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Authors: Ann Rosman

La mujer del faro (9 page)

BOOK: La mujer del faro
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Notó que su estómago empezaba a reaccionar. Se puso en pie, pero tuvo que apoyarse en la pared cuando se le nubló la vista. Era un efecto secundario de las pastillas que tomaba. Por muy despacio que se incorporase, siempre se le nublaba la vista. Aferrada a la blanca barandilla de madera, bajó la escalera lo más rápido que pudo. Apenas le dio tiempo a sentarse en el váter y agarrar el cubo metálico. Parecía pipí y, sin embargo, lo que salió eran heces. Fue como abrir dos grifos, pues pronto empezó a vomitar. Le brillaba la frente por el sudor frío. Al rato, se le calmó el estómago y dejó el cubo en el suelo de gres azul con cuidado de no hacer ruido. Cogió un trozo de papel higiénico y se secó la frente y la boca.

Permaneció sentada un buen rato, con la espalda encorvada y el rostro apoyado en las manos. Al final, el asiento del váter se le hincó en los muslos, que empezaron a dolerle. Se incorporó, abrió el grifo y dejó que el agua corriera un rato para que saliera muy fría. Se humedeció la cara y luego bebió metiendo la cabeza bajo el grifo. Enjuagó el cubo, se domeñó un mechón de pelo con las manos húmedas y se miró en el espejo. Un par de ojos inyectados en sangre y bordeados de círculos morados la miraban vacilantes. ¡Dios mío, qué mal aspecto!

Notó algo suave contra sus piernas desnudas. El gato. No ronroneó, como solía hacer, sino que se frotó mansamente y la miró meditabundo. Subió la escalera hasta el piso superior con la mano apoyada en la barandilla. Con movimientos rápidos y diestros encendió el calentador de agua y, mientras ésta se calentaba, sacó un tazón grande, una bolsita de té, miel y leche. Tomas se levantaría pronto para ir a trabajar, de modo que aprovechó para prepararle el desayuno, ya que estaba despierta. Así, él podría irse rápidamente y ahorraría tiempo. El banco de la cocina con sus mullidos cojines invitaba a sentarse, pero Sara se dejó caer en una silla con una taza de té en las manos. El reloj del horno marcaba las 5.36. Se quedó mirando la lluvia mientras el té se enfriaba y las gotas repiqueteaban contra el tejado metálico del porche. El coche estaba aparcado en en el sendero de entrada, con el morro hacia la casa, constató. Se calzó unas botas de agua en los pies descalzos y salió corriendo bajo la lluvia para sacar el coche y aparcarlo en la calle, así Tomas no tendría que maniobrar marcha atrás y se ahorraría unos minutos. Él estaba en el vano de la puerta del dormitorio cuando Sara volvió a entrar. Tenía el pelo revuelto y llevaba a Linus en brazos.

–Pero Sara, cariño, ¿qué haces? – le preguntó con preocupación.

–Hola, mi niño, ¿ya estás despierto? – Sara acarició la cabeza de su hijo, sorteando así la pregunta.

–¿Qué hacías fuera?

Ella alzó el periódico que había recogido en el buzón, pero no le dijo que había sacado el coche. Su hijo extendió las manos hacia ella.

–¿Quieres papilla, Linus?

Él sorbió el chupete con fuerza y asintió con la cabeza.

–¿Qué hace el coche aparcado en la calle?

–He aprovechado para sacarlo cuando he salido a por el diario.

–¿También me has preparado el desayuno? Pero, Sara, deberías descansar. Es por eso que estás en casa. Para cuidarte y dormir. Podía haberme preparado el desayuno yo mismo, aunque has sido muy amable.

–No puedo dormir. Me he despertado porque estaba demasiado acelerada. – De repente empezó a sollozar-. Y encima no paró de llorar. ¿Cuándo se acabará esto?

–Ahora mismo, las cosas son como son. Por eso estás en casa.

¿Quieres que no vaya a trabajar y me quede contigo?

–No, no hace falta.

–¿Mamá?

Sara se secó las lágrimas y miró a su hijo.

–¿Sí, cariño?

–Caricia para Linus.

Ella acarició la mejilla de su hijo, que le correspondió. Las cálidas manos del niño rozaron sus mejillas. Primero una, luego la otra. Las lágrimas volvieron a sus ojos. Cogió una caja del armario y sacó el paquete de papilla. Encendió un fuego de la cocina y vertió agua en una cacerola. Añadió el polvo y sacó la batidora del cajón. Su hijo le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la cabeza contra la suya.

Se echaron en la cama con el plato de papilla. Sacó a Linnéa de la cuna y la metió también en la cama. La niña se acabó la papilla, todavía medio dormida. Linus volvió a dormirse tras acurrucarse a su lado. Sara intentó disfrutar del calor de sus pequeños cuerpos. Echó un vistazo a la radio despertador y oyó que Tomas ponía el coche en marcha. Sara debería estar sentada a su lado, de camino al trabajo. Se preguntó qué pensarían de ella sus compañeros.

–¿Dónde están tus zapatos, Linus? – Eran las ocho y media, y todavía les quedaba tiempo para hablar con los pájaros y estudiar los caracoles de camino a la guardería.

–Aquí. – Sus alegres ojos azules brillaron bajo la gorra a rayas.

–Sí, es verdad. Qué bien. ¿Nos vamos? – Sara abrió la puerta.

–Adiós. Miau. – Linus se volvió al llegar a la puerta y agitó la mano.

El gato atigrado de pelaje rojo se hundió aún más entre los cojines del sofá. Ahora podía relajarse, pues sabía que durante un rato largo nadie iría a golpearle la cabeza con un coche de juguete.

–Ahora vamos a… -empezó Sara, y su hijo terminó la frase:

–¡A la guardería! – gritó alegremente. Por suerte, al niño le encantaba la guardería-. Con los amigos -añadió, lo que hizo sonreír a su madre. Hablaba muy bien, teniendo en cuenta que sólo tenía dos años. De los dos, Linnéa era la más taciturna, a pesar de ser la mayor.

–Hoy es martes. Os toca salir a pasear. ¡Qué emocionante!

–Sara se volvió hacia la niña, que asintió con la cabeza.

–¡Hola, Linus! ¡Hola, Linnéa! – Se oyeron unos gritos alegres. Eran Ida y Emil, que se unían al grupo desde la calle perpendicular.

–Hola, ¿qué tal todo? – Hanna, la madre de los niños, le dio un abrazo.

–Ahora no. – Sara hizo un esfuerzo para que su voz no se quebrase.

–Pero ¿qué pasa…? – Hanna se sorprendió-. ¿Puedo hacer algo por ti?

No llores, no llores, pensó Sara, mientras avanzaban por la acera adoquinada en dirección al centro de educación preescolar de Marstrand. Puedes hacerlo, se ordenó. Siempre podrás llorar cuando llegues a casa.

–Hablar de otra cosa. – Parpadeó para ahuyentar las lágrimas.

–De acuerdo. Disculpa. Por cierto, ¿cuándo piensan arreglar esta porquería? – Hanna retiró la pesada barrera de la guardería-. Vale, ya sé de qué podemos hablar. Si tuvieras que mantener un encuentro sexual con uno de estos tres hombres, ¿a quién elegirías?

¿A tu suegro Waldemar, al estupendo y exitoso marido de Diane, Alexander, o al tío Ernst de la residencia de ancianos, ya sabes, el que tiene muchos lunares?

Las opciones de su amiga la hicieron reír.

–Estás enferma, ¿lo sabes? – le dijo.

–Vaya, pues yo creía que la enferma eras tú -contestó Hanna.

Los niños cruzaron la verja de la guardería dando botes, salvo el pequeño Emil, que siguió sentado en su carrito. Cumpliría un año en diez días y todavía se quedaba en casa con su madre.

Las aulas de la guardería tenían nombres infantiles, como Gaviota, Mejillón y Golondrina.

Sara colgó la chaqueta de Linus en la Estrella de Mar y dejó los zapatos en su casilla. Le puso las zapatillas azules, mientras él le acariciaba la mejilla. A Linnéa la ayudó Amanda, la ayudante de la clase de cinco años.

–Mamá -dijo Linus un momento antes de que las lágrimas volvieran a los ojos de Sara. El niño tenía una extraña capacidad para presentir cuando su madre no estaba bien.

–¿Sí, cariño? Ahora mamá se tiene que ir, y Linnéa y tú os quedaréis aquí jugando con vuestros amiguitos.

La maestra había cogido a Linnéa de la mano y ahora cogió a Linus en brazos.

–Vamos a desearle un feliz día a mamá -dijo-. Nos despediremos de ella desde la ventana, ¿de acuerdo?

Sara agitó la mano y les lanzó besos antes de volverse y empren der a paso ligero el camino de vuelta a casa.

Se sentó a la mesa de la cocina y empezó a hojear el diario sin ver nada. Las lágrimas caían sobre las páginas.

–¡Ya basta! – se ordenó en voz alta-. ¡Ponte las pilas! No puedes quedarte aquí sentada lloriqueando. De acuerdo, pensémoslo bien. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Me duele algo? No.

Sí, pensó luego. El alma. Siento que está hecha trizas y que tardará mucho tiempo en remendarse. Tiempo del que no creo disponer.

Llamaron a la puerta. Sara se secó las lágrimas rápidamente y se sonó la nariz. Era Markus, su inquilino alemán.

-
Helio
-dijo él-.
Sorry to disturb. Can I borrow your com puter?

Sara lo dejó entrar y encendió el ordenador del estudio. Markus tenía problemas con su cuenta de correo electrónico y solía usar el ordenador de Sara para enviar sus emails. Espero que no encuentre las claves de la banca electrónica, pensó cuando lo dejó a solas. Cinco minutos más tarde, Markus le dio las gracias y se fue.

Sara se puso los pantalones del chándal, una camiseta y una sudadera. Se ató las zapatillas deportivas y salió a correr. Cuesta arriba, lejos de todas las casas, lejos de la gente. La ansiedad la perseguía. Incrementó el ritmo y poco después el asfalto bajo sus pies fue sustituido por la grava. Sus pulsaciones aumentaron, pero ahora podía culpar al esfuerzo de la carrera y no al ataque de ansiedad. El sendero estaba embarrado y resbaladizo. Sara corría sin hacer caso de los charcos que se habían formado. La humedad caló las zapatillas, que acabaron tan mojadas que con cada paso el agua se le metía entre los dedos de los pies. Al principio estaba fría, pero sus pies la fueron calentando poco a poco. El único ser vivo que se encontró en el camino fue un enorme sapo inmóvil en medio del sendero.

Tenía sabor a sangre en la boca cuando llegó a Engelsmannen, el cabo con vistas al fiordo de Marstrand. A lo lejos se vislumbraban Ástol y Kládesholmen. El paisaje era precioso, pero ella no tenía la calma suficiente para sentarse y disfrutarlo.

El viento traía consigo aroma a sal y tierra. Inspiró el aire fresco e intentó respirar con bocanadas pausadas y profundas. Un aire curativo que ha sobrevolado el mar, pensó.

–Tómatelo con calma. Con calma y con sensatez -se dijo en voz alta, al tiempo que pensaba que una persona que habla consigo misma no puede estar en sus cabales.

Las rocas, con sus líquenes verde pálido, parecían recién lavadas tras la lluvia nocturna. De todas las grietas brotaban pequeñas hojas verdes. La naturaleza volvía a despertar a la vida gracias al sol, a pesar de que las noches seguían siendo frías. Apoyó las manos y la

frente contra la piedra, como si quisiera transferir su desasosiego y su miedo a la roca gris y, a cambio, imbuirse de la calma de la montaña. Se arrodilló, y parecía estar rezando; en cierto modo eso es lo que hacía. ¿Debería llamar al médico para que le aumentara la dosis diaria de pastillas?

En lugar de volver corriendo a casa, se desvió a la izquierda al llegar al pie de las rocas del lado norte de Koón. Era casi imposible ver el sendero; incluso los que sabían de su existencia, a veces tenían problemas para encontrarlo. Hacía un año, habían enterrado el cableado eléctrico en esa zona, pero la naturaleza se había encargado de cubrir rápidamente las huellas dejadas por las excavadoras. La sal y el viento habían desgastado la escalera de hierro forjado, que bajaba traicioneramente resbaladiza. No había barandilla, tan sólo un fino cable de acero que oscilaba sospechosamente cuando te agarrabas a él. Las antiguas fortificaciones militares estaban diseminadas por doquier, imposibles de descubrir desde el mar.

A mitad de la escalera, Sara pasó por delante de un bunker con una puerta de acero oxidada. Siguió hasta el pie de la escalera, y estaba a punto de volver a subir cuando vio a una pareja cerca de la cabaña. Era la primera vez que veía a alguien allí. Las cabañas eran propiedad del Club de Pesca de Goteburgo, pero aquellos dos desde luego no eran pescadores. Se detuvo sorprendida. ¿Qué sucedía? Estaban discutiendo, la mujer gesticulaba con los brazos. Sara estaba demasiado lejos para oír lo que decían y ellos estaban demasiado ensimismados para verla. Instintivamente, dio unos pasos atrás y se escondió detrás de un bloque de piedra. ¿Por qué habían ido hasta allí para discutir? La mujer rebuscó en su bolso y le ofreció un pequeño objeto al hombre, el cual, tras cierta insistencia, acabó aceptando. Desde su posición, Sara no podía ver qué era. El hombre miró el objeto, se lo metió en el bolsillo, se volvió y se alejó. La mujer corrió tras él y lo agarró del hombro, pero él se limitó a negar con la cabeza. Luego, Sara vio cómo el hombre se subía a un bote de aluminio y se alejaba rápidamente.

El corazón le latía con tanta fuerza que, por un segundo, llegó a temer que se oiría. Sumida en sus pensamientos, volvió a subir la es calera. Cuando llegó arriba, se detuvo y respiró hondo, dio la espalda a Ástol y el horizonte azul y volvió corriendo al bosque. No aminoró la marcha hasta los alrededores de su casa. Mantuvo la mirada fija al frente para que nadie que hubiera salido al jardín pretendiese entablar una conversación con ella.

El chorro de la ducha caía sobre su cara, los ojos cerrados. Sara subió la temperatura del agua y se hizo un tratamiento capilar de treinta segundos, aunque en realidad le hacía falta aplicarse una mascarilla de verdad. Sólo eran las diez y media y la reunión en Kungálv no era hasta las dos. El secador de pelo zumbaba cuando descubrió la vela que ardía sobre la mesa de la cocina. Sólo quedaba un cabo muy pequeño, luego empezaría a arder el diario. Sara la había encendido mientras desayunaba con los niños y llevaba encendida desde entonces. Tenía un problema con la memoria, era incapaz de acordarse de nada y mezclaba las cosas. Fue así como empezó todo, cuando, un buen día, en la oficina, no logró recordar los nombres de sus compañeros de trabajo más cercanos. En aquel momento había comprendido que algo iba mal.

Tomas la llamó y se ofreció para acompañarla a la entrevista en la Seguridad Social, pero Sara le dijo que no. No tenía por qué dejar el trabajo por algo así. ¿Cómo no iba a poder hacerse cargo ella sola? A las dos y un minuto en punto se abrió la puerta con cierre codificado de la oficina de Kungálv.

–Sara von Langer. – Una mujer la llamó en voz muy alta, a pesar de que sólo había dos personas más esperando en la sala.

La mujer, que se presentó como Maria, llevaba un jersey a rayas con mangas demasiado largas y una falda marrón descolorida, con dos grandes bolsillos delanteros. A Sara le recordó una falda que había donado con motivo de una recolecta de ropa cuando estudiaba en la universidad, y de eso hacía ya muchos años.

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