—Puedo organizarlo todo… —comenzó a decir Moseley.
—Sí, pero todavía no confío en usted —gruñó Madre—. En Rufus sí confío. Y es tan rápido como el que más.
—De acuerdo. Hecho. —Scott Moseley asintió a uno de sus hombres—. Llenen el depósito. Despejen el espacio aéreo.
Moseley se volvió hacia Libro.
—¿Qué hay de usted?
Pero Libro no había terminado de hablar con Madre.
—Eh, Madre. Buena suerte. Sálvelo.
—Haré todo lo que esté en mi mano —aseguró Madre. A continuación corrió junto a Rufus y el Sukhoi. Tras unos minutos, con el depósito ya lleno, el Cuervo se elevó en el cielo y desapareció en la distancia con sus posquemadores refulgiendo.
Solo cuando se hubo marchado, Libro II se giró para mirar a Scott Moseley.
—Necesito un reproductor de vídeo —dijo.
El coche de Schofield rugía a lo largo de la costa noroeste de Francia.
La carretera que salía de la fortaleza de Valois era conocida como
la Grande Rue de la Mer
(la Gran Carretera Marítima).
Tallada en los acantilados desde los que se dominaba el océano Atlántico, era una carretera costera espectacular: asfalto serpenteante flanqueado por barreras de protección de hormigón encaramadas a una altura de ciento veinte metros, traicioneros puntos ciegos y túneles ocasionales excavados en afloramientos rocosos.
A decir verdad, dado que los veinticinco kilómetros del terreno que rodeaba la fortaleza de Valois pertenecían a Jonathan Killian, se trataba de una carretera privada. Se bifurcaba en dos puntos en sendas carreteras laterales: una en dirección ascendente, hacia la pista de aterrizaje privada de Killian, mientras que la segunda descendía hasta la misma orilla del mar, proporcionando acceso así al cobertizo para barcas.
El WRX azul eléctrico de Schofield corría por la carretera marítima a ciento ochenta kilómetros por hora. Su motor no rugía sino que zumbaba debido a su turbocompresor. Con su potente sistema de tracción a las cuatro ruedas, el coche era perfecto para las cortas y estrechas curvas de la Gran carretera marítima.
Tras él, y avanzando igualmente a gran velocidad, iban los cinco coches de ExSol: el Porsche, el Ferrari y los tres Peugeot.
—¡Knight! —gritó Schofield por su micro de cuello—. ¿Está ahí? Estamos… esto… en un pequeño apuro.
—Voy de camino —fue la calma respuesta que obtuvo.
En ese mismo momento, a un kilómetro y medio tras el WRX de Schofield y bastante por detrás de la persecución, un último coche salió disparado de la fortaleza de Valois y cruzó su puente levadizo. Era un Lamborghini Diablo V12. Alerón trasero. Superbajo.
Supersofisticado. Superveloz. Y de color negro, por supuesto.
Schofield encendió su sistema de radio por satélite.
—¡Libro! ¡Madre! ¿Me reciben?
Madre respondió de inmediato.
—Estoy aquí, Espantapájaros.
—Ya no estamos en el castillo —dijo Schofield—. Estamos en la carretera que sale de él. En dirección norte.
—¿Qué ha ocurrido?
—Todo iba bien, pero entonces llegaron todos los hijos de puta del universo.
—¿Ya has destruido todo?
—Aún no, pero estoy planteándomelo. ¿Estás de camino?
—Ya casi estoy allí. Voy con Rufus en el Cuervo. Libro se quedó en Londres para averiguar más de esta cacería. Estoy a unos treinta minutos.
—Treinta minutos —dijo Schofield en tono grave—. No estoy seguro de que aguantemos tanto.
—Tienes que hacerlo, Espantapájaros, porque tengo mucho que contarte.
—Hazme un resumen. En veinticinco palabras más o menos —le pidió Schofield.
—El Gobierno estadounidense está al tanto de esta cacería y está tirando la casa por la ventana para mantenerte con vida. Te has convertido en una especie en vías de extinción. Así que mueve tu culo a territorio estadounidense. Una embajada, un consulado. Lo que sea.
Schofield tomó una estrecha curva y de repente se encontró con la imagen del tramo de la carretera que tenía ante sí.
La Gran carretera marítima se extendía en la distancia, girando y retorciéndose aferrada a los acantilados costeros.
—¿El Gobierno estadounidense quiere ayudarme? —preguntó Schofield—. Según mi experiencia, el Gobierno estadounidense solo ayuda al Gobierno estadounidense.
—Esto… Espantapájaros —dijo Gant, interrumpiéndolo—. Tenemos un problema.
—¿Qué? —Schofield se giró para mirar hacia delante—. Mierda. ExSol se nos ha adelantado…
A casi un kilómetro por delante de ellos, la Gran carretera se bifurcaba: había una carretera lateral a la derecha, en dirección al acantilado. Era la que daba a la pista de aterrizaje, y en esos momentos dos enormes camiones semirremolque (sin el remolque) estaban descendiendo por la pronunciada pendiente a una velocidad considerable, hacia el coche de Schofield y Gant.
En el aire, por encima de los dos camiones, flotaba un aerodinámico helicóptero Bell Jet Ranger con «AXON CORP» escrito en sus flancos, también proveniente de la dirección de la pista de aterrizaje.
Han avisado por radio a ExSol
, pensó Schofield,
y han enviado a todo aquel que han podido desde la pista de aterrizaje
.
—¡Esos camiones vienen directos a nosotros! —exclamó Gant.
—No —dijo Schofield—. No van a embestirnos. Van a bloquear la carretera.
Los dos semirremolques llegaron a la intersección del camino de la pista de aterrizaje y la Gran Carretera Marítima y se colocaron de lado, deteniéndose a la vez, cubriendo la carretera. Bloqueándola por completo.
—Madre —dijo Schofield por la radio—. Tengo que dejarte. Por favor, ven tan pronto como puedas.
El WRX siguió avanzando por el lado del acantilado, acercándose con rapidez a los dos semirremolques.
Entonces, a ciento ochenta metros de la barrera de camiones, Schofield pisó los frenos y las ruedas del WRX chirriaron hasta detenerse.
Un callejón sin salida.
Dos camiones. Un coche de rali.
Schofield miró por su espejo lateral; el grupo de cinco coches de ExSol se acercaba velozmente a él.
Tras los coches de ExSol se alzaba el gigantesco castillo de piedra, oscuro y sombrío, cuando, de repente, dos helicópteros emergieron delante de la fortaleza y se dispusieron también a seguirlos.
Dos helicópteros Mi-34 de los Skorpion de Zamanov.
—Entre la espada y la pared —dijo Schofield.
—¡Y menuda pared! —exclamó Gant.
Schofield maniobró el coche para colocarlo recto de nuevo.
Sus ojos contemplaron la escena: dos camiones, el helicóptero de Axon, paredes rocosas escarpadas a la derecha, una caída de ciento veinte metros a la izquierda protegida por una barrera baja de hormigón.
La barrera
, pensó.
—Tenemos a los coches casi encima… —le avisó Gant.
Pero Schofield seguía contemplando la barrera de seguridad. El helicóptero se alzaba justo a la altura de la carretera.
—Podemos hacerlo —dijo en voz baja mientras entrecerraba los ojos.
—¿Hacer qué? —Gant se volvió, alarmada.
—Agárrate.
Schofield pisó el acelerador.
El WRX salió despedido hacia los camiones.
El coche alcanzó gran velocidad, ayudado por su tracción a las cuatro ruedas, mientras su turbocompresor zumbaba con fuerza.
Sesenta kilómetros por hora se convirtieron en ochenta…
Cien…
Ciento veinte…
El WRX se acercaba a los camiones.
Sus dos conductores, hombres de ExSol que habían estado esperando en la pista de aterrizaje, intercambiaron miradas.
Pero ¿qué estaba haciendo ese tío
?
Y entonces, de repente, Schofield giró a la izquierda… pegando el coche a la barrera de hormigón. Iiiiiiiiiiiiiiiii.
El WRX golpeó la barrera y las ruedas de su lado izquierdo chirriaron contra esta, haciendo que todo el lado izquierdo del coche se elevara un poco de la carretera…
… Hasta subirse a la barrera.
Sus ruedas izquierdas se levantaron del asfalto. En ese momento rodaban por encima de la barrera de hormigón, de manera tal que el coche se desplazaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
El interior del coche se ladeó.
—¡Sigue sin haber espacio suficiente! —gritó Gant mientras señalaba al camión estacionado junto a la valla.
Tenía razón.
—¡Aún no he acabado! —gritó Schofield.
Y entonces giró bruscamente el volante a la derecha.
La respuesta fue inmediata.
El WRX comenzó a dar bandazos, la parte delantera hacia la derecha y la trasera a la izquierda, zarandeándose peligrosamente hacia el océano hasta que finalmente su sección trasera se deslizó…
… Por el borde de la barrera de seguridad.
Las ruedas traseras del WRX pendían en esos momentos a ciento veinte metros por encima del océano.
Pero el coche seguía moviéndose con rapidez, seguía derrapando hacia delante, con su parte inferior deslizándose sobre la parte superior de la barrera de seguridad, sus ruedas delanteras colgando del lado de la barrera que daba a la carretera y sus ruedas traseras suspendidas sobre el océano… de manera que en esos momentos ninguna de sus ruedas tocaba el suelo.
—¡Aaaah! —gritó Gant.
El WRX derrapó lateralmente a lo largo de la barrera de seguridad, con su peso casi perfectamente equilibrado, su parte inferior chirriando y levantando una ráfaga de chispas hasta que, para sorpresa del conductor del camión, dejó atrás los camiones, metiéndose en el hueco formado entre el camión y la barrera, un hueco que hasta ese momento había sido demasiado estrecho como para que pasara un coche.
Pero entonces ocurrió lo inevitable.
Con una fracción más de su peso colgando del lado exterior de la barrera, el coche (a pesar de su impulso) comenzó a inclinarse hacia abajo.
—¡Vamos a caer! —gritó Gant.
—No, no lo haremos —dijo Schofield con calma.
Tenía razón.
Pues, justo en ese momento, la parte trasera del coche se golpeó a gran velocidad contra el morro del helicóptero de Axon, que se cernía inmóvil al otro lado de la barrera.
La sección posterior del coche rebotó contra el morro del helicóptero a gran velocidad, cual
pinball
, y el impacto fue lo suficientemente potente como para levantar al WRX por encima de la barrera y devolverlo a la carretera… al otro lado de la barricada conformada por los camiones.
Tal como Schofield había planeado.
Las ruedas del WRX tocaron de nuevo el asfalto y recuperaron su tracción. El coche siguió avanzando.
Justo a tiempo.
Porque, un segundo después, los dos camiones se movieron para dejar que los cinco coches de ExSol pasaran entre ellos, como balas saliendo de un arma, a la captura de Schofield.
Los tenían encima.
Los dos coches deportivos europeos que ExSol había cogido prestados de Jonathan Killian (el Ferrari rojo y el Porsche plateado; bajos, aerodinámicos y vertiginosamente rápidos) estaban pisándole los talones a Schofield.
Los dos mercenarios a bordo del Porsche hicieron pleno uso del techo descapotable: les permitía que un hombre se pusiera de pie y disparara al WRX de Schofield. El que disparaba desde el Ferrari tenía que asomarse por la ventana del copiloto.
Cuando la luna trasera del WRX se hizo añicos por los disparos enemigos, Gant se volvió para mirar a Schofield.