La consejera supervisaba aquellas operaciones, y yo me acerqué al grupo, y le pregunté a la mujer si no se sabía nada de nuestra nave hermana.
—Creemos haber captado algún sonido proveniente de ella —me explicó Neléis—; pero no estamos seguros, y no podemos perder más tiempo atascados en este lugar, pues nuestros víveres no durarán para siempre. Tenemos que empezar a movernos.
La orden de la consejera era la única posible, esto lo comprendieron todos inmediatamente, y ninguno intentó discutirla; ni siquiera Joanot.
—¿Funcionará? —pregunté señalando al gigantesco autómata.
—Sí —respondió Neléis—, y será de una gran ayuda para nosotros.
La placa del pecho del
caballero caminante
había sido retirada, exponiendo a la vista su maravilloso interior. Distinguí una caldera de acero ocupando el lugar que en un ser humano ocuparían los intestinos, y una maraña de tubos de cobre enredándose por todo el pecho; manivelas, engranajes y alambres, todo en compleja disposición.
Los dragones cerraron el pecho del autómata, y uno de ellos se introdujo en la armadura del
titiritero
y comprobó el funcionamiento de los miembros del gigante.
Con los restos del
Teógides
había sido fabricado un gran carro. Los tambores del timón habían sido convertidos en las ruedas del carromato, y sobre la improvisada entalamadura se había extendido una amplia porción de la lona de la cubierta.
Las limoneras del atalaje, dos viguetas de metal de la sentina, fueron sujetas a la cintura del
caballero caminante
, y cuando éste empezó a andar, exhalando vapor por las rendijas de su celada, arrastró tras de sí, sin dificultad alguna, el enorme carruaje. En él había sido dispuesto un espacio para los tres heridos que llevábamos con nosotros, y para los víveres, la pólvora de los
pyreions, y
el
aceite de piedras
que era el combustible del autómata y el componente principal del
fuego griego
.
Pero nuestros efectivos no podían ser más patéticos: dieciséis almogávares y catorce
dragones
. Una fuerza ridícula para enfrentarse a la amenaza del
Adversario
.
El
caballero caminante
iba al frente del grupo, arrastrando tras de sí el enorme carro. Joanot caminaba inmediatamente tras él, con su brazo izquierdo apoyado en el pomo de su espada; avanzaba despacio, con precisión, procurando con habilidad mantener un ritmo uniforme en la marcha. Sabía por experiencia que una salida demasiado rápida es casi siempre la causa del fracaso de una larga caminata.
Nadie decía nada, porque el hablar cansa; y aquellos bravos almogávares confiaban en su líder, y nada tenían que preguntar.
A nuestra derecha, ajeno a nuestra minúscula presencia en sus aledaños, la gigantesca tromba seguía girando ferozmente, lanzándonos consecutivas ráfagas que parecían querer arrancarnos de la ancha terraza espiral por la que descendíamos.
Del fondo del abismo se levantaban sin cesar rebaños de nubes que nos ocultaban la visión de nuestro destino. Un hervor volcánico, donde surgían verticalmente hilos de bruma que, aspirados por el aire ascendente, se esforzaban en unirse, en soldarse a la gruesa manguera del tifón central.
Nuestro camino se vio repentinamente cortado por una espesa y sofocante maleza que crecía entre la pared y el acantilado como una muralla verde y húmeda.
Encontramos un sendero que se internaba en aquella selva, pero era demasiado estrecho para que pasara el
caballero caminante
y el carro que arrastraba. El camino parecía haber sido abierto por el paso de unas bestias semejantes a caballos; estaba casi cubierto de maleza, y no se distinguía de cualquier otra ruta que hubiéramos podido seguir más que por una estrecha faja de tierra apisonada y alguna que otra raíz cortada.
Joanot se inclinó para estudiar aquellas huellas.
—Se trata de animales algo más grandes y pesados que un caballo —concluyó.
Neléis le preguntó qué íbamos a hacer con el carro, y el valenciano desenvainó su espada y dijo:
—Le abriremos un paso más ancho.
Empezamos así a avanzar muy lentamente. Los almogávares se iban turnando en la vanguardia de la formación, e iban despejando el camino a machetazos de sus espadas. En algunos casos cruzábamos por debajo de raíces enormes, como arcos retorcidos en una pesadilla, o entre rocas cubiertas de musgo, o sobre troncos caídos que servían de puente para salvar zanjas u hondonadas rellenas de grandes helechos. Aquellos árboles eran semejantes a los primeros que habíamos visto tras estrellarnos; eran de corteza blanca y lisa como la piel humana, pero allí, por alguna desconocida razón, habían crecido de una forma desmesurada. La textura de las hojas de árboles y helechos también era extraña; eran de color verde, pero muy gruesas y esponjosas, cubiertas de largos pelos traslúcidos, y exhalaban un nauseabundo olor a corrupción. El roce con aquellos
pelos
pronto hizo que nos salieran por todo el cuerpo grandes ronchas encarnadas que picaban desesperadamente y nos hicieron temer haber contraído alguna enfermedad.
Los árboles y plantas trepadoras estaban cubiertos de denso musgo, y a veces los almogávares creían golpear con sus espadas un tronco macizo para luego atravesarlo como si fuera manteca, haciéndoles perder el equilibrio. El interior de aquellos troncos huecos siempre estaba lleno de gusanos rosáceos.
El follaje fue adquiriendo proporciones cada vez más gigantescas conforme avanzábamos. Una hierba gigantesca se elevaba por encima de nuestras cabezas, y encontramos algunas lagunas completamente cubiertas por hojas de nenúfar de más de tres varas de diámetro. Aquel avance nuestro entre la vegetación debía semejarse al de las hormigas cuando se abren paso por un prado sin segar.
Yo no hacía más que dar tropezones; me sangraban las piernas por muchos sitios, y la sangre atraía sobre mí a diminutos reptiles semejantes a lagartijas de seis patas.
Cuando llevábamos muchas horas de camino por aquella selva, escuché gritar a la consejera Neléis. La mujer estaba junto al gran carro que arrastraba el autómata, y miraba aterrorizada hacia su interior.
Llegué hasta allí al mismo tiempo que varios almogávares, y vi cómo el cuerpo de uno de los heridos que viajaban en el carro no era más que una masa ensangrentada, cubierta por completo de sanguijuelas.
Sacamos el cadáver de aquel pobre desgraciado, y lo arrojamos a un lado del camino. Después limpiamos minuciosamente los cuerpos de los otros dos heridos, pues en su heridas sangrantes ya habían empezado a amontonarse aquellos repugnantes gusanos.
—La vida satura este lugar de una forma enfermiza —dijo la consejera llena de horror.
Todos estábamos agotados y ansiábamos abandonar aquella senda oscura, resbaladiza e insana. Como no habíamos avanzado en todo aquel día más que unas tres millas, empezábamos a considerar que iba a ser imposible llegar hasta el
anillo de columnas
.
Guzmán se encaramó entonces a un árbol, y nos anunció, lleno de alegría, que la selva terminaba tan sólo un poco más adelante. Con nuestras fuerzas renovadas por aquella noticia, seguimos avanzando hasta el linde de aquel húmedo bosque, a partir del cual se abría una especie de prado salpicado de matorrales espinosos.
Vimos una cabaña, construida con troncos de madera albina, recostada contra la pared de roca. Joanot, Neléis y yo, entramos en ella por una ancha puerta doble y comprobamos que estaba desierta; en el exterior, sobre la hierba, se veían los restos de un carro completamente carcomido. Dentro de la cabaña había algunos útiles de madera, una capa hecha con tiras de corteza de árbol entrelazadas, y algo de leña quemada.
Aquella cabaña podría haber indicado la presencia de seres humanos, pero había demasiadas cosas extrañas; aquellas enormes puertas dobles eran demasiado incómodas e innecesariamente grandes; y el suelo de la cabaña estaba repleto de pisadas de cascos y excrementos de caballo. Parecía un establo, pero ¿quién encendería un fuego en el interior de un establo? Los utensilios de madera, cucharas y cuencos, parecían hechos para manos humanas, pero eran algo más toscos y grandes de lo habitual.
Joanot dijo, señalando hacia las puertas:
—El pasador está por el interior; cualquier caballo podría abrirlo y escapar.
Llenos de dudas, abandonamos aquel lugar, y seguimos nuestro camino. Sabíamos que pronto tendríamos que parar y establecer un campamento para recuperar fuerzas, pero la malsana cercanía de aquel bosque nos aterrorizaba.
Caminamos junto al precipicio, entre enormes matas de enredaderas cubiertas de largos pinchos. Las ramas de aquellos arbustos espinosos eran blancas y las espinas de un palmo de largo estaban listadas en amarillo y negro como el cuerpo de una avispa.
Pero no avanzamos mucho más. Joanot levantó su mano derecha, ordenando detenernos, y se quedó plantado donde estaba, escuchando con cuidado; intentando eliminar el continuo bramar de fondo del ciclón de aquellos huidizos sonidos. Me acerqué a él.
—¿Qué sucede? —le susurré.
—Nos siguen —dijo.
Recordé mi pesadilla, y dije al valenciano que probablemente serían perros; mastines negros y diabólicos.
—Te equivocas, anciano —dijo mirándome extrañado—; somos acechados por un grupo de jinetes muy hábiles, que controlan perfectamente sus monturas, como los gog.
Yo miré hacia la masa de enredaderas, y no vi nada. ¿Cómo podía afirmar Joanot algo así con tanta seguridad? Pero era evidente que para un adalid almogávar los sonidos hablan de una forma mucho más concreta que para un anciano
hombre de ciencia
.
Neléis se acercó a nosotros y quiso saber qué pasaba. Por lo visto, para los apeironitas, el lenguaje de los sonidos tampoco era tan evidente. Pero éramos observados por criaturas oscuras que se camuflaban entre las sombras de aquellas enredaderas espinosas. Tan sólo un suave rumor había alertado a los almogávares de su presencia y, como un solo hombre, discretamente y con movimientos casuales, se habían ido disponiendo en un círculo defensivo en torno a nosotros. Joanot no había dado orden alguna, pero los almogávares parecían saber muy bien qué hacer.
El
caballero caminante
fue desenganchado del carro, y el titiritero le hizo desenvainar su descomunal espada. El brazo izquierdo del
caballero
era un sifón de
fuego griego
, preparado ya para ser usado.
Guillem se alejó algo del grupo; se situó tras un solitario y grueso espino que brotaba en línea recta de la hierba, y de un machetazo cortó su tronco a una vara y media de altura. Apartó a un lado las ramas cortadas, y con precisos golpes de su espada talló una afilada punta en el tronco que como un muñón surgía del suelo. Después clavó, una tras otra, cuidadosamente, sus flechas alrededor del espino.
Yo, plantado e inmóvil donde estaba, contemplé extrañado estas acciones del almogávar, sin escuchar otra cosa que el tiberio del tornado tras de mí.
Dirigí nuevamente la vista hacia las ramas espinosas y al cabo de algún tiempo me di cuenta de que me estaban observando. Ojos malévolos suspendidos a dos varas y media de altura, tras el ramaje nos vigilaban, y comprendí que estaba ante un peligro inmediato.
Presa del terror, sentí cómo los tendones de mi cuello se volvían rígidos, y contemplé asustado las tenebrosas sombras que ocultaban a nuestros enemigos.
Si eran perros, debían de tener un tamaño gigantesco.
Entonces mis ojos descubrieron una figura horrenda que heló de espanto la sangre en mis venas. Una cabeza maciza y de un negro brillante, apareció entre las ramas erizadas de púas, quebrándolas, y avanzó hacia nosotros.
Aquellos ojos que brillaban formando círculos cada vez mayores parecían poseer un poder que comunicaba rigidez a mis miembros y hacía brotar de los poros de mi cuerpo un sudor helado. La criatura abrió su boca, que parecía partir en dos su enorme cabeza, y bramó. Un estruendo de bramidos le respondió desde la oscuridad, y todo el grupo avanzó hacia la luz.
No es posible formarse una idea del terror que los rugidos de aquellas criaturas causaron en nosotros. Era como si la sangre quisiera salirse de nuestras venas a borbotones y sentí como si se dislocasen todos los huesos de mi cuerpo. Era algo terrible y espantoso para todo ser viviente.
—¡Atención almogávares! —gritó Joanot, haciéndose oír por encima de los bramidos—.
¡Desperta ferro!
—Todos los
pyreions
fueron cuidadosamente cargados, y Guillem, tomando un dardo del suelo, lo colocó en su nuevo arco de madera albina.
Aquellos seres nos rodearon con calma. Eran grandes y pesados como caballos percherones, y sus rostros eran bestiales, más parecidos a los de un buey que a los de un hombre; tenían grandes narices de orificios negros y dilatados, y orejas colgantes. Unos ojos grandes y acuosos, situados frontalmente, bajo unos prominentes arcos superciliares. Sus manos tenían sólo tres dedos, pero cada uno de ellos era tan grueso como dos pulgares humanos. Todos iban armados con hachas de acero que sujetaban con sus musculosos brazos.
—¡Centauros! —exclamó Neléis, como si no creyera lo que le mostraban sus ojos.
Si yo no hubiera estado tan aterrorizado, habría sonreído ante la expresión de desconcierto de alguien tan racional como la consejera al verse enfrentada cara a cara con algo que parecía surgido de los mitos remotos. Simplemente no podía aceptar lo que ahora le mostraban sus ojos. Creo que, para ella, las milenarias teorías de Apeiron se derrumbaron en ese preciso instante; el mundo no era un lugar tan racional como había supuesto.
Pero aquellos seres no eran exactamente como los describen las antiguas leyendas. Para empezar, sus cuerpos se parecían más al de un toro que al de un caballo. Sus rostros también tenían algo de bovino, pero unas espesas melenas negras, que se derramaban sobre sus espaldas, les hacía parecerse más a un león con torso humano.
No había tiempo para reflexionar, pues los
centauros-toro
se lanzaron inmediatamente contra nosotros.
Avanzaron con un sordo retumbar, haciendo temblar las ramas de los árboles como si fueran débiles bambúes rotos por el paso de una manada de elefantes, salpicando barro rojo en todas direcciones. Los lanzallamas escupieron un resplandor mortal que se apagó en medio de una humareda negrísima. Los
pyreions
de los almogávares dispararon uno tras otro, sonando como si algo se desgarrara, y soltando espesas nubes de humo asfixiante. El
caballero caminante
avanzó hacia los centauros lanzando chorros de
fuego griego
y dando amplios mandobles con su espada.