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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (44 page)

BOOK: La locura de Dios
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—Seguid buscando —les ordenó Neléis.

Joanot se acercó a nosotros, y dijo:

—Dieciocho almogávares, y quince
dragones
supervivientes. Eso es todo. Hay dos almogávares gravemente heridos; uno de ellos parece haberse roto la columna. Y uno de los dragones tiene un brazo aplastado. Tus compañeros les han dado una de vuestras pócimas
quitadolor
, y parecen tranquilos.

—Muy bien —dijo Neléis, asintiendo lentamente, como si meditara cuidadosamente sus palabras—; no vamos a dejar a nadie atrás. No sé lo que vosotros pensaréis, pero yo preferiría estar muerta antes que verme sola e indefensa en un sitio como éste.

—¿Qué sugieres? —dijo Joanot cruzando los brazos sobre su pecho.

—Improvisaremos unas angarillas, con viguetas y unos trozos de lona; y los llevaremos con nosotros.

—Me parece una excelente idea —dijo Joanot, y la consejera le miró desorientada.

Nos acercamos a uno de los
dragones
que intentaba poner el telecomunicador nuevamente en funcionamiento, y Neléis le preguntó qué tal iba su trabajo.

—Esta humedad no es lo mejor para este aparato, consejera —dijo el hombre—; he tenido que sustituir varios circuitos, pero creo que podré hacerlo funcionar.

—Es imprescindible comunicarnos con el
Paraliena
lo antes posible.

El
dragón
asintió, y volvió a concentrarse en la caja del telecomunicador.

Joanot había regresado junto al
kauli
y llamó a gritos a dos almogávares. Entre los tres agarraron al demonio plateado por los hombros, y lo arrastraron hacia el borde del abismo. La consejera y yo corrimos junto a ellos para ver qué sucedía.

—¿Qué haces Joanot? —le preguntó Neléis al valenciano.

Sin dejar de arrastrar al
kauli
, Joanot dijo:

—Creo que los hombres tienen derecho a divertirse un poco, consejera. Además necesitamos información, y este monstruo nos la va a dar gustosamente. ¿No es cierto?

—¿Piensas torturar al
kauli
? —la expresión de Neléis era casi divertida.

El valenciano se detuvo, y se quedó mirando a la mujer.

—¿A qué viene esa sonrisa, consejera? —Joanot parecía turbado, como si aquella mujer le hubiera pillado haciendo algo vergonzoso—. Este bicho debe de saber muchas cosas que nos pueden ser muy útiles. Le haremos hablar.

Neléis se encogió de hombros.

—Lo que intentáis hacer es tan ridículo e infantil —dijo—. ¿Queréis hacerle hablar? ¡Si ni siquiera conocéis su idioma!

Joanot miró desorientado hacia sus hombres, y dijo:

—No importa. El lenguaje del dolor es fácil de entender para todos.

Mientras discutían, me acuclillé junto al
kauli
y lo observé con detenimiento.

Era tan extraño. La textura de la piel de su rostro era exactamente igual a la piel humana; podía distinguir sus poros, y un vello suave como el de una mujer cubría sus mejillas. Sus ojos eran grandes y perfectamente humanos, de largas pestañas negras, igual que su pelo que ahora estaba empapado y manchado de barro. La piel del cuello seguía siendo normal justo bajo las mandíbulas, pero se volvía rígida y adquiría un color plateado conforme descendía hacia la clavícula. A partir de ahí, su piel se convertía en aquella coraza de aspecto metálico, pero que en realidad era de una materia semejante a los élitros de un escarabajo.

Mientras lo estudiaba, el
kauli
permaneció quieto, pero de repente saltó hacia mí, e intentó atraparme con sus mandíbulas de león.

Al apartarme caí de espaldas en el barro; y Joanot y los almogávares le dieron patadas a aquella criatura en el tórax y en la cabeza, para alejarla de mí.

Uno de los almogávares, Guzmán, se arrodilló entonces junto al
kauli
, e introdujo su cuchillo por debajo del pliegue del pecho de su armadura; tajó hacia arriba, y empezó a desprender la placa del pectoral izquierdo. El
kauli
aulló como un alma en pena.

—Vaya —comentó Joanot con una sonrisa—, parece que esto sí lo ha entendido. Creo que empezamos a comunicarnos, consejera.

—Debéis suspender esto inmediatamente —dijo la mujer.

El
kauli
sacudía la cabeza de un lado a otro, bramaba y lanzaba espuma por la boca como si hubiera enloquecido. Guzmán le había arrancado la placa y la masa muscular del pecho aparecía roja y brillante. Sonó un estampido, y el
kauli
quedó inmóvil. Un orificio había aparecido en el centro de su cráneo, pero apenas manaba sangre de él.

—¿Qué ha pasado? —gritó Guzmán—. ¿Quién ha disparado? —Entonces vio a uno de los
dragones
que bajaba su
pyreion
humeante—. ¿Has sido tú? ¿Tú has disparado?

El almogávar avanzó resueltamente hacia el
dragón
con su cuchillo manchado con la sangre del
kauli
en la mano.

—Ya es suficiente —ordenó Neléis—. Joanot, contén a tu hombre.

Guzmán se plantó frente al
dragón
, y le amenazó con el cuchillo. La diferencia física entre los dos hombres era más que notable; Guzmán apenas llegaba al pecho del
dragón
, era canijo y desgarbado; pero le había visto luchar, y sabía de lo que era capaz.

—Basta Guzmán —dijo Joanot, con gesto cansado—; déjalo.

El almogávar se volvió hacia Joanot con los ojos chispeando de furia, pero no bajó el cuchillo con el que amenazaba al
dragón
.

—No, Adalid —dijo entre dientes—; estoy harto de esta gente. ¿Acaso se creen dioses? ¿Se creen mejores que nosotros? Hemos peleado y hemos muerto por ellos, y aún nos siguen mirando por encima del hombro, ¡como si fuéramos bestias miserables!

Joanot pasó por encima del cuerpo del
kauli
y se acercó al almogávar que parecía cada vez más fuera de sí. Le tendió la mano, y le pidió que le entregara el cuchillo.

—No te daré mi cuchillo. Yo era amigo de Fabra, ¿sabes, Adalid? Él era mi camarada, y muchas veces salvó mi vida en Túnez y en Sicilia… —Guzmán sollozó, y añadió con rabia—: ¡Y tú ordenaste su muerte por culpa de una de las furcias de esa ciudad! El Capitán nunca lo hubiera permitido, ni que nos trajeran a este infierno. ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué lugar infernal es éste, y qué criaturas diabólicas nos rodean? Nuestras almas jamás podrán escapar de esta sima… —El almogávar se dejó caer de rodillas en el barro, le entregó su arma a Joanot, y dijo—: Jamás saldremos de aquí, Adalid.

—Sí lo haremos, Guzmán —dijo Joanot—; te lo prometo por mi honor.

6

No había noche y día en aquel lugar de pesadilla. Prácticamente toda la luz provenía de la extraña fosforescencia de la tromba central. El cielo era tan sólo un torbellino gris oscuro enmarcado por las afiladas cumbres del acantilado.

No había sensación alguna de paso del tiempo, pero nuestros organismos nos decían que estábamos al borde del agotamiento. Neléis decidió acampar allí mismo hasta averiguar si el telecomunicador estaba o no en condiciones de volver a funcionar.

Almogávares y
dragones
trabajaron juntos en la construcción de una gran tienda, utilizando para ello las viguetas de metal y la cubierta de lona del
Teógides
. La caja del telecomunicador fue transportada a aquel espacio razonablemente seco, y los
dragones
siguieron trabajando con ella. Uno de ellos aseguraba haber escuchado una débil señal del
Paraliena
, y esto significó una pequeña esperanza para todos nosotros.

Sentado al borde de la tienda los veía reparar los componentes dañados, y rezaba para que todo fuera bien y aquel aparato, cuya existencia no hubiera podido ni imaginar unos meses atrás, y que ahora parecía tan importante, funcionara otra vez.

Vi también a Guillem caminando bajo la lluvia, entre aquellos árboles cadavéricos, y me sonreí; aquel hombrecillo flaco y encorvado parecía indestructible.

La consejera Neléis se acercó a mí y me entregó una manta doblada.

—Deberías intentar dormir —dijo—; si no conseguimos reparar el telecomunicador tendremos que ponernos en marcha y en ese caso nos espera una larga caminata.

Le respondí que tenía pánico de volver a dormir, y ella quiso saber por qué.

Le hablé entonces de mi último sueño, que había sido tan nítido y real como las alucinaciones que sufría cuando llevaba el
rexinoos
en mi interior.

—En el puente del
Teógides
—seguí contándole— los
kauli
intentaron atraparme una y otra vez; como si yo fuera su único objetivo.

—No debes pensar en eso —dijo ella mirándome preocupada.

Pero no podía quitar de mi cabeza la posibilidad de que el
rexinoos
se hubiera reproducido, y que a través de mí el Adversario conociese todos nuestros movimientos.

—Nunca ha sucedido algo así —dijo ella.

—Tampoco tenéis una experiencia tan amplia en esto. Sólo cuatro casos.

—Es cierto —dijo Neléis sentándose a mi lado—; pero tampoco sirve de mucho que te preocupes por algo que no podemos comprobar de ningún modo.

Pero mi mente volvía una y otra vez a mi sueño del mismo modo que la lengua busca el hueco dejado por una muela. Había soñado con el Infierno, pero ahora estaba en el Infierno; en el verdadero; realidad y sueño eran indistinguibles la una del otro.

Había visto a Blanca, mi esposa, y a mis hijos; y ella me había acusado de haberles abandonado. No era cierto; no se puede abandonar lo que nunca se ha tenido.

Cuando vivíamos juntos le fui infiel y ella me perdonó. Al final fui yo quien la abandonó, agradeciéndole de este modo su paciencia conmigo.

Durante el resto de mi vida mi alma sufriría cada vez que mi mente recordara el trato que yo le había dado a los míos. Y ahora que estaba en el Infierno ese recuerdo había sido el más nítido de todos.

Le hablé de estos pensamientos a Neléis, y le expresé mi temor de que ya no fuéramos seres vivos, sino almas purgando en el Infierno los pecados cometidos en vida.

—Yo me siento tan viva como antes —me respondió la consejera—. Los golpes y los arañazos que cubren mi cuerpo me duelen tanto como antes; y además, si nosotros estamos muertos, ¿qué es de esos hombres que murieron durante el combate?

—No lo sé —respondí—; éste es un lugar extraño y nada de lo que han imaginado alguna vez los hombres sobre el Infierno tiene por qué ser completamente cierto.

Neléis meditó unos instantes, y dijo:

—Creo que el Infierno es algo que está dentro de cada hombre, en su mente, y que es diferente para cada uno de nosotros. Sus paredes no son de roca como el acantilado que nos rodea, sino de sentimientos de culpabilidad y deseos reprimidos. Tú abandonaste a los tuyos por aquello en lo que creías, por tu fe. Hiciste lo correcto de acuerdo con tus sentimientos, pero una parte de ti se niega a aceptarlo.

—No es cierto —dije; y le conté a la consejera mi desesperado amor y mi impúdico deseo por una mujer casada; y cómo, cuando ella murió, me vi perdido y no encontré sentido a nada de lo que me rodeaba. Deseaba huir de todo, dejar que el telón cayera sobre lo que había sido mi vida hasta ese momento; cerrar los ojos y amanecer en un nuevo lugar, con una nueva vida. No deseaba la muerte ni la desintegración, tan sólo quería huir, y Dios fue la única puerta que encontré abierta.

Neléis me miraba con una expresión sombría, y me pregunté hasta qué punto entendería mis palabras y mis sentimientos. Le pregunté si ella había estado casada.

—No como tú imaginas… —respondió; y añadió al cabo de un instante—: existe un abismo entre nuestras dos culturas que resultará más difícil de salvar que el de nuestros conocimientos científicos. En Apeiron la relación entre dos personas se entiende de otras formas diferentes a la única aceptada por tu pueblo, pero los sentimientos son iguales. Comprendo y sé lo que es amar como tú has amado; estar aquí es tanto más doloroso para mí cuando me obliga a permanecer separada de la persona a la que amo. El amor es algo que siempre nos hace más vulnerables.

Aquellas palabras sonaron extrañas y turbadoras a mis oídos, y no sentí deseos de seguir hablando de aquel tema. No obstante tenía mucho que aprender de aquella gente, pero consideré que aquél no era el momento de hacerlo.

Vimos regresar a Guillem y pasar frente a nosotros, empapado por la lluvia y manchado de barro, con la rama cortada de uno de aquellos árboles blancos entre sus manos. La rama mediría tres varas de longitud y era bastante recta. El almogávar parecía muy satisfecho con ella.

—Descansa ahora, Ramón —me dijo Neléis—; si no conseguimos establecer contacto con el
Paraliena
en las próximas horas, tendremos que caminar hasta el
anillo de columnas
.

¡Caminar hasta el
anillo de columnas
! No era una de las decisiones más afortunadas de la consejera. Sobre todo después de comprender la enorme distancia que tendríamos que recorrer para llegar hasta él. Si estaba, como Neléis y yo habíamos creído ver, situado a un par de vueltas más abajo, significaba rodear dos veces aquel inmenso acantilado en espiral. Por supuesto, tan sólo podía hacer estimaciones aproximadas de lo que esto significaba; pero, incluso en las más optimistas, tendríamos que recorrer más de ciento cincuenta millas por terreno difícil y, sin duda, lleno de enemigos.

Pero ¿qué alternativas nos quedaban? ¿Sentarnos en el barro rojo y esperar mansamente el fin? Me sentía tan solo, tan abandonado y perdido en aquel lugar infernal…

Con estos pensamientos rodando por mi mente, caí de nuevo en un sueño febril, plagado de alucinantes pesadillas; hasta que fui despertado por un almogávar que me sacudía por el hombro. Le miré desorientado, y reconocí a Guillem.

—En pie, viejo —dijo—; nos ponemos en camino.

—¿No habéis conseguido hablar con el
Paraliena
? —pregunté, restregándome los ojos.

—No sé nada de eso. Pero esa mujer nos ha ordenado que empecemos a andar, y el Capitán ha acatado sus órdenes.

Me fijé que un nuevo arco colgaba de su hombro. Guillem lo había hecho con aquella rama de madera albina que había cortado.

Me puse en pie, y distinguí a uno de los fabulosos
caballeros caminantes
que al fin había sido rescatado de entre los restos del
Teógides
. Varios
dragones
trabajaban en él poniendo minuciosamente a punto sus complejos mecanismos interiores.

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