El imperio de Tribus conquistó muchos reinos humanos en las Volkaran, utilizando no sólo la espada, sino también el soborno y la traición, para dividir y vencer. Los humanos vieron a sus hijos e hijas sometidos a la esclavitud, vieron cómo la mayor parte de su comida iba a parar a bocas elfos, vieron a los señores elfos matar dragones por diversión. Y, finalmente, llegaron a la conclusión de que odiaban a los elfos más de lo que se odiaban entre ellos.
Los dos clanes humanos más poderosos, tras negociaciones secretas, formaron una alianza sellada por el matrimonio de Stephen de Volkaran y Ana de Ulyndia. Los humanos empezaron a expulsar de Volkaran a las fuerzas ocupantes en una lucha que alcanzó su punto culminante en la famosa batalla de los Siete Campos, un combate memorable por el hecho de que el perdedor terminó siendo el vencedor.
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La posterior rebelión entre los elfos, encabezada por el príncipe Reesh'ahn, forzó la retirada de las tropas de ocupación elfos.
La historia de Alfred concluye con una nota triste:
Ulyndia y Volkaran vuelven a estar bajo control humano. Pero ahora, una vez eliminada la amenaza elfa, los humanos han decidido que ya pueden permitirse de nuevo empezar a odiarse entre ellos. Las facciones se enardecen y se lanzan a la garganta de sus rivales. Poderosos barones de ambos bandos murmuran en las sombras que la alianza de Stephen y Ana ha dejado de tener utilidad. El rey y la reina se ven obligados a llevar a cabo un juego peligroso.
La pareja se ama profundamente, con sentimientos sinceros. El matrimonio de conveniencia, sembrado en el légamo de años de odio, ha florecido en afecto y respeto mutuo. Pero los dos saben que la flor se marchitará y morirá prematuramente, a menos que puedan mantener el control de sus seguidores.
Así, los dos fingen odiar lo que más aprecian en el mundo: al otro. Se pelean a gritos en público, se abrazan con amor en la intimidad. Seguros de que el matrimonio —y, por tanto, la alianza— se está desmoronando, los miembros de las facciones opuestas cuchichean sus intrigas sin disimulo a uno u otro monarca, sin darse cuenta de que rey y reina son, en realidad, uno solo. De este modo, Stephen y Ana han logrado controlar y apagar unas brasas que habrían podido incendiar al reino.
Pero ahora surge un nuevo problema: Bane. No consigo imaginar qué vamos a hacer con él. Pero tengo miedo por los mensch. Por todos los mensch.
El problema se había solucionado.
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Bane había desaparecido, supuestamente trasladado a un reino lejano por un hombre de piel azul; al menos, ésta había sido la vaga información que había recibido el rey Stephen de la verdadera madre de Bane, Iridal del Reino Superior.
Para Stephen, cuanto más lejos se llevaran a Bane, mejor. El pequeño había desaparecido hacía un año y, con él, parecía haberse desvanecido una maldición que había pesado sobre el reino entero.
La reina Ana había quedado embarazada otra vez y dio a luz felizmente una niña. La pequeña era princesa de Ulyndia y, aunque, por ley, la corona de Volkaran no podía ceñir una cabeza femenina, las leyes podían cambiarse con los años, sobre todo si Stephen no engendraba más hijos varones. Los reyes adoraban a su hija y, para asegurarse de que esta vez no aparecía en la cuna ningún bebé ajeno y aciago, contrataron magos de la Tercera Casa para que montaran guardia en torno a ella día y noche.
Por otra parte, durante aquel año trascendental, la rebelión de los gegs del Reino Inferior había debilitado todavía más a los elfos, agotando sus fuerzas. Los ejércitos de Stephen habían conseguido expulsar a los elfos de su últimos reductos en las islas Volkaran más exteriores.
Una nave dragón elfa cargada de agua acababa de caer en manos humanas. La recogida de agua había sido abundante aquel año. Stephen había podido levantar el racionamiento, con gran satisfacción del pueblo. No existían apenas enfrentamientos entre las facciones en disputa y las peleas que se producían entre ellas esporádicamente eran ahora bastante moderadas. La única sangre que corría era la que brotaba de alguna nariz partida, y no la que goteaba de la hoja de los puñales.
—Incluso empiezo a pensar seriamente, querida, en anunciar al mundo que te quiero —dijo Stephen, inclinándose sobre el hombro de su esposa para hacer carantoñas a la pequeña.
—No vayas demasiado lejos —respondió Ana—. Eso de pelearnos en público ha terminado por gustarme. Creo que nos conviene a los dos. Cada vez que me siento furiosa contigo, vuelco todo el enfado en la siguiente pelea fingida y me siento mucho mejor. ¡Oh, Stephen, qué cara tan espantosa! Vas a asustarla...
La pequeña, sin embargo, se rió complacida y alargó la manita para intentar asir la barba del rey, bastante canosa ya.
—¿De modo que, todos estos años, me has estado diciendo en serio todas esas cosas terribles? —inquirió Stephen, burlón.
—Ojalá se te quede la cara paralizada en esa mueca. ¡Así aprenderías! Qué feísimo está papá, ¿verdad, cariño? —Dijo Ana a la niña—. ¿Por qué no vas volando y atacas a un papá tan espantoso? Vamos, mi dragoncito, vuela hasta papá.
Levantando a la pequeña, Ana la llevó «volando» hacia Stephen, que cogió entre las manos a su hija y la impulsó repetidas veces en el aire. La niña rió y gorjeó y probó de nuevo a agarrarlo de la barba.
Los tres estaban en el cuarto de la pequeña, disfrutando de un breve y precioso momento juntos. Tales momentos eran sumamente escasos para la familia real, y el hombre que acababa de aparecer a la puerta se detuvo a observar,con una sonrisa apenada en los labios. El instante iba a terminar. Él mismo iba a ponerle fin. No obstante, se detuvo a disfrutar de aquellos escasos segundos extra de felicidad abierta que se disponía a perturbar.
Stephen tal vez percibió la sombra de la nube de tristeza pasando sobre él. El visitante no había hecho el menor ruido, pero el rey percibió su presencia. Triano, el mago real, era el único que tenía permiso para abrir puertas sin llamar y sin haber sido anunciado. Stephen alzó la cabeza y observó al hechicero, de pie a la puerta de la estancia.
El rey sonrió al verlo y se dispuso a hacer alguna broma, pero la expresión de Triano era aún más espantosa que la mueca que Stephen había ensayado para entretener a su hijita. La sonrisa del rey se difuminó y se volvió fría. Ana, que había contemplado amorosamente el juego del padre con la pequeña, vio nublarse su expresión y volvió la cabeza, alarmada. Al distinguir a Triano, la reina se puso en pie.
—¿Qué es? ¿Qué sucede? Triano dirigió una rápida mirada al pasillo sin apenas alzar las pestañas e hizo un leve gesto con la mano para indicar que había alguien escuchando.
—Ha llegado un mensajero del barón Fitz Warren, Majestad —anunció el mago en voz alta—. Una escaramuza sin importancia con los elfos en Kurinandistai, creo. Lamento sinceramente apartar a Sus Majestades de ocupaciones más agradables, pero ya conocéis al barón...
Tanto el rey como la reina conocían al barón, en efecto, y aquella misma mañana habían recibido un informe suyo en el que decía que no había visto a un elfo desde hacía semanas, se quejaba airadamente de la inactividad (que consideraba mala para la disciplina) y pedía permiso para ir en persecución de las naves elfas.
—Fitz Warren es demasiado fogoso —apuntó Stephen, respondiendo al hechicero. Dejó a la pequeña en manos de la niñera, que había entrado en la estancia a una indicación de Triano—. Es uno de tus primos, mi reina. Un ulyndiano —añadió con una sonrisa burlona.
—El barón es un hombre que no rehuiría una batalla, lo cual es más de lo que puede decirse de los hombres de Volkaran —replicó Ana con buen temple, aunque sus mejillas estaban muy pálidas.
Triano exhaló el suspiro apenas audible y cargado de paciencia de quien querría administrar una buena azotaina a un niño malcriado, pero no lo tenía permitido.
—Si Sus Majestades son tan amables de querer escuchar al mensajero, lo tengo en mi estudio. Fitz Warren ha pedido un encantamiento para protegerse de las congelaciones. Se lo prepararé mientras Sus Majestades entrevistan a su enviado; así ahorraremos tiempo.
Una reunión en el estudio de Triano. El rey y la reina cruzaron una mirada de preocupación. Ana apretó los labios y posó sus helados dedos en la mano de su esposo. Stephen frunció el entrecejo y acompañó a su esposa pasillo adelante.
El estudio de Triano era la única estancia del castillo donde los tres podían reunirse en privado con la seguridad de que sus conversaciones no serían escuchadas. El castillo era campo abonado para las intrigas y los chismorreos; la mitad de los sirvientes estaba a sueldo de un barón u otro, y la otra mitad revelaba gratis lo que llegaba a su conocimiento.
Situado en una planta aireada y bien iluminada de un torreón, el estudio del mago estaba muy apartado del ruido y el alboroto de la bulliciosa vida castellana. El propio Triano era amigo de las juergas; su porte juvenil y atractivo y sus modales encantadores le permitían que, si bien soltero, rara vez pasara una noche sin compañía en la cama, a menos que él quisiera. Nadie en el reino bailaba con más elegancia, y muchos nobles habrían pagado sumas incalculables por conocer el secreto del mago para ingerir grandes cantidades de vino sin dar jamás la menor muestra de ebriedad.
Pero, aunque Triano dedicara las noches a la parranda, durante el día se volcaba con seriedad y empeño en su responsabilidad de colaborar al gobierno del reino. El hechicero estaba total, completa y devotamente dedicado a sus reyes, a quienes estimaba como amigos además de respetar como soberanos. Conocía todos sus secretos y podría haber decuplicado su fortuna traicionando a uno de los dos. Pero, antes de hacer tal cosa, Triano habría preferido arrojarse al Torbellino. Y, aunque veinte años más joven que Stephen, el mago era consejero, ministro y mentor de su monarca.
Al entrar en el estudio, los reyes encontraron a dos personas esperándolos. Una de ellas era un hombre al que no conocían, aunque les sonó vagamente familiar. A la otra, una mujer, la conocían muy bien, y su presencia hizo que la nube de tormenta que había cubierto a la real pareja se hiciera más espesa y oscura.
La mujer se puso en pie y dedicó una respetuosa reverencia a los monarcas. Stephen y Ana correspondieron al saludo con igual respeto pues, aunque la mujer y sus seguidores los habían reconocido como soberanos, el vínculo establecido era incómodo. Resultaba difícil gobernar a quienes eran más poderosos que uno mismo y podían, con sólo murmurar una palabra, hacer que el castillo de uno se desmoronara a su alrededor.
—Creo que ya conocéis a la dama Iridal, Majestades —dijo Triano innecesariamente, en un cortés esfuerzo por conseguir que todo el mundo se relajara antes de soltar la bomba que iba a destrozar sus vidas.
Se produjo un intercambio de ceremoniosos saludos en los que todos utilizaron fórmulas establecidas, sin reflexionar en las palabras que pronunciaban. Así, los «Me alegro de volver a veros» y «Ha pasado mucho tiempo» y «Gracias por el precioso regalo para la niña» dejaron paso rápidamente a un incómodo silencio. Sobre todo, cuando se mencionó a la niña. Una palidez mortal se adueñó de Ana, quien tuvo que dejarse caer en una silla. Iridal apretó las manos entrelazadas y bajó la vista a los dedos, sin verlos. Stephen carraspeó y miró con recelo al desconocido que presenciaba la escena, tratando de recordar dónde lo había visto.
—Bien, Triano, ¿de qué se trata? —preguntó—. ¿Por qué nos has traído aquí? Supongo que no tiene nada que ver con Fitz Warren —añadió con marcada ironía al tiempo que volvía la mirada hacia la dama Iridal, pues ésta, pese a vivir cerca de palacio, rara vez se aventuraba a visitarlo, consciente de que su presencia hacía revivir recuerdos dolorosos y desagradables a la pareja real, además de despertar parecidas evocaciones en la propia misteriarca.
—¿Su Majestad quiere hacer el honor de tomar asiento? —ofreció Triano.
Ninguno de los presentes podía sentarse antes de que lo hiciera el rey. Stephen, ceñudo, ocupó el lugar que le indicaba su consejero. —Procedamos —murmuró.
—Si me permitís un momento, Majestad... —dijo Triano. Alzó las manos, agitó los dedos en el aire e imitó el trino de unos pájaros—. Ya está. Ahora podemos hablar con libertad.
Cualquiera que escuchase al otro lado de la puerta, fuera del círculo del encantamiento, escucharía sólo lo que le parecía el gorjeo animado de unas aves. Los situados dentro del alcance del hechizo, en cambio, se oirían y se entenderían perfectamente.
Triano miró con modestia a la dama Iridal. La misteriarca era una maga de la Séptima Casa, mientras que él no pasaría nunca de la Tercera; Iridal podía convertirlos a todos en pájaros canoros, si se lo proponía.
La dama respondió a su mirada con una sonrisa tranquilizadora.
—Muy bien hecho, mago —fue su comentario. Triano se sonrojó de satisfacción, pues no era inmune a los elogios sobre su arte. No obstante, tenía entre manos asuntos de gran importancia y se concentró en ellos rápidamente.
Posó la mano en el brazo del desconocido, que se había puesto en pie a la entrada de sus reyes y ahora había vuelto a sentarse en su banqueta junto al escritorio del hechicero. Stephen seguía mirando al desconocido como si lo conociera, pero no consiguiera situarlo.
—Veo que Su Majestad reconoce a este hombre. Su aspecto ha cambiado mucho, es cierto. Cosas de la esclavitud. Es Peter Hamish, de Exilio de Pitrin, en otro tiempo criado de la casa real.
—¡Por los antepasados, tienes razón! —Exclamó Stephen, descargando una palmada en el brazo del asiento—. Te marchaste para servir como escudero de mi señor Guinido, ¿no es así, Peter?
—En efecto, señor —asintió el hombre con una amplia sonrisa, rojo de satisfacción por el hecho de que el rey lo recordara—. Estaba con él en la Batalla del Pico. Los elfos nos habían rodeado. Mi señor resultó abatido y yo fui hecho prisionero. No fue culpa de mi señor, rey Stephen. Los elfos nos acometieron por sorpresa y...
—Sí, Peter, Su Majestad conoce perfectamente lo sucedido —lo interrumpió Triano con suavidad—. Haz el favor de continuar tu relato. No te pongas nervioso. Explícalo todo a Sus Majestades y a la dama Iridal como me lo has contado a mí.
Triano observó que el hombre dirigía una mirada al vaso vacío que tenía junto a la mano. De inmediato, el mago lo llenó de vino. Peter tomó el vaso entre los dedos con aire satisfecho pero, al darse cuenta de que estaba en presencia del rey, detuvo el gesto antes de que el cristal llegara a sus labios.