Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
No quedaba a Ayrton más que hacer que volver a dar cuenta a sus compañeros del resultado de la misión de que se había encargado, y con esa idea se dispuso a regresar a la proa del brick a fin de dejarse caer al mar.
Pero en aquel momento se le ocurrió una idea heroica a aquel hombre que, según había dicho, quería hacer más que su deber: sacrificar su vida, salvando al mismo tiempo la isla y los colonos. Era indudable que Ciro Smith no podría resistir a cincuenta bandidos bien armados y que penetrando a viva fuerza en el Palacio de granito, o sitiando por hambre a los colonos, los vencerían. Se representó a sus salvadores, a los que le habían convertido en hombre y a los que debía todo, muertos sin piedad, destruidas sus obras y cambiada la isla en nido de piratas. Se dijo que él era la causa primera de tantos desastres, puesto que su antiguo compañero Bob Harvey no había hecho más que realizar los proyectos que él había concebido, y un sentimiento de horror se le escapó de todo su ser, al mismo tiempo que un deseo irresistible de hacer volar el brick con todos los hombres que llevaba a bordo. El perecería en la explosión, pero habría cumplido con su deber.
Ayrton no vaciló. Llegar a la santabárbara, que está siempre situada a popa de todo buque, era cosa fácil. No podía dejar de llevar pólvora un buque que hacía semejante oficio y bastaría una chispa para aniquilarlo en un instante.
Ayrton bajó con precaución al entrepuente, cubierto de bandidos, a quienes la embriaguez más que el sueño tenía dormidos. Al pie del palo mayor había un farol encendido, alrededor del cual se veía un armero guarnecido de armas de fuego de todas especies.
Ayrton tomó un revólver, asegurándose primero de que estaba cargado y cebado: no necesitaba más que consumar la obra de destrucción. Se adelantó con precaución hacia popa para llegar bajo la toldilla del brick, donde debía estar la santabárbara. Sin embargo, por aquel entrepuente, escasamente iluminado, era difícil andar sin tropezar con algún bandido que no estuviera profundamente dormido. De aquí que los juramentos y golpes obligaron a Ayrton, más de una vez, a suspender su marcha. Pero, al fin, llegó al tabique que cerraba el cuerpo de popa y halló la puerta que debía darle acceso a la santabárbara.
Obligado a forzar aquella puerta, puso manos a la obra.
Era tarea difícil de llevar a cabo sin ruido, porque se trataba de romper un candado; pero, bajo la mano vigorosa de Ayrton, el candado saltó y quedó abierta la puerta...
En aquel momento un brazo se apoyó sobre el hombro de Ayrton.
—¿Qué haces ahí? —preguntó con voz ronca un hombre alto, que, levantándose en la oscuridad, llevó bruscamente al rostro de Ayrton la luz de una linterna.
Ayrton se echó hacia atrás. A la luz de la linterna había conocido a su antiguo cómplice, Bob Harvey. Este, sin embargo, no podía reconocerlo, pues le creía muerto.
—¿Qué haces ahí? —volvió a decir Bob Harvey asiendo a Ayrton por la cintura del calzón.
Pero Ayrton, sin responder, rechazó vigorosamente al jefe de los bandidos, y trató de lanzarse a la santabárbara. Un tiro de revólver en medio de aquellos toneles de pólvora y todo habría concluido.
—¡A mí, muchachos! —gritó Bob Harvey.
Dos o tres piratas, despertados a su voz, se habían levantado y, arrojándose sobre Ayrton, trataron de derribarlo. El vigoroso Ayrton se desembarazó de ellos. Resonaron dos tiros de revólver y dos bandidos cayeron, pero una puñalada, que no pudo parar, penetró en la carne por el hombro.
Ayrton comprendió que no podía ejecutar su proyecto. Bob Harvey había vuelto a cerrar la puerta de la santabárbara y en el entrepuente se había producido un movimiento que indicaba que todos los piratas despertaban. Era preciso que Ayrton se reservase para combatir al lado de Ciro Smith y, por consiguiente, no le quedaba más remedio que huir.
¿Pero era posible la fuga? Era por lo menos dudosa, aunque Ayrton estaba resuelto a intentarlo todo para volverse a reunir con sus compañeros.
Podía tirar aún cuatro tiros. Dos resonaron inmediatamente, uno de los cuales fue dirigido contra Bob Harvey y no lo hirió, al menos gravemente, y Ayrton, aprovechando el movimiento de retroceso de sus adversarios, se precipitó hacia la escalera para subir al puente del brick.
Al pasar por delante del farol, lo rompió de un culatazo de su revólver y todo quedó sumergido en una oscuridad profunda, que debía favorecer su fuga.
Dos o tres piratas, despertados por el ruido; bajaban por la escalera en aquel nioniento. Ayrton disparó el quinto tiro y derribó a uno, mientras los otros desaparecieron, no comprendiendo nada de lo que pasaba. Después, Ayrton, en dos saltos, se halló sobre el puente del brick y, descargando por última vez su revólver en la cara de un pirata que acababa de asirlo por el cuello, subió sobre la obra muerta y se precipitó al mar.
No había nadado seis brazas el fugitivo, cuando llovieron las balas a su alrededor como granizo.
Excusado es decir cuáles serían las emociones de Pencroff, que estaba oculto tras una roca del islote, y las de Ciro Smith, el periodista, Harbert y Nab, escondidos en las Chimeneas, cuando oyeron aquellas detonaciones a bordo del brick. Todos se lanzaron a la playa y, echándose los fusiles a la cara, se mantuvieron dispuestos a rechazar la agresión.
Para ellos no había duda: Ayrton, sorprendido por los piratas, había sido asesinado y quizá aquellos miserables iban a aprovecharse de la noche para hacer un desembarco en la isla.
Pasaron media hora en una ansiedad mortal. Sin embargo, las detonaciones habían cesado y Ayrton y Pencroff no volvían. ¿Había sido invadido el islote? ¿Debían correr en auxilio de Ayrton y de Pencroff?
Pero ¿cómo? La marea alta, en aquel momento, hacía el canal infranqueable; la piragua no estaba allí. Ciro Smith y sus compañeros estaban poseídos de la más horrible inquietud.
En fin, como a las doce y media, una piragua con dos hombres se acercó a la playa. Eran Ayrton, ligeramente herido en el hombro, y Pencroff, sano y salvo, a quienes sus amigos recibieron con los brazos abiertos.
Inmediatamente todos se refugiaron en las Chimeneas. Allí Ayrton contó lo que había pasado y no ocultó el proyecto que había tenido de volar el brick, proyecto que había estado a punto de ejecutar.
Todas las manos se tendieron hacia Ayrton, el cual no disimuló a los colonos la gravedad de la situación. Los piratas estaban alerta y sabían que la isla Lincoln estaba habitada. Desembarcarían muchos y bien armados; no respetarían nada y, si los colonos caían en sus manos, no tenían que esperar misericordia.
—Pues bien, sabremos morir —dijo el periodista.
—Volvamos a las Chimeneas y vigilemos —añadió el ingeniero.
—¿Tenemos alguna probabilidad de salvación, señor Ciro? —preguntó el marino.
—Sí, Pencroff.
—¡Hum! ¡Seis contra cincuenta!
—Sí, seis... sin contar...
—¿Quién? —preguntó Pencroff.
Ciro no respondió, pero señaló al cielo con la mano.
La noche transcurrió sin incidente. Los colonos estaban alerta y no habían abandonado el puesto de las Chimeneas. Los piratas, por su parte, parecían intencionados en desembarcar. Desde que se oyeron los últimos tiros de fusil dirigidos contra Ayrton, ni una detonación ni el menor ruido había anunciado la presencia del brick en las costas de la isla y casi podía creerse que habían levado el ancla pensando tener que vérselas con una población numerosa y se habían alejado de aquellos parajes.
Pero no era así y, cuando comenzó a rayar el alba, los colonos pudieron entrever a través de las brumas de la mañana una masa confusa. Era el
Speedy.
—Amigos míos —dijo entonces el ingeniero—, voy a darles las disposiciones que me parece conveniente tomar antes de que se disipe la niebla que nos oculta a la vista de los piratas, durante la cual podremos operar sin llamar la atención. Lo que importa, sobre todo, es hacer creer a esos malhechores que los habitantes de la isla son muchos y, por consiguiente, capaces de resistirlos. Propongo, pues, que nos dividamos en tres grupos, que se apostarán: el primero, aquí en las Chimeneas, y el segundo, en la desembocadura del río de la Merced. En cuanto al tercero, creo que sería bueno situarlo en el islote para impedir, o retardar al menos, toda tentativa de desembarco. Tenemos dos carabinas y cuatro fusiles: todos estaremos armados y, como la provisión de pólvora y balas es abundante, no tendremos que economizar los tiros. Nada tenemos que tener ni de los fusiles ni de los cañones del brick. ¿Qué podría contra estas rocas? Y como no tiraremos desde las ventanas del Palacio de granito, los piratas no pensarán en enviar allí las balas del cañón, que podrían causar daños irreparables. Lo temible es venir a las manos, porque los piratas son muchos. Hay que oponerse al desembarco, pero sin descubrir nuestras fuerzas. Por consiguiente, no hay que economizar las municiones: dispararemos muchos tiros, pero con buena puntería. Cada uno de nosotros tiene que matar a ocho o diez enemigos.
Ciro Smith había calculado claramente la situación, sin dejar de hablar con voz tranquila, como si se tratase de dirigir una obra cualquiera y no de arreglar el plan de batalla. Sus compañeros aprobaron estas disposiciones sin pronunciar una palabra. Se trataba sólo de tomar cada uno el puesto que le correspondía antes de que se disipara la bruma completamente.
Nab y Pencroff subieron inmediatamente al Palacio de granito y bajaron con las municiones. Gedeón Spilett y Ayrton, ambos excelentes tiradores, tomaron las dos carabinas de precisión, que alcanzaban a una milla de distancia, y los otros cuatro fusiles se repartieron entre Ciro Smith, Nab, Pencroff y Harbert.
Así se arreglaron los puestos avanzados.
Ciro Smith y Harbert se quedaron emboscados en las Chimeneas, dominando la playa, al pie del Palacio de granito, en un radio bastante grande.
Gedeón Spilett y Nab fueron a esconderse entre las rocas, en la desembocadura del río de la Merced, cuyo puente, así como los puentecillos, habían sido levantados con el objeto de impedir todo paso en canoa y todo desembarco en la orilla opuesta.
Ayrton y Pencroff lanzaron al mar la piragua y se dispusieron a atravesar el canal para ocupar separadamente dos posiciones en el islote.
De esta manera, haciéndoles fuego en cuatro puntos diferentes, los piratas deberían pensar que la isla estaba suficientemente poblada y al mismo tiempo bien defendida.
En el caso que se efectuara un desembarco sin que lo pudieran impedir o en el de verse rodeados por alguna embarcación del brick, Pencroff y Ayrton debían volver con la piragua a la isla y dirigirse al punto más amenazado.
Antes de dirigirse cada uno a su puesto, los colonos se estrecharon por última vez la mano. Pencroff no pudo dominarse para disimular su emoción al abrazar a Harbert, ¡su hijo!.... y se separaron.
Algunos instantes después, Ciro Smith y Harbert, por una parte, el periodista y Nab, por otra, habían desaparecido detrás de las rocas, y cinco minutos más tarde, Ayrton y Pencroff, que habían atravesado felizmente el canal, desembarcaban en el islote y se ocultaban en las anfractuosidades de su orilla oriental.
Ninguno podía haber sido visto, porque ellos mismos no distinguían al brick a través de la niebla.
Eran las seis y media de la mañana. Pronto, la niebla se desgarró poco a poco en las capas superiores del aire y el tope de los mástiles del brick salió entre los vapores. Por algunos instantes gruesas volutas rodaron por la superficie del mar, después se levantó la brisa y disipó rápidamente la bruma.
El
Speedy
se presentó a la vista de los colonos sostenido por sus dos anclas, dando la proa al norte y presentando a la isla su costado de babor.
Como había calculado Ciro, estaba a menos de milla y media de la costa. La siniestra bandera negra flotaba en su cangreja. El ingeniero, con su anteojo, pudo ver que los cuatro cañones que componían la artillería de a bordo estaban asestados contra la isla y evidentemente dispuestos para hacer fuego a la primera señal.
Sin embargo, el
Speedy
permanecía mudo. Se veían unos treinta piratas ir y venir por el puente. Algunos habían subido a la toldilla; otros dos, situados en las barras del juanete mayor y provistos de catalejos, observaban la isla con atención.
Bob Harvey y su tripulación difícilmente se explicaban lo que había pasado la noche anterior a bordo del brick. Aquel hombre medio desnudo, que había tratado de forzar la puerta de la santabárbara y contra el cual había luchado, que había descargado seis veces el revólver contra ellos y que había matado a uno y herido a dos, ¿había podido escapar de sus balas? ¿I labia podido volver a la isla a nado? ¿De dónde venía y qué iba a hacer a bordo del buque? ¿Su proyecto era realmente el de volar el brick, como pensaba Bob Harvey?
Todo esto debía ser muy confuso para los presidiarios, pero lo que no podía dudarse era que la isla desconocida, ante la cual había anclado el brick, estaba habitada y tenía, quizá, una colonia dispuesta a defenderla.
Y, sin embargo, nadie se presentaba, ni en la playa ni en las alturas: el litoral parecía absolutamente desierto y no había señal de habitación. ¿Habrían huido los habitantes hacia el interior?
Esto era lo que se preguntaban el jefe y los piratas, y sin duda, aquél, como hombre prudente, trataba de reconocer el país antes de empeñar su gente en una acción.
Durante hora y media ningún indicio de ataque ni de desembarco se observó a bordo del brick Era evidente que Bob Harvey vacilaba y, sin duda, sus mejores anteojos no le habían permitido divisar ni un colono escondido entre las rocas. No era tampoco probable que hubiese llamado su atención el ramaje y los bejucos que ocultaban las ventanas del Palacio de granito y se destacaban sobre la roca desnuda. En efecto, ¿cómo imaginar que se había abierto una habitación a aquella altura en la masa granítica? Desde el cabo de la Garra hasta los cabos Mandíbulas, en todo el perímetro de la bahía de la Unión, nada podía indicarles que la isla estuviese o pudiera estar ocupada.
Sin embargo, a las ocho de la mañana, los colonos observaron cierto movimiento a bordo del
Speedy.
Los piratas halaban los aparejos de las embarcaciones y echaban una canoa al mar. Siete hombres bajaron armados de fusiles; uno de ellos se puso a la barra, cuatro a los remos y los otros dos se agacharon hacia proa dispuestos a disparar sus fusiles, examinando con cuidado la isla. Su objeto era practicar un reconocimiento, pero no desembarcar, porque en este caso habrían venido más.