ¿O sí?

La iglesia de Marstrand estaba, muy oportunamente, en Kyrkogatan, la calle de la Iglesia. El bello y blanco edificio de piedra era de la Edad Media y a través de sus gruesos muros se oía débilmente
Ya llega la primavera
. Mientras esperaban, Karin leyó la tabla conmemorativa dedicada al pastor de la iglesia Fredrik Bagge que colgaba en la pared. La música de órgano se apagó y del recinto salió a paso lento una procesión de gente vestida de negro, la mayoría pertrechada con bastones o andadores. Su vestimenta contrastaba abiertamente con los muros blancos del edificio y los hinchados brotes de los árboles.

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