El gancho de acero se agarró al suelo del ascensor y frenó la caída de Madre. Había comenzado a trepar por él cuando…
Zum-zum-zum-zum-zum-zum-zum…
El Lynx.
Había vuelto y se cernía, amenazador, ante Madre mientras esta pendía del suelo del ascensor destruido. Tras él, un segundo helicóptero Lynx del IG-88 observaba la escena.
Esta vez el Lynx se hallaba tan cerca de Madre que esta pudo ver el rostro sonriente del piloto.
La saludó con la mano y a continuación agarró el disparador de su arma.
Madre, colgando de la plataforma del ascensor, totalmente vendida, negó con la cabeza.
—No…
Los cañones de la minigun del helicóptero comenzaron a rotar, justo cuando Madre percibió un movimiento tras el aparato: una columna de humo gris, tras el Lynx, la estela de un misil que parecía provenir de…
El segundo helicóptero Lynx.
El misil impactó en el Lynx que había estado amenazando a Madre.
Se produjo una explosión colosal en el aire y, en menos de un segundo, el Lynx había desaparecido. Tan cerca estaba de la onda expansiva que Madre no pudo hacer otra cosa que seguir agarrándose con fuerza al Maghook.
Los restos del primer Lynx comenzaron a golpearse contra el edificio, humeantes, en llamas.
Lo que quedaba del helicóptero se precipitó a una franja de hierba situada en la base del edificio con un fuerte estruendo.
Madre miró hacia el segundo helicóptero Lynx, el que había volado en pedazos a su compañero… y vio al piloto.
Libro II.
Oyó su voz por el auricular:
—Hola. Acabo de encontrarme con esta preciosidad en el tejado. Por desgracia, su piloto no quería vendérmelo. Me preguntaba dónde se había metido.
—Ja, ja, muy gracioso, Libro —dijo Madre mientras trepaba al quinto ascensor—. ¿Qué tal si me baja de esta puta torre?
—Encantado. Pero ¿puede conseguirme algo primero?
Madre corría por un pasillo de la planta 39. Su Colt encabezaba la marcha.
Aquel lugar era un desastre. Las paredes estaban llenas de agujeros de balas. Nada fabricado en cristal o vidrio seguía en pie.
Si el IG-88 seguía allí, Madre no se topó con ellos.
—Está cerca de la escalera interna —explicó la voz de Libro por su auricular—. La sala donde encontramos a Rosenthal. Tiene que ser una especie de sala de interrogatorios.
—Recibido —dijo Madre.
Madre vio una puerta cerca de la parte superior de las escaleras en curva y corrió hacia ella.
Al entrar se encontró con un espejo semirreflectante que daba a una sala de interrogatorios adyacente. Dos videocámaras apuntaban al espejo. En una mesa cercana había gruesas carpetas de papel manila y dos cintas de vídeo digitales.
—Es una sala de interrogatorios —informó Madre—. Hay archivos. Cintas de vídeo. ¿Qué es lo que quiere?
—Todo. Todo lo que pueda coger. Y todo lo que tenga que ver con el M-12 o el CincLock-VII. Y coja las cintas, incluso las que sigan dentro de las videocámaras.
Madre cogió un maletín Samsonite plateado que había en el suelo y lo llenó de documentos y de cintas de vídeo. Las dos cámaras tenían cintas, así que también las cogió.
Y entonces salió de la sala de interrogatorios y subió las escaleras de incendios que conducían al tejado.
Llegó al exterior corriendo, bajo la lluvia, justo cuando Libro aterrizó allí con su Lynx. Subió al helicóptero y este despegó, dejando las ruinas humeantes de la torre King tras de sí.
Agencia de Inteligencia del departamento de Defensa
Subnivel 3, Pentágono
26 de octubre, 07.00 horas (hora local).
(12.00 horas en Londres).
El jefe de Dave Fairfax lo pilló cuando estaba saliendo de su despacho para ir al hospital Saint John a buscar al doctor Thompson Oliphant.
—¿Adónde cree que va, Fairfax?
Su nombre era Wendel Hogg y era un gilipollas. Hogg, un tipo fornido, había pertenecido al ejército: veterano de guerra en Iraq, un detalle que no perdía la ocasión de mencionar.
La cuestión es que Hogg era un estúpido. Y, siguiendo la tradición de los jefes estúpidos en cualquier lugar del planeta:
(a) se aferraba rígida e inflexiblemente a las normas
(b) despreciaba a la gente con talento como David Fairfax
—Voy a por café —dijo Fairfax.
—¿Qué tiene de malo el café de aquí?
—He probado ácido fluorhídrico mejor que el café de aquí.
Justo entonces, una joven menuda entró en la oficina. Era la chica que repartía el correo, una escasamente llamativa muchacha llamada Audrey. Los ojos de Fairfax se iluminaron al verla. Por desgracia, también los de Hogg.
—Hola, Audrey —la saludó Fairfax con una sonrisa.
—Hola, Dave —respondió ella con timidez. Para otros podía ser una chica poco agraciada, pero a Fairfax le parecía bonita.
Entonces Hogg dijo en voz alta:
—Pensaba que se iba, Fairfax. Oiga, ya que va al Starbucks, ¿por qué no nos trae un par de
frappuccinos
grandes? Y rápido, ¿quiere?
A Fairfax se le ocurrieron un millón de contestaciones ocurrentes, pero se limitó a suspirar.
—Lo que usted diga, Wendel.
—Eh —gritó Hogg—. Diríjase a mí como sargento Hogg o sargento, joven. No recibí una bala en Iraq para que un debilucho informático como usted me llame Wendel. Porque, cuando llegue el momento de ponerse en pie y mirar frente a frente al enemigo… —Le lanzó una mirada engreída a Audrey—. ¿Quién querría que sostuviera el arma, usted o yo?
El rostro de Fairfax se enrojeció.
—Diría que usted, Wendel.
—Buena respuesta.
Y, avergonzado, tras despedirse con la cabeza de Audrey, Fairfax se marchó.
Urgencias del hospital Saint John
Arlington (EE. UU).
26 de octubre, 07.15 horas
Fairfax entró en las urgencias del Saint John y se dirigió a la recepción.
No estaba muy concurrida a esas horas de la mañana. Solo había cinco personas (más bien muertos vivientes) sentadas en la sala de espera.
—Hola, mi nombre es David Fairfax. Quería ver al doctor Thompson Oliphant.
La enfermera del mostrador masticaba chicle perezosamente.
—Un segundo. ¡Doctor Oliphant! ¡Alguien pregunta por usted!
Una segunda enfermera salió de uno de los boxes con cortinas.
—Glenda, shhh. Ha ido a echarse un rato. Iré a buscarlo.
La segunda enfermera desapareció por el pasillo.
En ese momento, un hombre de color muy alto se acercó al mostrador de recepción junto a Fairfax.
Tenía la piel muy oscura y la frente inclinada propia de los habitantes de Sudáfrica. Llevaba unas gafas de sol modelo Elvis y una gabardina oscura. Era el Zulú.
—Buenos días —dijo el Zulú con fría formalidad—. Me gustaría ver al doctor Oliphant, por favor.
Fairfax intentó no mirar al cazarrecompensas, intentó que no se notara que su corazón latía a toda velocidad.
Alto y desgarbado, el Zulú era enorme, del tamaño de un jugador de baloncesto profesional. La cabeza de Fairfax le llegaba al pecho.
La enfermera del mostrador hizo un globo con el chicle.
—Vaya, pues sí que está solicitado esta mañana. Está descansando. Ya han ido a buscarlo.
En ese momento, un médico con ojos somnolientos apareció al otro extremo del pasillo de uso exclusivo para personal autorizado.
Era un hombre mayor: cabello cano, rostro arrugado. Llevaba una bata blanca. Salió de la habitación lateral frotándose los ojos. Se puso las gafas.
—¿Doctor Oliphant? —comenzó el Zulú.
—¿Sí? —dijo el anciano doctor mientras se acercaba.
Fairfax fue el primero en ver el arma bajo la gabardina del Zulú.
Era un Cz-25, uno de los subfusiles más rudimentarios del mundo. Se parecía al Uzi, solo que era peor (el hermano gemelo feo, con un cargador de cuarenta balas sobresaliéndole de la empuñadura).
El Zulú sacó el arma, apuntó con ella a Oliphant y, ajeno a la presencia de al menos siete testigos, apretó el gatillo.
Fairfax, junto al asesino, hizo lo único que se le ocurrió.
Empujó el arma con su mano derecha, haciendo que la ráfaga inicial agujereara la pared situada junto a la cabeza de Oliphant.
La gente se agachó.
Las enfermeras gritaron.
Oliphant se tiró al suelo.
El Zulú golpeó con el revés a Fairfax y este se golpeó contra un carrito cercano.
Entonces el Zulú echó a andar, no a correr. Rodeó la mesa de recepción y se dirigió al pasillo de uso exclusivo para el personal del hospital, tras Oliphant, con su Cz-25 en ristre.
Disparó sin piedad.
Las enfermeras se apartaron de su camino.
Oliphant se arrastró de rodillas por el suelo hasta una sala de suministros que daba al pasillo mientras las balas impactaban en el suelo a su alrededor.
Fairfax yacía entre los objetos que portaba el carrito sobre el que había caído. Vio una bolsa de polvo blanco: «Ceolita —Cloro—Producto de limpieza industrial —Evitar contacto con la piel». La cogió.
A continuación se puso de pie y echó a correr mientras todos los demás se apartaban de la acción. Se asomó por el pasillo de personal y vio que el Zulú se detenía delante de una puerta abierta y levantaba su Cz-25.
Fairfax le lanzó la bolsa del cloro en polvo por el aire, que golpeó al Zulú en un lateral de la cabeza y estalló en una nube de polvareda blanca.
El Zulú gritó y se alejó de la puerta, dándose manotazos en su cabeza cubierta de polvo, intentando desesperadamente quitarse la abrasadora ceolita de su piel. Los cristales de sus gafas de sol estaban en esos momentos cubiertos por una capa de polvo blanco. Estaban empezándole a salir ampollas en la piel.
Fairfax echó a correr por el pasillo y se deslizó por el suelo, justo por debajo del Zulú. Se asomó por la puerta y vio al doctor Oliphant escondido bajo unas estanterías, cubriéndose el rostro.
—¡Doctor Oliphant! Escúcheme. Mi nombre es David Fairfax y trabajo en la agencia de Inteligencia del departamento de Defensa. ¡No soy ningún héroe, pero ahora mismo es todo lo que tiene! ¡Si quiere salir con vida de esta, será mejor que venga conmigo!
Oliphant extendió la mano y Fairfax se la cogió. Levantó al médico. A continuación esquivaron al Zulú, que seguía intentando quitarse el polvo del rostro, y salieron del hospital.
Las puertas correderas automáticas se abrieron un instante antes de volar en pedazos por el impacto de los disparos del Cz-25.
El Zulú estaba de nuevo en la competición y quería venganza.
Había una ambulancia aparcada justo a la entrada de urgencias.
—¡Suba! —gritó Fairfax mientras abría la puerta del conductor. Oliphant saltó al asiento del copiloto.
Fairfax encendió el motor y pisó el acelerador. La ambulancia aceleró, pero no antes de que los dos oyeran un golpe sordo en la parte trasera del vehículo.
—Oh, oh… —dijo Fairfax.
Por el espejo lateral vio la enorme figura del Zulú en el parachoques trasero, con sus manos agarradas a las barras del techo.
¡El Zulú estaba en la ambulancia
!
Las ruedas del vehículo chirriaron cuando Fairfax aceleró en la rotonda y salieron al aparcamiento.
Pasó por encima de un badén y una franja de hierba con la esperanza de que el Zulú se soltara del parachoques. La ambulancia metió un bote tremendo al pasar por encima del siguiente badén a gran velocidad. Fairfax estaba seguro de que nadie podría haberse logrado asir tras algo así.
Pero entonces las puertas traseras de la ambulancia se abrieron desde el exterior y el Zulú entró en el compartimento trasero.
—¡Mierda! —gritó Fairfax.
El Zulú ya no llevaba su Cz-25, pues había tenido que soltarlo para lograr agarrarse a la ambulancia con las dos manos.
Pero en esos momentos, a salvo en el interior del vehículo, sacó un machete de hoja larga de su gabardina y miró a Fairfax y Oliphant con una furia desmedida en sus ojos inyectados de sangre.
Fairfax vio el machete.
—Dios mío…
El Zulú avanzó hacia ellos por el compartimento trasero, agarrándose a una camilla con ruedas con el freno echado.
Fairfax tenía que hacer algo, y rápido.
Vio que la carretera se bifurcaba: a la izquierda hacia la salida y a la derecha hacia una rampa de cemento en curva desde la que se accedía al aparcamiento de varias plantas del hospital.