Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Pero ¿qué objeto podría inducirlo a acercarse a la costa? ¿La casualidad le llevaba hacia aquella parte del Pacífico, donde las cartas no señalaban tierra alguna, salvo la isla Tabor, que está fuera del rumbo ordinario de los buques que hacen la travesía de los archipiélagos polinesios de Nueva Zelanda y de la costa americana?
A esta pregunta, que cada cual se hacía interiormente, contestó Harbert:
—¿Será el
Duncan
?
Se recordará que el
Duncan
era el yate de lord Glenarvan, que había abandonado a Ayrton en el islote y que debía volver a recogerlo un día. El islote no estaba tan apartado de la isla Lincoln, que un buque que hiciese rumbo al uno no pudiera pasar a la vista de la otra. Sólo los separaba una distancia de ciento cincuenta millas, y setenta y cinco de latitud.
—Hay que avisar a Ayrton —dijo Gedeón Spilett— para que venga inmediatamente. Sólo él puede decimos si ese buque es el
Duncan.
Tal fue también el parecer de todos, y el periodista, acercándose al aparato telegráfico que ponía en comunicación la dehesa con el Palacio de granito, expidió el siguiente telegrama:
—Venga en seguida.
Pocos instantes después resonó el timbre.
—Allá voy —contestó Ayrton.
Los colonos, entretanto, continuaron observando la nave.
—Si es el
Duncan
—dijo Harbert—, Ayrton le reconocerá en seguida, pues ha navegado a bordo durante algún tiempo.
—Y si lo reconoce —añadió Pencroff—, experimentará una terrible emoción.
—Sí —dijo Ciro Smith—, pero ahora Ayrton es digno de subir a bordo del
Duncan, y
plegue al cielo que, en efecto, sea el yate de lord Glenarvan, porque cualquier otro buque me parecería sospechoso. Estos mares son poco frecuentados y temo la visita de piratas malayos en nuestra isla.
—¡La defenderíamos! —exclamó Harbert.
—Sin duda, hijo mío —repuso el ingeniero sonriéndose—, pero es preferible no tener que defenderla.
—Una observación sencilla —dijo Gedeón Spilett—. La isla Lincoln es desconocida de los navegantes, pues no está indicada ni en las cartas más modernas. ¿No ve usted, Ciro, en esto, un motivo para que cualquier buque que inopinadamente se hallase a la vista de esta nueva tierra tratase de visitarla en vez de huir de ella?
—Cierto —repuso Pencroff.
—Así lo creo yo también —añadió el ingeniero—, y puedo asegurar que es el deber de todo capitán de buque: señalar y, por consiguiente, reconocer toda la tierra o isla no registrada, no catalogada todavía, en cuyo caso se encuentra Lincoln.
—Pues bien —dijo Pencroff—, admitamos que ese buque se acerca a tierra, que fondea a pocos cables de nuestra isla. ¿Qué haremos entonces?
Esta pregunta, bruscamente hecha, quedó al principio sin respuesta, pero Ciro Smith, después de haber reflexionado, contestó con el tono tranquilo y reposado que le era habitual:
—Lo que haremos, amigos míos, lo que deberemos hacer es lo siguiente: nos pondremos en comunicación con el buque, tomaremos pasaje a bordo, dejaremos la isla, después de haber tomado posesión de ella en nombre de los Estados de la Unión. Después volveremos aquí con todos los que quieran seguirnos para colonizarla definitivamente y dotar a la República Norteamericana de una estación tan útil en esta parte del océano Pacífico.
—¡Hurra! —exclamó Pencroff.
—¡No es un pequeño regalo el que vamos a hacer a nuestro país! La colonización está casi concluida; se han dado nombres a todas las partes de la isla; hay un puerto natural, una aguada, caminos, una línea telegráfica, un arsenal, una herrería; no falta más que inscribir la isla Lincoln en los mapas.
—¡Mil diablos! —exclamó el marino—. Prefiero quedarme solo para guardarla. A fe de Pencroff, no me la robarán como se roba un reloj del bolsillo de un tonto.
Durante una hora fue imposible decir con certeza si el buque que los colonos habían visto iba o no rumbo a la isla Lincoln. Se había acercado, pero ¿hacia dónde navegaba? Es lo que Pencroff no pudo reconocer. Sin embargo, como el viento soplaba del nordeste, era verosímil que el buque navegase amuras a estribor. Por lo demás, la brisa era buena para impulsarlo a tierra, y en aquella mar tranquila no podía temer acercarse a la isla, aunque no hubiera carta que determinase las diversas profundidades del agua.
Hacia las cuatro, una hora después de haberlo llamado, llegó Ayrton al Palacio de granito, y entró en el salón.
—Estoy a sus órdenes, señores.
Ciro Smith le tendió la mano como tenía costumbre y, llevándole a la ventana, le dijo:
—Ayrton, le hemos llamado por motivo muy grave. Tenemos un buque a la vista de la isla.
Ayrton se puso muy pálido y su vista se turbó un instante. Se asomó a la ventana, recorrió el horizonte, pero no vio nada.
—Tome el catalejo —dijo Ciro Smith— y mire bien, Ayrton, porque sería posible que este buque fuese el
Duncan,
que viene a estos parajes para repatriarlo.
—¡El
Duncan
! —murmuró Ayrton—. ¡Ya!
Esta última palabra se escapó como involuntariamente de los labios de Ayrton, que inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos.
Doce años de abandono en un islote desierto, ¿no le parecían quizá expiación suficiente? ¿El culpado arrepentido no se sentía aún perdonado a sus propios ojos o a los de los demás?
—No —dijo—, no, no puede ser el
Duncan.
—Mire usted, Ayrton —insistió el ingeniero—, porque importa que sepamos de antemano a qué atenemos.
Ayrton tomó el catalejo y lo asestó en la dirección indicada. Durante algunos minutos observó el horizonte sin pestañear ni pronunciar una palabra. Después dijo:
—En efecto, es un buque, pero no creo que sea el
Duncan.
—¿Por qué no lo cree? —preguntó Gedeón Spilett.
—Porque el
Duncan
es un yate de vapor y no veo ninguna señal de humo.
—Tal vez navega sólo a vela —observó Pencroff—. El viento es bueno para el rumbo que parece llevar y debe tener interés en ahorrar su carbón hallándose tan lejos de tierra.
—Es posible que tenga usted razón, señor Pencroff —respondió Ayrton—, y que el buque haya apagado sus fuegos. Dejémoslo llegar a la costa y pronto lo sabremos.
Dicho esto, Ayrton fue a sentarse a un extremo del salón y allí permaneció silencioso. Los colonos discutieron todavía acerca de la nave desconocida, pero sin que Ayrton tomase parte.
Todos se hallaban entonces en una disposición de ánimo que no les permitía continuar sus tareas. Gedeón Spilett y Pencroff estaban singularmente nerviosos, yendo y viniendo sin poder estar quietos un minuto; Harbert experimentaba gran curiosidad; sólo Nab conservaba su calma habitual. ¿No era acaso su país donde estuviese su amo? En cuanto al ingeniero, estaba absorto en sus pensamientos, y, en el fondo, más temía que deseaba la llegada del buque.
Este, entretanto, se había acercado un poco a la isla y con el auxilio del anteojo había sido posible distinguir que era un bergantín y no uno de esos praos malayos de que se sirven habitualmente los piratas del Pacífico. Era de suponer que no se justificarían los temores del ingeniero y que la presencia de aquel buque en las aguas de la isla Lincoln no constituía un peligro. Pencroff, después de un examen minucioso, creyó poder afirmar que aquel buque estaba aparejado como un brick, que corría oblicuamente a la costa con amuras a estribor, con sus velas bajas, gavias y juanetes. Ayrton confirmó esta observación.
Pero si continuaba en este rumbo, debía desaparecer pronto detrás de la punta del cabo de la Garra, porque marchaba hacia el sudoeste, y, para observarlo, sería entonces necesario situarse en las alturas de la bahía de Washington, cerca del puerto del Globo; circunstancia desagradable, porque eran ya las cinco de la tarde y el crepúsculo no tardaría en dificultar toda observación.
—¿Qué haremos si llega la noche? —preguntó Gedeón Spilett—. ¿Encenderemos fuego para señalar nuestra presencia en la costa?
La cuestión era grave y, a pesar de los presentimientos del ingeniero, se resolvió afirmativamente. Durante la noche el buque podía desaparecer, alejarse para siempre. Si desaparecía, ¿cuándo volvería otro a las aguas de la isla Lincoln? ¿Quién podía prever lo que reservaba el futuro a los colonos?
—Sí dijo el periodista—, debemos dar a entender a ese buque, cualquiera que sea, que la isla está habitada. Perder esta ocasión que se nos ofrece sería causamos un remordimiento para lo futuro.
Se decidió, por lo tanto, que Nab y el marino irían al puerto del Globo y, cuando llegara la noche, encenderían una hoguera, cuyo resplandor debería atraer necesariamente la atención de la tripulación del brick.
Pero, en el momento en que Nab y el marino se preparaban a salir del Palacio de granito, el buque cambió su marcha y se dirigió francamente hacia la isla, haciendo rumbo a la bahía de la Unión. Aquel brick andaba mucho, pues se acercó rápidamente.
Nab y Pencroff suspendieron entonces su marcha y el ingeniero puso el anteojo en manos de Ayrton, para que pudiese observar si aquel buque era o no el
Duncan.
El yate escocés estaba también aparejado como brick. La cuestión era saber si se levantaba una chimenea entre los dos palos del buque, que ya no estaba más que a una distancia de diez millas.
El horizonte era todavía muy claro. La comprobación estuvo pronto hecha y Ayrton bajó el anteojo.
—¡No es el
Duncan
!... ¡No podía serlo!
Pencroff observó de nuevo el buque con el anteojo y reconoció que era un brick de trescientas a cuatrocientas toneladas, muy bonito, audazmente arbolado, admirablemente formado para la marcha, y que debía ser un rápido nadador. Pero ¿a qué nación pertenecía? Era difícil decirlo.
—Y sin embargo —añadió el marino—, un pabellón flota en su cangreja, pero no puedo distinguir sus colores.
—Antes de media hora sabremos a qué atenemos sobre este punto —dijo el periodista—. Además, es evidente que el capitán de ese buque tiene intención de fondear junto a tierra y, por consiguiente, si no es hoy, mañana sabremos más.
—¡No importa! —dijo Pencroff—. Vale más saber con quién tiene uno que vérselas, y no me disgustaría reconocer los colores de su pabellón.
Hablando así no dejaba de mirar con el anteojo.
El día comenzaba a declinar y con el día caía también el viento del mar: el pabellón del brick, menos tendido, se enredaba entre las drizas y era cada vez más difícil observarlo.
—No es un pabellón norteamericano —decía de cuando en cuando Pencroff—, ni inglés, porque el color rojo se vería fácilmente. Ni trae los colores franceses ni alemanes, ni el pabellón blanco de Rusia, ni el amarillo de España... Parece un color uniforme... Veamos... En estos mares... ¿Qué se encuentra más comúnmente? ... ¿El pabellón chileno?... Pero ese pabellón es tricolor... ¿El brasileño? ... es verde... ¿El japonés? ... es negro y amarillo... mientras que éste...
En aquel momento, una ráfaga de brisa extendió el pabellón desconocido. Ayrton tomó el anteojo que le dejó el marino, lo llevó a sus ojos y con voz sorda exclamó: —¡El pabellón negro!
En efecto, un trapo oscuro se desarrollaba en la cangreja del brick y mostraba que podía tenerse al buque por sospechoso.
¿Tenía, pues, razón el ingeniero en sus presentimientos? ¿Era un buque de piratas? ¿Recorría los mares bajos del Pacífico en competencia con los praos malayos que los infestan todavía? ¿Qué iba a buscar en las playas de la isla Lincoln? ¿La tomaba como una tierra desconocida e ignorada a propósito para ocultar los cargamentos robados? ¿Iba a pedir a sus costas un puerto de refugio para los meses de invierno? ¿La honrada posesión de los colonos estaba destinada a transformarse en un asilo infame, una especie de capital de la piratería del Pacífico?
Todas estas ideas se presentaban instintivamente al ánimo de los colonos. Por lo demás, no había ninguna duda acerca de la significación que se debía dar al color del pabellón enarbolado; era, indudablemente, el de los piratas; era el que hubiese llevado el
Duncan,
si los presidiarios hubiesen logrado realizar sus criminales proyectos. No perdieron tiempo discutiendo.
—Amigos míos —dijo Ciro Smith —, quizá ese buque no quiere más que observar el litoral de la isla; quizá su tripulación no desembarque. Esta es una probabilidad que tenemos en favor nuestro. De todos modos, debemos hacer todo lo posible para ocultar nuestra presencia en la isla.
El molino establecido en la meseta de la Gran Vista se distingue desde lejos muy fácilmente. Ayrton y Nab irán en seguida a quitar las aspas.
Disimularemos igualmente con un ramaje más espeso las ventanas del Palacio de granito y se apagará el fuego en todas partes para que nada anuncie la presencia del hombre en esta isla.
—¿Y nuestra embarcación? —dijo Harbert.
—¡Oh! —dijo Pencroff—, está bien abrigada en el puerto del Globo y desafío a esa canalla a que la encuentre.
Las órdenes del ingeniero fueron ejecutadas inmediatamente. Nab y Ayrton subieron a la meseta y adoptaron las medidas necesarias para ocultar todo indicio de habitación. Mientras se ocupaban en esta tarea, sus compañeros fueron a los linderos del bosque del Jacamar y volvieron con gran cantidad de ramas y bejucos, que debían, a cierta distancia, figurar un ramaje natural y velar bastante bien las aberturas del muro granítico. Al mismo tiempo se dispusieron las municiones y las armas para poder utilizarlas en el primer instante, en caso de una agresión repentina.
Cuando estuvieron tomadas estas precauciones, dijo Ciro Smith con voz conmovida:
—Amigos míos, si esos miserables quieren apoderarse de la isla Lincoln, la defenderemos, ¿no es verdad?
—Sí, Ciro —contestó el periodista—, y, si es preciso, moriremos todos por defenderla.
El ingeniero tendió la mano a sus compañeros, que la estrecharon con efusión. Sólo Ayrton permaneció en su rincón sin unirse a los colonos.
Tal vez, como antiguo presidiario, se sentía indigno de unirse a ellos.
Ciro Smith comprendió lo que pasaba en el ánimo de Ayrton y dirigiéndose a él le preguntó:
—¿Y qué hará usted, amigo mío?
—Mi deber —contestó Ayrton.
Después se acercó a la ventana, mirando a través del follaje_
Eran las siete y media. Hacía veinte minutos que el sol había desaparecido detrás del Palacio de granito, y, por consecuencia, el horizonte del este se iba oscureciendo poco a poco. Entretanto el brick avanzaba hacia la bahía de la Unión. Ya no estaba más que a ocho millas y precisamente enfrente de la meseta de la Gran Vista, porque después de haber virado a la altura del cabo de la Garra, había subido bastante hacia el norte, ayudado por la corriente del flujo. Podía decirse ya que a aquella distancia había entrado en la vasta bahía, porque una línea recta tirada desde el cabo de la Garra al cabo Mandíbula habría quedado al oeste del buque, sobre su costado de estribor.