Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Como era fácil acercarse a tierra, aquella mañana los cazadores oficiales de la colonia, es decir, Harbert y Gedeón Spilett, fueron a dar un paseo de dos horas y volvieron con muchas sartas de patos y becasinas.
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había hecho maravillas y no había perdido ni una pieza, gracias a su celo y actividad.
A las ocho de la mañana el
Buenaventura
aparejaba y navegaba rápidamente subiendo hacia el cabo Mandíbula Norte, porque llevaba viento en popa y la brisa tendía a refrescar.
—Por lo demás —dijo Pencroff—, no me admiraría que se preparase alguna racha del oeste. Ayer el sol se puso detrás de un horizonte rojo y esta mañana he visto
colas de gato,
que no me presagiaban nada bueno.
Aquellas colas de gato eran cirros esparcidos por el cenit y cuya altura no es nunca inferior a cinco mil pies sobre el nivel del mar. Parecían ligeros copos de algodón, cuya presencia anuncia ordinariamente alguna próxima alteración de los elementos.
—Pues bien —dijo Ciro Smith—, despleguemos toda la tela que se pueda y vamos a buscar refugio al golfo del Tiburón. Creo que allí el
Buenaventura
estará seguro.
—Perfectamente —respondió Pencroff—; por otra parte, la costa del norte no tiene más que dunas insignificantes.
—No me desagradaría —añadió el ingeniero— pasar la noche y también el día de mañana en esa bahía, que merece una exploración detenida.
—Creo que, queramos o no, tendremos que detenemos en ella —repuso Pencroff—, porque el horizonte empieza a presentarse amenazador por la parte oeste. ¡Vea cómo se va cubriendo!
—En todo caso tendremos buen viento para llegar al cabo Mandíbula —observó el periodista.
—Muy bueno —contestó el marino—, mas para entrar en el golfo será necesario dar bordadas y preferiría ver claro en estos parajes que no conozco.
—Parajes que deben estar sembrados de escollos —observó Harbert—, si se ha de juzgar por lo que hemos visto en la costa meridional del golfo del Tiburón.
—Pencroff —dijo entonces Ciro Smith—, haga lo que mejor le parezca. Tenemos confianza en usted.
—Esté tranquilo, señor Ciro —respondió el marino—, que no me expondré sin necesidad. Preferiría una cuchillada en mis obras vivas a una pedrada en mi
Buenaventura.
Lo que Pencroff llamaba obras vivas era la parte sumergida de la quilla de su embarcación, a la cual cuidaba más que a su propia piel.
—¿Qué hora es? —preguntó el marino.
—Las diez —contestó Gedeón Spilett.
—¿Y a qué distancia estamos del cabo, señor Ciro?
—A unas quince millas —repuso el ingeniero.
—Es cuestión de dos horas y media —dijo entonces el marino—, y estaremos en el cabo entre las doce y la una. Por desgracia la marea estará bajando en ese momento y habrá en el golfo una corriente de reflujo. Temo que sea difícil entrar teniendo viento y mar contra nosotros.
—Tanto más —observó Harbert— que hoy es luna llena y estas mareas de abril son peligrosas.
—Y bien, Pencroff —preguntó Ciro Smith—, ¿no puede usted fondear en la punta del cabo?
—¡Fondear cerca de tierra con mal tiempo en perspectiva! —exclamó el marino—. ¿Lo ha pensado bien, señor Ciro? Eso sería querer estrellarse voluntariamente contra la costa.
—Entonces, ¿qué va a hacer?
—Tratar de mantenernos al largo hasta la hora del flujo, es decir, hasta las siete de la tarde, y, si entonces hay posibilidad, intentaré entrar en el golfo; si no, continuaremos corriendo bordadas durante toda la noche y entraremos mañana al salir el sol.
—Ya le he dicho, Pencroff, que confiamos en su experiencia —respondió Ciro Smith.
—¡Ah! —dijo Pencroff—, ¡si al menos hubiese un faro en esa costa! Sería más cómodo para los navegantes.
—Sí —añadió Harbert—, tanto más que esta vez no tendremos un ingeniero previsor que encienda una hoguera para guiamos al puerto.
—A propósito, mi querido Ciro —dijo Gedeón Spilett—, no le hemos dado las gracias por aquel fuego que encendió; pero la verdad es que, si no se le hubiera ocurrido encenderlo, jamás habríamos podido llegar...
—¿Un fuego? —preguntó Ciro Smith, muy admirado de las palabras del periodista.
—Aludimos, señor Ciro —dijo Pencroff—, a la situación embarazosa en que nos vimos a bordo del
Buenaventura
en las últimas horas que precedieron a nuestro regreso; porque habríamos pasado a sotavento de la isla sin la precaución que usted tomó de encender una hoguera en la noche del 19 al 20 de octubre en la meseta del Palacio de granito.
—¡Sí, sí...! Fue una idea feliz —repuso el ingeniero.
—Y ahora —añadió el marino—, a no ser que a Ayrton se le ocurra la misma idea, no habrá nadie que pueda hacernos este pequeño servicio.
—No, nadie —contestó Ciro Smith.
Pocos instantes después, hallándose solo en la proa de la embarcación con el periodista, se inclinó a su oído y le dijo:
—Si hay algo cierto, Spilett, es que yo no he encendido hoguera ninguna en la noche del 19 al 20 de octubre, ni en la meseta del Palacio de granito ni en ninguna otra parte de la isla.
Las cosas pasaron como había previsto Pencroff, porque sus presentimientos no podían engañarlo. El viento refrescó y de brisa pasó a estado de vendaval, es decir, que adquirió una celeridad de 40 a 45 millas por hora, viento con el cual un buque en alta mar hubiera navegado con los rizos bajos y los juanetes arriados. Ahora bien, como eran cerca de las seis cuando el
Buenaventura
llegó cerca del golfo, y en aquel momento se hacía sentir el reflujo, le fue imposible entrar y tuvo que aguantarse al largo, porque aun cuando hubiera querido no habría podido llegar a la desembocadura del río de la Merced. Así, después de haber instalado su foque en el palo mayor a guisa de trinquetillo, esperó presentando la proa a tierra.
Por fortuna, si el viento fue muy fuerte, el mar, cubierto por la costa, no engrosó mucho y por lo tanto no había que temer las oleadas, que son un gran peligro para las pequeñas embarcaciones. El
Buenaventura
no habría zozobrado, porque tenía buen lastre; pero cayendo a bordo grandes golpes de agua hubiera podido comprometerlo, si las escotillas no hubieran resistido. Pencroff, como buen marino, se preparó para todo evento. Tenía confianza en su embarcación, pero no dejaba de esperar el día con alguna ansiedad.
Durante la noche, Ciro Smith y Gedeón Spilett no tuvieron ocasión de hablar a solas; sin embargo, las frases pronunciadas por el ingeniero al oído del periodista, daban motivo a discutir otra vez aquella misteriosa influencia que parecía reinar sobre la isla Lincoln. Gedeón Spilett no cesó de pensar en aquel incidente, nuevo e inexplicable, en aquella aparición de una hoguera en la costa de la isla. Aquel fuego no era una ilusión, lo había visto, y sus compañeros Harbet y Pencroff lo habían visto tan bien como él; les había servido para reconocer la situación de la isla en aquella noche tan oscura y no podían dudar que fuese la mano del ingeniero la que lo había encendido. ¡Ciro Smith, sin embargo, declaraba formalmente que no había hecho semejante cosa! Gedeón Spilett se prometía volver a hablar sobre este incidente, cuando el
Buenaventura
estuviese de regreso, y excitar a Ciro Smith a que pusiera a sus compañeros al corriente de aquellos hechos extraordinarios. Tal vez entonces se acordaría hacer por todos una investigación completa de todas las partes de la isla Lincoln.
Aquella noche no se encendió ningún fuego en las playas desconocidas todavía, que formaban la entrada del golfo, y la pequeña embarcación continuó aguantándose durante toda la noche.
Cuando aparecieron las primeras claridades del alba en el horizonte, el viento, que se había calmado ligeramente, giró en dos cuartos y permitió a Pencroff embocar más fácilmente la estrecha entrada del golfo.
Hacia las siete de la mañana el
Buenaventura,
después de haberse dejado llevar hacia el cabo Mandíbula Norte, entraba prudentemente en el paso y se aventuraba por aquellas aguas encerradas en el más extraño cuadro de lava.
—Vean —dijo Pencroff— una punta de mar que haría una rada admirable, donde podrían moverse escuadras enteras a su placer.
—Lo curioso, sobre todo —observó Ciro Smith—, es que este golfo ha sido formado por dos corrientes de lava vomitadas por el volcán, que se han acumulado por erupciones sucesivas. De aquí resulta que está abrigado completamente por todos lados, y es de creer que en él, aun con los peores vientos, el mar estará tranquilo como un lago.
—Sin duda —repuso el marino—, pues el viento, para entrar aquí, no tiene más que esa estrecha garganta abierta entre los dos cabos y el cabo del norte cubre el del sur, de manera que es dificilísima la entrada de las ráfagas. En verdad, nuestro
Buenaventura
podría permanecer aquí todo un año sin tesar sobre sus anclas.
—Ese golfo es un poco grande para él —observó el corresponsal.
—Convengo, señor Spilett —contestó el marino—, en que es bastante grande para el
Buenaventura,
pero, si las escuadras de la Unión necesitan un abrigo seguro en el Pacífico, creo que no le pueden hallar mejor que en esta rada.
—Estamos en la boca del tiburón —observó Nab, aludiendo a la forma del golfo.
—En plena boca, mi valiente Nab —contestó Harbert—, pero supongo que no tendrá miedo de que se cierre y nos deje dentro.
—No, señor Harbert —contestó Nab—; pero, de todos modos, este golfo no me gusta; tiene aspecto triste.
—Bueno —exclamó Pencroff—, ahí está Nab, que desprecia mi golfo, en el momento que yo pensaba regalárselo a América.
—Pero, al menos, ¿son bastante profundas sus aguas? —preguntó el ingeniero—. Pues lo que basta para la quilla del
Buenaventura
podría ser insuficiente para buques acorazados.
—Eso es fácil de averiguar —repuso Pencroff.
Y el marino echó a fondo una larga cuerda, que le servía de escandallo, a la cual había atado un pedazo de hierro. Aquella cuerda medía unas cincuenta brazas y toda entró en el agua sin tocar el suelo.
—Vamos —dijo Pencroff—, nuestros acorazados pueden venir aquí sin temor de encallar.
—En efecto —repuso Ciro Smith—, es un verdadero abismo este golfo; pero teniendo en cuenta el origen plutónico de la isla, no hay que extrañar que el fondo del mar presente depresiones semejantes.
—Parece —observó Harbert— que estas murallas han sido cortadas a pico y creo que con una sonda cinco o seis veces mayor Pencroff no encontraría fondo.
—Todo está muy bien —dijo el corresponsal—, pero debo hacer observar a Pencroff que falta una cosa importante para su rada.
—¿Cuál, señor Spilett?
—Una cortadura, un sitio cualquiera que dé acceso al interior de la isla. No veo un punto sobre el cual se pueda poner el pie.
Y en efecto, las altas lavas, muy acantiladas, no ofrecían en todo el perímetro del golfo un solo paraje propicio para el desembarco. Era una cortina infranqueable, que recordaba, pero con más aridez todavía, los fiordos de Noruega. El
Buenaventura,
rasando aquellas altas murallas hasta tocarlas, no encontró una sola punta que pudiera permitir a los pasajeros desembarcar.
Pencroff se consoló diciendo que por medio de una mina podría volar una parte de aquel muro cuando fuese necesario; y puesto que no tenían nada que hacer en aquel golfo, dirigió su embarcación hacia la garganta y salió a las dos de la tarde.
—¡Uf! —dijo Nab, exhalando un suspiro de satisfacción.
Parecía verdaderamente que el honrado negro no se sentía bien dentro de aquella enorme boca.
Desde el cabo Mandíbula a la desembocadura del río de la Merced no había más que unas ocho millas. Puso la proa hacia el Palacio de granito y el
Buenaventura,
largando sus velas, siguió la costa a una milla de distancia. A las enormes rocas de lava sucedieron pronto aquellas dunas caprichosas, entre las cuales el ingeniero había sido hallado en circunstancias tan singulares, paraje frecuentado por centenares de aves marinas.
Hacia las cuatro, Pencroff, dejando a su izquierda la punta del islote, entraba en el canal que le separaba de la costa, y a las cinco el ancla del
Buenaventura
mordía el fondo de arena en la desembocadura del río de la Merced.
Hacía tres días que los colonos habían dejado su vivienda. Ayrton les esperaba en la playa y maese
Jup
salió alegremente a recibirlos lanzando gruñidos de satisfacción.
La exploración completa de la costa de la isla estaba hecha y nada sospechoso se había observado. Si algún ser misterioso residía en ella, no podía habitar más que los bosques impenetrables de la península Serpentina, donde los colonos no habían hecho todavía sus investigaciones.
Gedeón Spilett habló de estas cosas con el ingeniero y acordaron llamar la atención a sus compañeros sobre el carácter extraño de ciertos incidentes que se habían producido en la isla y el último de los cuales era el más inexplicable.
Así, Ciro Smith, volviendo a hablar de la hoguera encendida en el litoral por mano desconocida, no pudo menos de decir por vigésima vez al periodista:
—¿Pero está usted seguro de haberla visto bien? ¿No era una erupción parcial del volcán, un meteoro cualquiera?
—No, Ciro —contestó Spilett—, era sin duda alguna un fuego encendido por mano de hombre. Por lo demás, pregunte a Pencroff y a Harbert, que lo vieron como yo, y confirmarán mis palabras.
Algunos días después, el 25 de abril, en el momento en que todos los colonos estaban reunidos en la meseta de la Gran Vista, Ciro Smith tomó la palabra y dijo:
—Amigos míos, creo que debo llamar la atención sobre ciertos hechos que han pasado en la isla y sobre los cuales me gustaría oír el parecer de todos. Estos hechos son, por decirlo así, sobrenaturales...
—¡Sobrenaturales! —exclamó el marino lanzando una bocanada de humo de tabaco—. ¡Sería posible que nuestra isla fuese sobrenatural!
—No, Pencroff, pero indudablemente es misteriosa —continuó el ingeniero—, a no ser que usted pueda explicamos lo que Spilett y yo no hemos podido comprender hasta ahora.
—Hable, señor Ciro —añadió el marino.
—Pues bien, ¿ha comprendido —dijo el ingeniero— cómo cayendo al mar fui encontrado a un cuarto de milla en el interior de la isla sin que me enterase de nada?