Mierda
, pensó Schofield.
—¿Está Knight contigo?
Un carraspeo.
—¿Os están llevando de vuelta al castillo?
Un carraspeo.
—Aguanta, Libby. Voy a ir a buscarte.
Schofield miró a su alrededor y estaba a punto de empezar a nadar hacia la orilla cuando de repente vio que el destructor francés se detenía a sesenta metros de distancia de donde se encontraba.
En un lateral del barco vio un pequeño bote patrulla descender al agua con al menos una docena de hombres a bordo.
El bote cayó al agua y se alejó inmediatamente del destructor, directo a él.
Schofield no podía hacer otra cosa salvo observar cómo se le acercaba el bote patrulla francés.
—Estoy seguro de que los franceses ya se han olvidado de lo que ocurrió en la Antártida —murmuró para sí mismo.
Entonces su auricular cobró vida.
—¡Espantapájaros! ¡Aquí Libro! ¡Responda! ¡Tengo noticias que darle!
—Hola, Libro. Estoy aquí.
—¿Puede hablar?
Schofield subía y bajaba con las olas del Atlántico.
—Sí, claro. ¿Por qué no? —Miró el bote patrulla, a solo ciento treinta y cinco metros de distancia—. Aunque tengo que advertirle: creo que estoy a punto de morir.
—Sí, pero sé por qué —dijo Libro II.
—Libro, conecte a Gant y Knight a la transmisión —le pidió Schofield—. No pueden hablar, pero quiero que lo oigan también.
Así hizo Libro.
Entonces les habló de los «superpetroleros». Kormoran y de los misiles Camaleón clonados y del plan del M-12 para iniciar una nueva guerra fría, contra el terrorismo en esta ocasión, disparando esos misiles a las principales ciudades del mundo. También se refirió al sistema de seguridad CincLock, que solo Schofield y los hombres de la lista podían desactivar, y a la incorporación por parte de Ronson Weitzman del código de desactivación universal estadounidense, un código que Rosenthal había descrito como «un número primo de Mersenne aún por determinar».
Schofield frunció el ceño.
—Un número primo de Mersenne… —dijo—. Un número primo de Mersenne. Es un número…
Se le vino a la mente la imagen del general Ronson Weitzman en el Hércules, farfullando incoherencias bajo la influencia de la droga de la verdad que le habían inyectado los británicos:
«Oh, no… no fue solo el proyecto Kormoran… También estaba el Camaleón… Oh, Dios, Kormoran y Camaleón juntos. Barcos y misiles. Todo encubierto. Dios… Pero el código de desactivación universal cambia cada semana. En este momento, es… el sexto… oh, Dios mío, el sexto m… m… mercen… mercen…».
Mercen…
Mersenne.
En ese momento, Schofield había pensado que Weitzman estaba mezclando frases, intentando decir la palabra «mercenario».
Pero no era así.
Bajo la influencia de la droga, Weitzman había dicho la verdad. Había dicho cuál era el código.
El código de desactivación universal era el sexto número primo de Mersenne.
Mientras Libro les relataba la historia a Schofield y los demás, Scott Moseley estaba ocupado introduciendo las coordenadas GPS de la lista en el programa de trazado.
—Tengo los tres primeros barcos —dijo Moseley—. La primera coordenada tiene que ser el emplazamiento del barco de lanzamiento del Kormoran y la segunda el objetivo.
Le pasó a Libro el documento, que en esos momentos tenía unos nombres añadidos y resaltados:
Moseley señaló los puntos en un mapa.
—El primer barco se encuentra en el canal de la Mancha, cerca de las playas de Normandía.
Libro se lo contó a Schofield:
—El primer barco está en el canal de la Mancha, cerca de Cherburgo, de las playas de Normandía. Lanzará los misiles a Londres, París y Berlín. Los siguientes dos barcos se encuentran en Nueva York y San Francisco y sus objetivos son múltiples ciudades.
—Dios mío —exclamó Schofield mientras flotaba en el agua.
El bote patrulla estaba a cuarenta y cinco metros, casi encima de él ya.
—De acuerdo, Libro. Escuche —dijo mientras una ola lo golpeaba en la cara. Escupió el agua salada—. Bloqueo de submarinos. Esos barcos no pueden lanzar los misiles si están sumergidos en el océano. Descodifique todos los emplazamientos de los superpetroleros Kormoran y contacte con todos los submarinos de ataque que tengamos cerca. 688I, bombarderos, me da igual. Lo que sea con tal de que lleven torpedos a bordo. A continuación envíelos a eliminar esos barcos Kormoran.
—Eso podría servir para algunos de los petroleros, Espantapájaros, pero no para todos.
—Lo sé —dijo Schofield—. Lo sé. Si no podemos destruir alguno, entonces tendremos que abordarlos y desactivar los misiles en sus silos.
»La cuestión es que esa unidad de respuesta por señales de luz requiere que el desactivador, yo, reaccione a un programa de desactivación en la pantalla de la unidad. Lo que quiere decir que tengo que estar en un radio de dieciocho metros de la consola de control de cada misil para desactivarlos, pero no puedo estar en todas partes alrededor del mundo al mismo tiempo. Lo que significa que necesitaré que haya gente en cada buque que me conecte vía satélite a los misiles de ese barco en cuestión.
—¿Necesita a gente en cada barco?
—Eso es, Libro. Si no hay submarinos en el área, alguien va a tener que estar a bordo de cada barco Kormoran, acercarse a un mínimo de dieciocho metros a la consola de misil, colocar un enlace ascendente por satélite a la consola y a continuación conectar conmigo vía satélite. Solo entonces podré usar la unidad CincLock para desactivar y anular todos los lanzamientos de misiles.
—Santo Dios —dijo Libro—. Dígame qué quiere que haga.
Otra ola golpeó a Schofield en la cabeza.
—Pongámonos con los tres primeros barcos en primer lugar. Vaya a Nueva York, Libro. Y llame a David Fairfax. Envíelo a San Francisco. Quiero a gente de confianza dentro de esos petroleros. Si salgo vivo de esta, intentaré llegar al petrolero del canal de la Mancha. Oh, y pregúntele a Fairfax cuál es el sexto número primo de Mersenne. Si no lo sabe, dígale que lo averigüe.
»Por último, envíe al equipo de inspección del departamento de Defensa antes de la hora prevista, el que iba a visitar la planta de construcción de misiles de Axon en Norfolk a las doce del mediodía. Quiero saber qué ha ocurrido en esa planta.
—Ya lo he hecho —dijo Libro II.
—Buen trabajo.
—¿Qué hay de usted? —dijo Libro.
En ese momento, el bote patrulla francés se detuvo delante de Schofield. Los soldados de cubierta, con gesto furioso, lo apuntaron con fusiles de asalto FAMAS.
—Aún no me han matado —dijo Schofield—. Lo que significa que alguien quiere hablar conmigo. Lo que a su vez significa que sigo en el juego. Espantapájaros. Corto.
Y a continuación Schofield fue sacado del agua a punta de pistola.
Casa Blanca, Washington (EE. UU).
26 de octubre, 09.15 horas (hora local).
(15.15 horas en Francia).
La sala de crisis de la Casa Blanca bullía de actividad. Los asistentes iban de un lado a otro. Generales y almirantes hablaban por líneas telefónicas seguras. Todos tenían en los labios las palabras «Kormoran», «Camaleón» y «Shane Schofield».
El presidente entró en la sala a grandes zancadas justo cuando uno de los hombres de la Armada, un almirante llamado Gaines, se sujetó el teléfono con el hombro.
—Señor presidente —dijo Gaines—, tengo a Moseley, de Londres, al teléfono. Dice que ese Schofield quiere que despleguemos submarinos de ataque contra varios objetivos en superficie alrededor del mundo. Señor, no estará pensando dejar que un capitán marine de treinta años controle la totalidad de la Armada de Estados Unidos, ¿verdad?
—Hará exactamente lo que el capitán Schofield le diga, almirante —repuso el presidente—. Lo que el capitán quiera, lo tendrá. Si dice que despleguemos nuestros submarinos, los desplegaremos. Si dice que bloqueemos a Corea del Norte, lo haremos. ¡Caballeros! ¡Pensaba que había sido claro al respecto! No quiero que nadie acuda a mí para que autorice o ratifique lo que solicite Schofield. El destino del mundo podría estar en manos de ese hombre. Lo conozco y confío en él. Qué demonios, le confiaría incluso mi vida. Hagan lo que se les dice e infórmenme después. Ahora, ¡desplieguen esos submarinos!
Agencia de Inteligencia del departamento de Defensa
Subnivel 3, Pentágono
26 de octubre, 09.30 horas (hora local).
(15.30 horas en Francia).
Un maltrecho y magullado David Fairfax regresó a su despacho flanqueado por un par de policías.
Wendel Hogg estaba esperándolo, con Audrey a su lado.
—¡Fairfax! —gritó Hogg—. ¿Dónde demonios ha estado?
—Me tomo el resto del día libre —dijo Fairfax con cautela.
—Y una mierda —replicó Hogg—. ¡Va a presentar un informe! Y, a continuación, va a subir y enfrentarse a una vista disciplinaria en virtud de lo dispuesto en las reglas 402 y 403 del reglamento de seguridad del Pentágono…
Demasiado agotado como para importarle algo, Fairfax permaneció allí, aguantando el rapapolvo.
—… Y entonces, entonces se irá de aquí para siempre, listillo. Y finalmente aprenderá que no es especial, que no es intocable y… —Hogg miró a Audrey—. Y que la seguridad de este país está mejor en manos de hombres como yo, hombres que saben luchar, hombres que están preparados para coger un arma y poner sus vidas al…
No llegó a terminar la frase.
En ese momento, un pelotón de doce marines de las fuerzas de reconocimiento entró en la habitación tras Fairfax. Llevaban uniformes de combate completos e iban fuertemente armados: fusiles de asalto Colt Commando, MP-7, miradas letales.
Fairfax abrió los ojos de par en par al verlos.
El líder del pelotón dio un paso al frente.
—Caballeros, mi nombre es capitán Andrew Trent, Cuerpo de Marines de Estados Unidos. Estoy buscando al señor David Fairfax.
Fairfax tragó saliva.
Audrey soltó un grito ahogado.
A Hogg casi se le salen los ojos de las órbitas.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
El marine llamado Trent dio un paso al frente. Era un hombre enorme, todo músculo. Con el uniforme de combate, resultaba de lo más imponente.
—Usted debe de ser Hogg —aventuró Trent—. Señor Hogg, mis órdenes provienen directamente del presidente de Estados Unidos. Está a punto de producirse un grave incidente internacional y el señor Fairfax es quizás, en estos momentos, la cuarta persona más importante del país. Mis órdenes son escoltarlo en una misión de máxima importancia y protegerlo con mi vida. Así que, si no le importa, apártese de mi camino.
Hogg se quedó allí, conmocionado.
Audrey miró a Fairfax con asombro.
Fairfax vaciló. Tras los acontecimientos de esa mañana, no sabía en quién confiar.
—Señor Fairfax —dijo Trent—. He sido enviado por Shane Schofield. Dice que necesita su ayuda una vez más. Si no me cree, tenga…
Trent le pasó su radio y Fairfax la cogió.
Al otro lado de la línea estaba Libro II.
Veintidós minutos después, David Fairfax estaba a bordo de un Concorde cruzando el país a velocidad supersónica. Su destino: San Francisco.
De camino al aeropuerto, Libro le había relatado lo que Schofield necesitaba que hiciera. Libro también le había formulado la pregunta matemática: ¿cuál era el sexto número primo de Mersenne?