La cena se alargó, los restos de los manjares se fueron amontonando frente a nosotros, y el vino había empezado a enturbiar suavemente nuestros sentidos. Volví a mirar aquella puerta y vi que estaba abierta. No me había dado cuenta de cuándo había sucedido esto, pero no le di ya ninguna importancia.
Entonces vi a aquel macizo y barbudo alano atravesar resueltamente el salón, caminando hacia nosotros. Me fijé en su rostro, y me resultó conocido, pero no supe identificarlo. A través de la puerta abierta vi entrar a varios hombres más.
Todos eran alanos y genoveses.
Entonces reconocí súbitamente a aquel primer mesageta: ¡Era George!
Con mi mente embotada por el vino, creí percibir los acontecimientos siguientes sucederse con un ritmo extraño y lento.
Sausi también parecía haber reconocido al antiguo líder de los alanos, y vi cómo su mano se iba hacia su espada mientras George seguía avanzando hacia Roger.
Y el ex templario, mientras tanto, hablaba animadamente con la emperatriz María, la esposa de xor Miguel; ajeno a todo.
Sentí la mano de doña Irene cerrarse en torno a mi brazo. Me volví hacia ella, y contemplé su rostro lleno de horror mirar hacia el grupo de alanos y genoveses que había irrumpido en el salón.
Luego, seguí la dirección de su mirada, y vi a George detenerse a un paso a la derecha de Roger de Flor; que siguió hablando durante un rato, hasta que la presencia inmóvil de George, con los brazos en jarras junto a él, se le hizo evidente.
El extemplario se volvió hacia el alano, y lo miró, entrecerrando los ojos como si en un principio tampoco lo reconociera.
—¿No me recuerdas, Roger? —preguntó George en tono burlón—. Apuesto a que tampoco recuerdas a mi hijo Alejo.
Con su mano sobre la empuñadura de su espada, Sausi corrió hacia nosotros.
—Te recuerdo —dijo Roger a George—, y saludo en paz a un antiguo camarada de armas.
—Y yo te devuelvo el saludo de parte de mi hijo —dijo George, con una sonrisa amarga.
—No, no, no —musitó doña Irene poniéndose en pie.
Roger señaló una silla vacía, y dijo:
—Toma asiento a mi lado, y saldemos nuestras viejas rencillas.
—¡A eso he venido, pirata! —exclamó el alano, mientras sacaba una daga de entre los pliegues de sus ropas y la clavaba profundamente en el pecho de Roger.
Doña Irene gritó a mi lado, y la sangre de Roger salpicó sobre la mesa.
El ex templario intentó ponerse en pie, derribando su lujosa silla al hacerlo, pero tropezó y cayó de espaldas. Se llevó una mano al pecho, y la retiró empapada de sangre. La miró asombrado, como si no pudiera creer que aquella sangre le perteneciera.
Sausi corría hacia nosotros con su acero ya desenvainado. Varios alanos se habían colocado entre el búlgaro y la mesa, y Sausi los fue despachado uno tras otro con secos machetazos de su espada que dejaron a varios hombres agonizantes u horriblemente mutilados. Había llegado casi hasta George, cuando uno de los genoveses le clavó un dardo en la espalda. El búlgaro, malherido, intentó seguir avanzando, pero varios mesagetas y genoveses saltaron sobre él, y lo cubrieron de cuchilladas; como chacales ensañándose con un enorme oso.
Doña Irene y yo contemplábamos todo esto paralizados e incrédulos por lo que estaba sucediendo. Yo no podía comprender cómo Roger había permitido que George se acercara tanto a él sin ponerse a la defensiva; le había visto salir con bien de situaciones mucho más apuradas y, simplemente, no podía aceptar que se hubiera descuidado ante un enemigo de una forma tan absurda.
George apartó a un lado, de una patada, la silla donde había estado sentado Roger, y desenvainó su espada. Vi a Miguel Paleólogo tras él, reír ente dientes como un loco, y a la emperatriz cubriendo su rostro con las manos, y pensé:
éste es el final
.
Roger hizo un intento de desenvainar su espada, pero George se plantó sobre él, y lo golpeó varias veces con la suya, hasta que Roger fue sólo un guiñapo sangrante.
Después, con el exquisito cuidado de un ritual, cortó la cabeza de Roger y la colocó sobre la mesa.
Uno de los alanos que había acuchillado a Sausi, saltó sobre la tabla de la mesa frente a mí, y alzó su espada dispuesto a partirme en dos. Doña Irene se interpuso, protegiéndome con su cuerpo.
—¡Éste es un hombre santo, bastardo! —le gritó—. ¡No te atrevas a tocarle!
El alano dudó un instante, pero volvió a elevar su espada.
George lo derribó al suelo golpeando sus corvas con el plano de su espada.
—¿Qué ibas a hacer estúpido? —le increpó—. ¿Acaso no has reconocido a la hermana de Emperador? —Luego se volvió hacia mí, y dijo—: No tengo nada contra ti, micer Ramón; siempre te consideré un hombre honorable.
Miguel el Basileo se acercó a la mesa, y contempló el rostro de Roger retorcido en su última agonía. Giró la cabeza hacia un lado y hacia otro, como si buscara su mejor ángulo, y le dijo como si sintiera una gran pena:
—Ya lo ves, César; toda gloria es efímera.
Luego se volvió hacia los genoveses y los alanos, y gritó:
—¿Qué hacéis aquí, estúpidos? ¡Quedan muchos catalanes ahí fuera!
La matanza que siguió duró toda la noche y parte del día siguiente, y toda la escolta que había acompañado a Roger fue masacrada en Andrinópolis.
Fui encerrado en una habitación del palacio, no muy lejos del lugar donde Roger había sido asesinado; y allí permanecí, escuchando a través de las ventanas los gritos desesperados y el lejano tumulto de la carnicería.
Más tarde, cuando hacía mucho que todo se había acallado, la puerta de roble de mi estancia se abrió y vi aparecer la gordezuela figura de Marulli.
Avanzó unos pocos pasos hacia mí, y se detuvo contemplándome.
—Qué honor —dije con tono burlesco—. ¿Envían a todo un Gran Mariscal del Imperio para matarme?
Marulli me estudió con una expresión de pena en su ancho rostro, y dijo:
—No he venido a hacerte ningún daño, Ramón, y debes saber que lamento profundamente todo lo sucedido.
Hice una mueca de cínica amargura.
—¿Lo lamentas? ¿Acaso quieres hacerme creer que toda esta traición ha sido exclusivamente obra de los alanos y genoveses? ¿Que la guardia del Imperio no ha tenido nada que ver? Por favor, Marulli, no te burles de mi inteligencia.
—No es eso, xor Miguel preparó cuidadosamente esta encerrona para Roger, pero eso no significa que yo considere honorable lo que aquí ha sucedido.
—Pues vaya, me siento más aliviado —le espeté.
Marulli hizo una mueca, y dijo:
—Merecemos tu sarcasmo, Ramón, pero debes saber que los almogávares también merecían ese final por todo el dolor que han causado entre nuestras gentes.
Es posible
, pensé; pero la verdad es que todo aquello me importaba ya bien poco.
Otras causas seguían pareciéndome prioritarias; y le conté a Marulli nuestro viaje a Oriente y cómo encontramos la ciudad de Apeiron.
Al terminar la expresión de Marulli no había cambiado.
—No puedo creer nada de lo que has dicho —dijo—; pero tampoco puedo entender tus motivos para contarme una historia como ésa, y esto me preocupa.
—No me importa si tú me crees o no —dije impaciente—; conozco el camino hasta la ciudad del Preste Juan y puedo conduciros a ti, y a cuantas tropas del Imperio pueda mandar xor Andrónico. Vuestros catafractos, armados con los
pyreions explosivos
que yo os enseñaré a construir, liberarán fácilmente la ciudad del asedio de los tártaros…
—Pero ¿qué dices? —Marulli sacudió la cabeza desconcertado—. ¿Crees que el Imperio puede tener algún interés en embarcarse en una aventura expansionista como ésa? Llegas quinientos años tarde para eso, Ramón; lo único que ahora interesa al Emperador es mantener el remedo, al menos, una generación más. Sólo eso. Roger de Flor era el peligro más inmediato, y ya ha sido eliminado. Fuera de eso, de ir colocando parches conforme las heridas se van abriendo, nada importa a xor Andrónico, ni a su hijo Miguel el Basileo.
Me dejé caer abatido sobre una de las sillas de la estancia.
—En ese caso, déjame en paz o acaba también conmigo.
Me sentía desesperado. No quería seguir viviendo con la certidumbre de que Apeiron estaba agonizando, y yo no podía hacer nada para evitarlo.
Toda mi vida había sufrido esa misma sensación de impotencia; había recorrido el mundo una y otra vez para mostrarle
mi verdad
a los príncipes y jefes de la Iglesia, pero jamás me había acompañado el éxito en la empresa de convencer a los demás de algo en lo que yo creía firmemente.
—No te traigo la muerte, sino tu salvación y la de dos capitanes almogávares…
Levanté los ojos hacia él.
—Dos almogávares de la escolta de Roger se han mantenido con vida hasta ahora refugiándose en el campanario de una de las iglesias de la ciudad. Al menos uno de ellos es un arquero diabólico que desde la torre ha acabado a flechazos con más de treinta genoveses. Y han aprovechado la oscuridad y la estrechez de las escaleras que llevan a la torre, para degollar a cuantos alanos intentaban llegar a ellos.
Tuve una intuición:
—¡Guzmán y Guillem!
—No conozco sus nombres —me respondió Marulli.
Pero yo estaba seguro de que se trataba de ellos. No podía creer que después de todo lo que habíamos pasado juntos, aquellos dos bravos hubieran sido abatidos tan fácilmente. Aunque esto era, por supuesto, más un deseo que una certeza, pues había visto caer al poderoso Sausi Crisanislao ante mis ojos, despedazado por una jauría de cobardes traidores; mientras intentaba salvar la vida de su Capitán, Roger de Flor. El hombre que una vez le condenara a muerte.
—Esos dos siguen allí —continuó diciendo el capitán griego—, y disponen además de un arma mágica que parece obra de Satanás: ¡Un trueno horrible que es capaz de matar a un hombre a gran distancia!
El
pyreion
que llevaba Guzmán. Ahora estaba seguro de que eran ellos, y sentí una gran alegría por esta certeza.
Marulli me observó con cuidado, y preguntó:
—Tú sabes de lo que estoy hablando, ¿no es cierto? Siempre has tenido fama de hechicero. ¿Es esa arma que hace estallar el trueno producto de tu ciencia alquímica?
—No —respondí—; se trata de un
pyreion explosivo
, y es producto de la ciencia de la ciudad del Preste Juan de la que antes te he hablado. La misma ciencia que en el pasado creó el
fuego griego
.
Marulli sacudió la cabeza para indicarme que no quería seguir oyendo hablar de esto. Su órdenes eran muy claras, y aquel hombre carecía del más mínimo rastro de imaginación. Era como intentar razonar con un autómata.
—Eso no importa —dijo—; porque tus amigos siguen allí encerrados, y con estas armas fabulosas, no tenemos forma de desalojarlos, si no es por hambre.
—Pero el Basileo no quiere esto —comprendí.
—No, es cierto —admitió Marulli—. Xor Miguel está hastiado de tanta sangre, prefiere mostrarse misericordioso con esos valientes, y dejarlos marcharse contigo.
Era fácil comprender por qué. Aquellos dos bravos almogávares eran un grano en su fácil y rápida victoria sobre los catalanes. Xor Miguel no podría exhibir su traicionera acción ante su padre el Emperador mientras Guillem (si realmente se trataba de él) siguiera abatiendo a cuanto transeúnte se aventurara a cruzar bajo la sombra de aquella iglesia. Ante un problema así, era mejor mostrarse magnánimo, o recurrir nuevamente a las artes de la traición.
—¿Cómo pueden saber ellos —le pregunté con una mueca de ironía en mis labios— que xor Miguel Paleólogo, con su promesa de dejarlos marchar no quiere otra cosa que hacerlos salir de la torre para ejecutarlos inmediatamente?
Marulli sacudió la cabeza negando.
—No es así; pero, desde luego, tenéis derecho a desconfiar. Por eso, el Basileo quiere daros garantías. Doña Irene os acompañará una parte del camino, hasta que os sintáis seguros en los territorios del Imperio ocupados por los catalanes. Xor Miguel sólo desea pediros que les transmitáis al resto de los capitanes de Roger el deseo del Imperio de dar por concluidas las hostilidades entre nosotros. Roger de Flor ha pagado sus crímenes con la vida y, consumado esto, xor Miguel ya no alberga ningún deseo de seguir peleando, y os pide que abandonéis pacíficamente las tierras del Imperio.
Te vas a hartar de guerra, griego
—pensé—;
esto no ha hecho más que empezar
.
Pero no podía imaginar lo exacta que iba a ser mi predicción.
Vi con gran satisfacción cómo Guzmán y Guillem aparecían por la estrecha puertecilla que conducía a las escaleras que ascendían hasta lo alto de aquella torre.
Los dos almogávares que me habían acompañado en mi asombrosa aventura, avanzaron orgullosos ante la mirada temerosa de los griegos, y se plantaron frente a mí.
Guillem llevaba su extraño arco de madera albina que había traído del mismísimo infierno, con una flecha dispuesta para ser disparada. Muchos desafortunados soldados genoveses habían perecido al exponerse al certero alcance del arma de aquel catalán.
Guzmán sujetaba firmemente su espada con su mano derecha, y llevaba un
pyreion
cargado y listo para hacer fuego en su izquierda.
Ambos miraban desconfiados a un lado y a otro, pero Guzmán intentó que su voz sonara tranquila cuando me preguntó en su pésimo catalán:
—¿Estás seguro de que esto no es una trampa de los griegos, anciano?
—Razonablemente seguro… —le respondí, y añadí con bastante emoción—: Me alegro mucho de que lograrais sobrevivir.
—Lo mismo digo, anciano —respondió Guzmán.
Guillem seguía silencioso, con toda su atención concentrada en la muchedumbre que nos rodeaba.
—¿Qué va a pasar ahora? —dijo el arquero al cabo de un rato.
Poco después, abandonamos Andrinópolis acompañados por doña Irene, su escolta de jinetes búlgaros, y los dos almogávares.
Tal y como xor Miguel había prometido, nadie intentó oponerse a nuestra marcha.
Guzmán cabalgaba junto a mí con una expresión de aburrida indiferencia en su rostro.
—¿Qué pensáis hacer? —le pregunté.
—¿Hacer? —me respondió él, mirándome divertido—; eso dependerá de Rocafort, pero creo que vamos a matar a cuantos griegos podamos. Sí, creo que eso es lo que vamos a hacer.