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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (32 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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—Tenemos nuestra respuesta —dijo el Guardián del Alma con voz solemne, llena de admiración y temor.

—¿De veras? —Susurró el Puerta—. ¿Y quién puede entenderla?

—Otros mundos... Una puerta de muerte que conduce a la vida... Un hombre que está muerto pero no lo está... ¿Qué podemos sacar en claro de todo eso? — inquirió la Libro.

—Cuando llegue el momento propicio, Krenka-Anris nos lo hará saber a todos —declaró el Alma con firmeza, recobrada ya la serenidad—. Hasta entonces, nuestro camino es claro. Guardián de la Puerta, ya sabes qué hacer.

El Puerta asintió con una reverencia, hizo una última genuflexión ante el altar y se alejó para llevar a cabo su labor. El Guardián de las Almas y la Guardiana del Libro permanecieron en la capilla, aguardando con el aliento contenido y el corazón acelerado a captar el sonido que ninguno de los dos había imaginado que llegaría a escuchar jamás.

Y entonces lo oyeron: un estruendo hueco y grave. Un enrejado hecho de oro, trabajado en forma de mariposas, había descendido hasta ocupar el lugar que tenía destinado. Delicado, delicioso, de aspecto frágil, el enrejado estaba imbuido de una magia que lo hacía más resistente que cualquier rastrillo de hierro forjado que sirviera para el mismo propósito.

La gran puerta central que conducía al interior de la Catedral del Albedo había sido cerrada y no volvería a abrirse.

CAPÍTULO 19

EN CIELO ABIERTO,

REINO MEDIO

Haplo deambulaba hecho una furia por una celda carcelaria tan amplia, espaciosa y abierta como el mundo entero. Con desesperación, intentó romper unas rejas frágiles como hilos de una telaraña. Recorrió un espacio no limitado por pared alguna, trató de derribar una puerta inexistente que no vigilaba ningún centinela. Y, pese a todo, como hombre nacido en una cárcel, sabía que no había prisión peor que aquella en la que se encontraba. Al dejarlo libre, al dejarlo marchar, al concederle el privilegio de hacer lo que se le antojara, las serpientes lo habían encerrado en una jaula, habían pasado el cerrojo y habían arrojado la llave.

Porque el patryn no podía hacer nada, no podía ir a ninguna parte, no tenía modo de escapar.

Pensamientos y planes febriles se sucedieron en su cabeza aceleradamente. Lo primero que había descubierto al despertar era que se encontraba a bordo de una de las naves dragón elfas, rumbo —según Sang-Drax— a la ciudad elfa de Paxaria, situada en el continente del Aristagón. Haplo consideró la posibilidad de matar a Sang-Drax, de apoderarse de la nave elfa o de saltar por la borda de la nave y arrojarse a la muerte a través de los cielos vacíos de Ariano. Al repasar sus planes de modo más frío y racional, esta última le pareció la única alternativa que podía tener algo de positivo.

Tal vez pudiera matar a Sang-Drax pero, como le había explicado la serpiente, su malévola presencia no sólo regresaría, sino que lo haría con el doble de fuerza. También podía adueñarse de la nave elfa, pues la magia del patryn era demasiado poderosa como para que la pudiese contrarrestar el insignificante mago de la nave. Pero la magia de Haplo no podía hacer volar la nave dragón y, aunque hubiese podido, ¿adonde la habría dirigido? ¿De vuelta a Drevlin? Las serpientes estaban allí. ¿De regreso al Nexo? Las serpientes también habían llegado allí. ¿Camino de Abarrach? Lo más probable era que las maléficas criaturas también hubieran llegado a aquel mundo.

Podía avisar a alguien, pero, ¿a quién? ¿A Xar? ¿Para alertarlo de qué? ¿Y por qué iba a creerle Xar, si ni siquiera él mismo estaba convencido de que fuera cierto?

Aquel estado febril, aquel constante urdir planes y fantasías, sus posteriores reflexiones en frío y el rechazo de sus locas ideas no fueron lo peor del tormento de Haplo en aquella prisión sin rejas. Lo peor de todo era tener la certeza de que Sang-Drax conocía cada uno de sus planes, cada uno de sus pensamientos desesperados. Y saber que la serpiente elfo los aprobaba todos y hasta lo incitaba mentalmente a ponerlos en práctica. Y así, como única forma de rebelión contra la serpiente elfo y contra su prisión, el patryn se abstuvo de emprender acción alguna. Sin embargo, poca satisfacción obtuvo con ello, puesto que Sang-Drax también mostró su absoluta aprobación ante tal decisión.

Haplo no hizo nada durante el viaje y mantuvo su postura con una torva tenacidad que inquietó al perro, asustó a Jarre y dejó visiblemente intimidado a Bañe, pues el chiquillo tuvo buen cuidado de no cruzarse en el camino del patryn. Bañe estaba dedicado a otras estratagemas. Una de las fuentes de entretenimiento de Haplo era observar los arduos esfuerzos del muchacho por congraciarse con Sang-Drax.

—No es precisamente el tipo de persona que yo escogería para depositar en él mi confianza —apuntó Haplo al chiquillo.

—¿A quién, entonces? ¿A ti? —replicó Bañe con una sonrisa burlona—. ¡Para lo que me has servido! Has permitido que los elfos nos capturaran. De no haber sido por mí y mi rapidez de reacción, a estas alturas ya estaríamos todos muertos.

—¿Qué ves cuando miras a Sang-Drax? —Veo un elfo, por supuesto. —El tono de Bañe era sarcástico—. ¿Por qué? ¿Qué ves tú? —Ya entiendes a qué me refiero. ¿Qué imágenes surgen en tu mente, si empleas esa facultad tuya para la clarividencia?

De pronto, Bañe se mostró incómodo.

—Lo que vea es asunto mío. Sé lo que me hago, así que déjame en paz.

Sí, el muchacho creía saber lo que se hacía, se dijo Haplo con fastidio. Y quizá fuera verdad, en el fondo. Él, desde luego, no tenía la menor idea.

El patryn tenía una esperanza. Era muy vaga y ni siquiera estaba seguro de que fuera tal esperanza, ni de qué hacer con ella. Había llegado a la conclusión de que las serpientes ignoraban la existencia del autómata y su relación con la Tumpa-chumpa.

Haplo lo había descubierto mientras escuchaba a escondidas una conversación que tenía lugar entre Sang-Drax y Jarre. Al patryn le resultaba siniestramente fascinante observar a la serpiente en acción, verla difundir el contagio del odio y las disensiones, observar cómo infectaba a quienes hasta entonces habían sido inmunes a su efecto.

Poco después de su llegada al Reino Medio, la nave dragón sobrevoló Tolthom, una comunidad agrícola elfa, para desembarcar una cargamento de agua.
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No se quedaron allí mucho tiempo, sino que procedieron a la descarga con la mayor rapidez posible, pues la isla era uno de los objetivos predilectos de los piratas del agua humanos. Todos los elfos de a bordo permanecieron armados y en alerta para repeler posibles ataques. Los galeotes humanos, esclavos que accionaban las alas gigantescas de la nave dragón, fueron subidos a cubierta, a la vista de todos. Junto a ellos se apostaron centinelas con los arcos a punto, preparados para atravesar el corazón de los prisioneros en el caso de un ataque de los humanos. Las naves dragón de la propia Tolthom sobrevolaron la de Sang-Drax mientras se procedía al bombeo de la preciada agua desde la nave a los inmensos tanques contenedores del continente.

Haplo se hallaba en cubierta siguiendo la descarga del agua, contemplando el brillo del sol sobre su rutilante superficie, e imaginó su vida como un chorro parecido a aquél. Y se dio cuenta de que era tan incapaz de detenerla como de cortar aquel flujo de agua. No le importó. No tenía importancia. Nada la tenía.

El perro, plantado cerca de él, lanzó un gañido de nerviosa inquietud y frotó la testuz contra las rodillas de su amo en un intento de atraer su atención.

Haplo habría bajado la mano para acariciar al animal, pero hacerlo le habría costado demasiado esfuerzo.

—Vete —ordenó al can. Éste, dolido, se acercó a Jarre y se enroscó a sus pies con aire desgraciado.

Haplo se inclinó sobre los pasamanos y contempló fijamente el chorro de agua.

—Lo siento, Limbeck. Ahora comprendo.

Las palabras llegaron hasta Haplo a través del oído del perro.

Jarre, a cierta distancia del patryn, contemplaba con asombro y temor la isla de coralita que flotaba en el cielo azul perla. Las calles bulliciosas de la ciudad portuaria estaban llenas de gente. Unas pulcras casitas salpicaban los farallones de coralita. Por las calles traqueteaban los carros de los agricultores que, en fila india, aguardaban pacientemente para recibir su cuota de agua. Los elfos reían y charlaban relajadamente mientras sus hijos jugaban y corrían bajo el sol, al aire libre.

A Jarre se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Podríamos vivir aquí. Nuestro pueblo se sentiría feliz, aquí. Quizá le llevaría algún tiempo...

—No tanto como crees —intervino Sang-Drax, mientras avanzaba por la cubierta con su andar relajado y despreocupado de costumbre. El perro se incorporó hasta quedar sentado sobre las patas traseras y lanzó un gruñido.

Haplo, en silencio, ordenó al animal que prestara atención, aunque al mismo tiempo se preguntó por qué se molestaba.

—En otro tiempo, existieron en estas islas diversas colonias de enanos. De eso hace muchísimo —añadió la serpiente elfo, encogiendo sus delgadísimos hombros— pero, según la leyenda, esos asentamientos fueron muy prósperos. Por desgracia, la carencia de facultades mágicas causó vuestra ruina. Los elfos de esa época obligaron a los enanos a abandonar el Reino Medio, los embarcaron rumbo a Drevlin y los forzaron a sumarse a los demás que ya trabajaban al servicio de la Tumpa-chumpa. Una vez expulsados los enanos, los elfos se apropiaron de sus casas y de sus tierras.

Sang-Drax extendió una mano elegante, bien formada y señaló algo al tiempo que añadía:

—¿Ves ese grupito de casas, esas que horadan la ladera de aquella colina? Fueron construidas por enanos y son antiquísimas, pero aún se sostienen en pie. Son las entradas de unas galerías subterráneas que se adentran hasta el corazón de las montañas y resultan refugios confortables y secos; tu pueblo descubrió un modo de sellar la coralita
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para impedir que el agua de lluvia se filtrara en ella. Hoy, los elfos las utilizamos como almacenes.

Jarre examinó las construcciones, apenas visibles en la lejana ladera.

—Podríamos volver e instalarnos en ellas. ¡Esta riqueza, este paraíso que debía pertenecemos, podría volver a nuestras manos!

—En efecto, podría —asintió Sang-Drax, apoyándose en la barandilla de la borda—. Aunque para ello tendríais que organizar un ejército lo bastante numeroso y fuerte como para expulsarnos de las islas. Eso es lo que necesitaríais. Reflexiona, geg: ¿de veras crees que permitiríamos a vuestra raza volver a vivir entre nosotros?

Los dedos cortos y rechonchos de Jarre se asieron a las tablillas del pasamanos. La enana, demasiado baja para mirar por encima de la barandilla, se veía obligada a observar entre los balaustres de ésta.

—¿Por qué me atormentas con estos comentarios? —preguntó con voz fría y tensa—. Ya te odio lo suficiente.

Haplo permaneció en la cubierta viendo fluir el agua y escuchando el flujo de comentarios en torno a él, y llegó a la conclusión de que todo, en conjunto, se resumía en lo mismo: nada. Con una especie de ociosa curiosidad, advirtió que sus defensas mágicas ya no reaccionaban a la cercanía de Sang-Drax. Haplo ya no reaccionaba a nada. Pero, en lo más hondo de su ser, una parte de él se resistía todavía a su prisión y pugnaba por liberarse. Y esa parte de él sabía que si era capaz de encontrar la energía necesaria, podría liberarse y entonces... entonces...

... entonces podría seguir viendo fluir el agua.

De no ser porque ésta había dejado de hacerlo. Y los aljibes sólo estaban llenos a medias.

—Hablas de odiar —seguía diciéndole Sang-Drax a la enana—. Observa ahí abajo. ¿Sabes qué sucede?

—No —respondió Jarre—. Ni me importa.

La caravana de carros, cargados de toneles, había empezado a desfilar ante los tanques de almacenamiento pero, una vez atendidos los primeros, los campesinos hicieron una pausa y empezaron a lanzar exclamaciones furibundas. La noticia no tardó en correr y, pronto, una multitud se arremolinaba en torno a los aljibes con los puños en alto.

—Se acaba de comunicar a mi pueblo que el agua queda racionada y que, en adelante, los cargamentos que lleguen de Drevlin serán muy escasos. Ahora, los elfos saben que vosotros, los gegs, habéis cortado el suministro.

—¡Pero eso no es verdad! —protestó Jarre, sin reflexionar lo que decía.

—¿Ah, no? —dijo Sang-Drax con interés. Con un interés indudable. Haplo despertó de su letargo. Mientras escuchaba a través del oído del perro, el patryn estudió detenidamente a la serpiente elfo.

Jarre observó el agua de los aljibes, y se le endureció la expresión. Frunció el entrecejo y permaneció callada.

—Me parece que estás mintiendo —dijo Sang-Drax tras una breve pausa—. Me parece que será mejor para ti que me estés mintiendo, querida.

Acto seguido, la serpiente dragón se alejó de la enana. Terminada su misión, los elfos que iban a bordo de la nave condujeron a los esclavos humanos de vuelta a la bodega. Unos centinelas escoltaron al patryn, a su perro y a la enana a sus camarotes. Jarre se agarró de la barandilla para echar una última mirada interminable a tierra, con los ojos fijos en los edificios medio en ruinas de la ladera. Los elfos tuvieron que soltarle las manos casi con palancas y se la llevaron prácticamente a rastras.

Con una sonrisa amarga, Haplo sacudió la cabeza. ¡Construidas por enanos hacía siglos! ¡Vaya tontería! Pero Jarre se lo había tragado. Y había empezado a sentir odio. Sí, la enana empezaba a odiar de verdad. «Nunca tienes suficiente, ¿verdad, Sang-Drax? —Pensó para sí—. Siempre necesitas más odio, ¿no es eso?»

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