Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
En todo caso, lo que los colonos pudieron observar, desde luego con gran satisfacción, fue que el brick llevaba un cargamento muy variado, un surtido completo de artículos de toda especie: utensilios, productos, manufacturas y herramientas, como los que cargan los buques que hacen el gran cabotaje de Polinesia. Era probable que allí se encontrase un poco de todo, y esto era precisamente lo que más convenía a la colonia de la isla Lincoln.
Sin embargo, observación que hizo Ciro Smith con admiración silenciosa, no sólo el casco del brick había sufrido enormemente, como se ha dicho, a consecuencia del choque, cualquiera que fuese, que había producido la catástrofe, sino que también los alojamientos estaban devastados, sobre todo en la parte de proa. Los tabiques y los puntales se hallaban rotos, como si algún formidable obús hubiera estallado en el interior del buque. Los colonos pudieron pasar fácilmente de proa a popa después de haber separado las cajas, que iban sacando. No eran fardos pesados, cuya descarga hubiera sido difícil, sino bultos sencillos, cuya estiba, por otra parte, no podía ya reconocerse.
Los colonos llegaron hasta la popa, coronada en otro tiempo por la toldilla. Allí, según la indicación de Ayrton, debía buscarse el pañol de la pólvora. Ciro Smith, pensando que no había habido explosión, creía posible salvar algunas barricas, porque la pólvora, que ordinariamente está encerrada en envolturas de metal, habría sufrido poco con el contacto del agua.
Esto era, en efecto, lo que había sucedido. En medio de gran cantidad de proyectiles se hallaron unos veinte barriles, cuyo interior estaba guarnecido de cobre, y que fueron extraídos con precaución. Pencroff se convenció por sus propios ojos de que la destrucción del
Speedy
no podía ser atribuida a una explosión. La parte del casco donde se encontraba situado el pañol de la pólvora, era precisamente la que menos había sufrido.
—Es posible —dijo el obstinado marino—, pero insisto en que no puede haber chocado el buque en una roca, porque no hay rocas en el canal.
—Entonces, ¿qué ha pasado? —preguntó Harbert.
—No lo sé —contestó Pencroff—. El señor Ciro tampoco lo sabe, ni lo sabe nadie, ni lo sabrá nunca.
Estas diversas investigaciones ocuparon varias horas a los colonos, y, al empezar de nuevo el reflujo, hubo que suspender los trabajos de salvamento. Por lo demás, no habría que temer que el casco del brick fuese arrastrado por el mar, porque estaba empotrado en la arena y tan sólidamente fijo, como si tuviera sus dos anclas tendidas.
Podía esperarse sin inconveniente la hora de la marea para continuar las operaciones. En cuanto al buque, estaba absolutamente condenado y había que darse prisa para salvar sus restos, porque no tardaría en desaparecer en las arenas movedizas del canal.
Eran las cinco de la tarde. El día había sido duro para los trabajadores, los cuales comieron con apetito y, a pesar de su cansancio, no resistieron, después de comer, al deseo de visitar las cajas de que se componía el cargamento del
Speedy.
La mayor parte contenía ropas hechas que, como es de suponer, fueron bien recibidas. Había para vestir a toda la colonia, ropa blanca para todos usos, y calzados para todos los pies.
—¡Somos riquísimos! —exclamó Pencroff—. Pero ¿qué vamos a hacer de todo esto?
Y estallaban los hurras del alegre marino al encontrar barriles, de tafia, bocoyes de tabaco, armas de fuego y armas blancas, balas de algodón, instrumentos de labranza, herramientas de carpintero, de ebanista, de herrero, y cajas de simientes de toda especie, que su corta permanencia en el agua no podía alterar. ¡Cuán oportunamente habrían llegado todas estas cosas dos años antes! Pero, en fin, aunque los industriosos colonos se habían provisto de los útiles más indispensables, aquellas riquezas serían convenientemente empleadas.
En los almacenes del Palacio de granito había sitio para ponerlas, pero aquel día faltó el tiempo para la tarea y no pudo almacenarse todo.
No debía olvidarse, sin embargo, que seis piratas sobrevividos a la pérdida de la tripulación del
Speedy
se hallaban en la isla, que eran verdaderamente bandidos redomados y que debían prevenirse contra ellos. Aunque el puente del río de la Merced y los puentecillos estaban levantados, los piratas no eran hombres a quienes podía servir de obstáculo un río o un arroyo e, impulsados por la desesperación, podían hacerse temibles.
Era preciso acordar lo que debiera hacerse sobre el particular.
Entretanto había que guardar con cuidado las cajas y bultos amontonados cerca de las Chimeneas.
Transcurrió la noche sin que los presidiarios intentaran ninguna agresión. Maese
Jup
y
Top,
de guardia al pie del Palacio de granito, no habrían dejado de avisar su presencia.
Los tres días que siguieron, 19, 20 y 21 de octubre, fueron empleados en salvar todo lo que podía tener algún valor o alguna utilidad en el cargamento o en el aparejo del brick. Durante la baja marea los colonos desocuparon la bodega, y en la marea alta almacenaban los objetos salvados. Pudo arrancarse gran parte del forro de cobre que cubría el casco, el cual cada vez se hundía más en la arena. Antes que ésta se hubiese tragado los objetos pesados, que habían caído en el fondo, Ayrton y Pencroff se sumergieron varias veces hasta el lecho del canal y encontraron las cadenas y las áncoras del brick, los lingotes de lastre y hasta los cuatro cañones, que, puestos a flote por medio de barricas vacías, pudieron sacarlos a tierra.
El arsenal de la colonia no había ganado menos que las oficinas y almacenes del Palacio de granito. Pencroff, siempre entusiasta en sus proyectos, hablaba de construir una batería, que dominase el canal y la desembocadura del río. Con cuatro cañones se comprometía a impedir que entrase en las aguas de la isla Lincoln una escuadra “por poderosa que fuese”.
Como ya no quedaba del brick más que un armazón inútil, el mal tiempo lo acabó de destruir. Ciro Smith había tenido la intención de volarlo para recoger los restos sobre la costa, pero un fuerte viento del nordeste y una gruesa mar le permitieron economizar su pólvora.
En efecto, en la noche del 23 al 24, el casco del brick quedó enteramente destrozado y una parte de sus restos vino a parar a la playa.
En cuanto a papeles, es inútil decir que, aunque Ciro Smith registró minuciosamente los armarios de la toldilla, no encontró vestigio alguno.
Evidentemente, los piratas habían destruido todo lo que podía hacer referencia al capitán y al armador del
Speedy;
y como el nombre de la matrícula a la que pertenecía no estaba en el cuadro de popa, nada podía hacer sospechar su nacionalidad. Sin embargo, por ciertas formas de su proa, Ayrton y Pencroff creyeron que el brick debía ser de construcción inglesa.
Ocho días después de la catástrofe, o mejor dicho, del feliz e inexplicable desenlace, al cual debía la colonia su salvación, no se veía nada del buque ni en la baja marea. Sus restos habían sido dispersados y el Palacio de granito se había enriquecido con casi todo su cargamento.
Sin embargo, el misterio que ocultaba su extraña destrucción no se hubiera aclarado jamás, si el 30 de noviembre Nab, paseando por la playa, no hubiera encontrado un pedazo de un espeso cilindro de hierro, que tenía señales de explosión. Aquel cilindro estaba retorcido y desgarrado en sus aristas como si hubiese estado sometido a la acción de una sustancia explosiva.
Nab llevó aquel pedazo de metal a su amo, que estaba ocupado con sus compañeros en las Chimeneas. Ciro Smith lo examinó atentamente y después, volviéndose hacia Pencroff le dijo:
—¿Persiste en sostener que el
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no se ha hundido a consecuencia de un choque?
—Sí, señor —contestó el marino—. Usted sabe lo mismo que yo que no hay rocas en el canal.
—Pero ¿y si hubiera chocado con este pedazo de hierro? —dijo el ingeniero, enseñandole el cilindro roto.
—¿Con ese tubo? —exclamó Pencroff con tono de incredulidad completa.
—Amigos míos —repuso Ciro Smith—, ¿recuerdan que antes de hundirse el brick se levantó una verdadera tromba de agua?
—Sí, señor —contestó Harbert.
—Pues bien, ¿quieren saber lo que produjo la tromba? Esto —dijo el ingeniero enseñándoles el tubo roto.
—¿Eso? —preguntó Pencroff.
—Sí, este cilindro es todo lo que queda de un torpedo.
—¡Un torpedo! —exclamaron los compañeros del ingeniero.
—¿Y quién habría puesto allí este torpedo? —preguntó Pencroff, que no quería rendirse de modo alguno.
—Lo que puedo decir es que no he sido yo —contestó Ciro Smith—, pero el torpedo estaba allí y han podido ustedes juzgar su incomparable potencia.
Todo se explicaba por la explosión submarina de aquel torpedo. Ciro Smith, que durante la guerra de la Unión había tenido ocasión de experimentar esas terribles máquinas de destrucción, no podía engañarse. Bajo la acción de aquel cilindro cargado de una sustancia explosiva, nitroglicerina, picrato u otra materia de la misma naturaleza, se había levantado el agua del canal como una tromba, y el brick, como herido por un rayo en sus fondos, se había ido a pique; por eso había sido imposible ponerlo a flote: grandes eran los deterioros que había sufrido el casco. El
Speedy
no había podido resistir un torpedo que habría destruido una fragata acorazada con la misma facilidad que un simple barco de pesca.
Todo se explicaba... excepto la existencia de aquel torpedo en las aguas del canal.
—Amigos míos —dijo entonces Ciro Smith—, no podemos poner en duda la existencia de un ser misterioso, de un náufrago como nosotros, quizá, abandonado en nuestra isla, y hay que poner a Ayrton al corriente de lo que ha pasado aquí de extraordinario desde hace dos años. ¿Quién es ese bienhechor desconocido, cuya intervención tan feliz se ha manifestado en muchas circunstancias? No puedo imaginarlo. ¿Qué interés tiene para obrar así y ocultarse después de tantos servicios como nos ha prestado? No puedo comprenderlo. Pero esos servicios no son menos reales de aquellos que sólo puede prestar un hombre que disponga de un poder prodigioso. Ayrton tiene que darle las gracias como nosotros, porque si ese desconocido me ha salvado de las olas después de la caída del globo, él también, sin duda, escribió el documento y puso aquella botella en el camino del canal, dándonos a conocer la situación de nuestro compañero. Añadiré que esa caja tan bien provista de todo lo que nos faltaba, él la ha conducido y puesto en la punta del Pecio; aquel fuego encendido en las alturas de la isla y que os permitió llegar a ella, él lo encendió; aquel perdigón hallado en el cuerpo del saíno había salido de un tiro de fusil disparado por él; ese torpedo que ha destruido el brick, él lo puso en el canal; en una palabra, que todos estos hechos inexplicables son debidos a ese ser misterioso. Así, pues, quienquiera que sea, náufrago o desterrado en esta isla, seríamos ingratos si nos creyéramos desligados de todo reconocimiento para con él. Hemos contraído una deuda y tengo la esperanza de que la pagaremos un día.
—Tiene razón de hablar así, querido Ciro —dijo Gedeón Spilett—. Sí, hay un ser casi omnipotente oculto en alguna parte de la isla, cuya influencia ha sido singularmente útil para nuestra colonia. Añadiré que ese desconocido me parece que dispone de medios de acción que tienen algo de sobrenaturales, si fuese aceptable lo sobrenatural en los hechos de la vida práctica. ¿Es él quien se pone en comunicación secreta con nosotros por el pozo del Palacio de granito y ha tenido conocimiento de nuestros proyectos? ¿Es él quien nos ha echado al mar la botella cuando la piragua hacía su primera excursión? ¿Es él quien no envió a
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fuera de las aguas del lago y dio la muerte al dugongo? ¿Es él, como todo induce a creerlo, quien salvó de las olas a Ciro, en circunstancias en que cualquier hombre ordinario no hubiera podido obrar? Sí es él, posee un poder que le hace dueño de los elementos.
La observación del periodista era justa y a todos les pareció correcta.
—En efecto —añadió Ciro Smith—, si la intervención de un ser humano no es dudosa para nosotros, tampoco se puede dudar que éste posee medios de acción superiores a los que están al alcance de la humanidad.
Ese es otro misterio, pero, si descubrimos al hombre, el misterio quedará descubierto también. La cuestión es la siguiente: ¿debemos respetar el incógnito de ese ser generoso o debemos hacer lo posible para llegar hasta él? ¿Cuál es vuestra opinión en este punto?
—Mi opinión —repuso Pencroff— es que es un gran hombre y merece mi estimación.
—Cierto —dijo Ciro Smith—, pero eso no es responder, Pencroff.
—Mi amo —dijo entonces Nab—, creo que, por mucho que busquemos a ese señor, no lo descubriremos hasta que él no quiera.
—No has dicho ningún disparate, Nab —repuso Pencroff.
—Soy del parecer de Nab —añadió Gedeón Spilett—, pero no es razón para no intentar la aventura. Hallemos o no a ese ser misterioso, por lo menos habremos cumplido nuestro deber para con él.
—Y tú, hijo mío, danos tu parecer —dijo el ingeniero volviéndose a Harbert.
—¡Ah! —exclamó Harbert, cuya mirada se animaba—, desearía con toda el alma dar las gracias a quien ha salvado a usted, primero, y nos ha salvado después a los demás.
—No está mal dicho, hijo mío —dijo Pencroff—. Yo también y todos nosotros desearíamos lo mismo. No soy curioso, pero daría un ojo por ver cara a cara a ese individuo. Me parece que debe ser hermoso, grande, fuerte, con una gran barba, cabellos como rayos y sentado sobre nubes con una bola en la mano.
—¡Pencroff! —intervino Gedeón Spilett—. Es el retrato del Padre Eterno.
—Es posible, señor Spilett —repuso el marino—, pero yo me lo figuré así.
—¿Y usted, Ayrton? —preguntó el ingeniero.
—Señor Smith —contestó Ayrton—, yo no puedo decir mi parecer en estas circunstancias. Lo que ustedes hagan estará bien hecho y, cuando ustedes quieran asociarme a sus investigaciones, estaré dispuesto a seguirlos.
—Gracias, Ayrton —dijo Ciro Smith—. Sin embargo, quisiera una respuesta más directa a la pregunta que le he hecho. Es usted nuestro compañero, ha hecho ya sacrificios por nosotros, y tiene derecho, como todos, a ser consultado cuando se trata de tomar una decisión importante. Hable usted.
—Señor Smith —contestó Ayrton—, creo que debemos hacer lo posible por encontrar a ese bienhechor desconocido. Quizá está solo, quizá está enfermo, quizá se trata de una existencia que hay que renovar. Yo también, como usted ha dicho, tengo una deuda de reconocimiento con él, porque no puede ser otro el que vino a la isla Tabor, encontró al miserable que ustedes han conocido y les dio noticias de que había un desgraciado a quien salvar. Gracias a él he vuelto a ser hombre y no lo olvidaré jamás.