Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Hombres y animales gozaban de buena salud. Maese
Jup
se mostraba un poco friolero, único defecto que tenía el orangután, y hubo que hacerle una buena bata bien forrada de algodón. Aquel criado tan diestro, tan celoso e infatigable, discreto y nada charlatán, con razón hubiera podido ser presentado como modelo a todos sus colegas bípedos del Antiguo y del Nuevo Mundo.
—Al fin y al cabo —decía Pencroff—, cuando uno puede disponer de cuatro manos, es más fácil desempeñar convenientemente sus tareas.
Y las desempeñaba perfectamente el diestro cuadrúmano.
Durante los siete meses que transcurrieron desde las últimas investigaciones realizadas alrededor de la montaña y durante el mes de septiembre, en que volvieron los días buenos, no hubo ocasión de hablar del genio de la isla, porque su acción no se manifestó en ninguna circunstancia. Es verdad que habría sido inútil, porque ningún incidente vino a poner a prueba a los colonos.
Ciro Smith observó que si las comunicaciones entre el desconocido y los habitantes del Palacio de granito se habían establecido alguna vez por medio del pozo y si el instinto de
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por decirlo así, las había presentido, nada ocurrió en aquel período que autorizase esta conjetura.
Los ladridos del perro habían cesado completamente, lo mismo que los temores del orangután. Los dos amigos, porque efectivamente lo eran, no andaban ya alrededor del pozo, no ladraban ni gruñían de aquella singular manera que desde el principio había llamado la atención del ingeniero. ¿Pero podía éste asegurar que no se le presentaría de nuevo el enigma y que jamás llegaría a poseer la clave? ¿Podía afirmar que no se reproduciría alguna circunstancia que volviese a poner en escena al misterioso personaje? ¡Quién sabe lo que reservaba el porvenir!
En fin, el invierno pasó, pero, en los primeros días que marcaron la vuelta de la primavera, ocurrió un hecho cuyas consecuencias podían ser graves. El 7 de septiembre, Ciro Smith, observando la cima del monte Franklin, vio una columna de humo sobre el cráter, cuyos primeros vapores se proyectaban en el aire.
Los colonos, advertidos por el ingeniero, habían suspendido sus trabajos y contemplaban en silencio la cima del monte Franklin. El volcán se había reanimado y los vapores habían penetrado en la capa mineral acumulada en el fondo del cráter. Pero los fuegos subterráneos ¿producirían alguna erupción violenta? Esta era una eventualidad acerca de la cual nada podía pronosticarse.
Sin embargo, aun admitiendo la hipótesis de una erupción, era probable que no fuera muy dañosa para el conjunto de la isla. No siempre son desastrosos los derramamientos de materias volcánicas y la isla había estado sometida a estas pruebas, como lo demostraban las corrientes de lava que surcaban las laderas septentrionales de la montaña. Además, la forma del cráter, la boca abierta en su borde superior debían proyectar la expansión de lava hacia las partes estériles de la isla y en dirección opuesta a las fértiles.
Sin embargo, lo pasado no era una garantía segura del porvenir. Con frecuencia en la cima de los volcanes se cierran antiguos cráteres y se abren otros nuevos, hechos que se han producido en los dos mundos, en el Tena, en Popocatépetl, en Orizaba; y en vísperas de una erupción hay motivo para temerlo todo. Bastaba un terremoto, fenómeno que acompaña alguna vez a las expansiones volcánicas, para que se modificara la disposición interior de la montaña y se abrieran nuevas vías a las lavas incandescentes.
Ciro Smith explicó todo esto a sus compañeros y, sin exagerar la situación, les dio a conocer el pro y el contra.
De todos nodos, nada podía hacerse. El Palacio de granito no parecía amenazado, a no ser que un temblor de tierra conmoviese el suelo. Pero la dehesa corría peligro, si se llegaba a abrir algún nuevo cráter en las pendientes meridionales del monte Franklin.
Desde aquel día los vapores no dejaron de coronar la cima de la montaña y aun pudo observarse que aumentaban tanto en altura corno en espesor, sin que se levantase llama alguna entre sus gruesas volutas.
El fenómeno se concentraba todavía en la parte inferior de la chimenea central.
Entretanto, con los buenos días se reanudaron los trabajos.
Apresurábase todo lo posible la construcción del buque y, aprovechando el salto de agua de la playa, Ciro Smith estableció una serrería hidráulica, que convirtió más rápidamente los troncos de árboles en tablas y vigas. El mecanismo de este aparato era tan sencillo como los que funcionan en las rústicas sierras de Noruega. No se trata de obtener más que dos movimientos: uno horizontal para la pieza de madera, y otro vertical para la sierra, y el ingeniero lo consiguió por medio de una rueda, dos cilindros y poleas convenientemente dispuestas.
A finales de septiembre el armazón del buque, que debía llevar aparejo de goleta, se levantaba en el arsenal. Las cuadernas estaban casi enteramente terminadas y, mantenidos todos sus pares por una cintura provisional, podían apreciarse ya las formas de la embarcación. Aquella goleta, fina en popa y ancha en la proa, sería, sin duda alguna, apta para hacer una larga travesía en caso necesario; pero la colocación de los tablones de forro, de las vagras y del puente exigía todavía mucho tiempo. Afortunadamente había podido salvarse la clavazón del antiguo brick después de la explosión submarina. De los tablones y curvas mutilados, Pencroff y Ayrton habían arrancado los pernos, cabillas y una gran cantidad de clavos de cobre. Era trabajo ahorrado a los herreros, pero los carpinteros tenían todavía mucho que hacer.
Tuvieron que interrumpirse por espacio de una semana las obras de construcción para atender a las tareas de la recolección y almacenaje de las diversas cosechas que abundaban en la meseta de la Gran Vista. Pero terminadas estas tareas, consagraron todos los instantes a la construcción de la goleta.
Cuando llegaba la noche, los trabajadores estaban verdaderamente extenuados de cansancio. Con el fin de no perder tiempo, habían modificado las horas de la comida: comían a las doce y cenaban cuando les faltaba la luz del día. Entonces subían al Palacio de granito e iban pronto a la cama.
Algunas veces, sin embargo, la conversación, cuando recaía sobre algún punto interesante, retrasaba la hora del sueño. Los colonos, dando rienda a su imaginación, hablaban del porvenir, de los cambios que liaría en su situación un viaje de la goleta a las tierras más cercanas. Pero en medio de estos proyectos dominaba siempre el pensamiento de un regreso ulterior a la isla Lincoln. Jamás abandonarían aquella colonia, fundada con tanto trabajo y buen éxito, y la cual, por efecto de las comunicaciones con América, recibiría un nuevo desarrollo. Pencroff y Nab esperaban concluir en ella sus días.
—Harbert —decía el marino—, ¿verdad que no abandonarás jamás la isla Lincoln?
—Jamás, Pencroff, sobre todo si tú te decides a quedarte en ella.
—Por descontado, hijo mío —respondía Pencroff—, te esperaré. Me traerás a tu mujer y tus hijos y haré de tus pequeños famosos jeques.
—Convenido —replicaba Harbert, riendo y ruborizándose a la vez.
—¡Y usted, señor Ciro —continuaba Pencroff entusiasmado—, usted será siempre el gobernador de la isla! A propósito, ¿cuántos habitantes podrá mantener? ¡Diez mil por lo menos!
Conversando así dejaban hablar a Pencroff y, de proyecto en proyecto, el periodista acababa por fundar un periódico, el “New Lincoln Herald”.
Así es el corazón del hombre. El deseo de ejecutar obras de larga duración, que le sobrevivan, es la señal de su superioridad sobre todo lo que existe en el mundo. Es su dominación, es la justicia en el mundo entero.
Después de todo, ¿quién sabe si
Jup
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no tenían también su pequeña ilusión acerca del futuro?
Ayrton, silencioso, se decía interiormente que querría volver a ver a lord Glenarvan y mostrarse rehabilitado a los ojos de todos.
Una tarde, el 15 de octubre, la conversación, transcurrida entre hipótesis, se había prolongado más de lo acostumbrado. Eran las nueve de la noche y largos bostezos mal disimulados anunciaban la hora del sueño. Pencroff acababa de levantarse para dirigirse hacia su cama, cuando el timbre eléctrico situado en la sala sonó.
Todos estaban allí: Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Ayrton, Pencroff y Nab. No había ninguno de los colonos en la dehesa.
Ciro Smith se levantó. Sus compañeros se miraron unos a otros, creyendo haber oído mal.
—¿Qué quiere decir esto? —exclamó Nab—. ¿Llama el diablo?
Nadie contestó.
—El tiempo está de tormenta —observó Harbert—. ¿No puede ser la influencia eléctrica que...?
Harbert no pudo terminar su frase. El ingeniero, hacia el cual todos dirigían sus miradas, sacudió la cabeza negativamente.
—Esperemos —dijo entonces Gedeón Spilett—. Si es un aviso, quienquiera que sea el que lo haya hecho lo volverá a repetir.
—Pero ¿quién quiere que sea? —exclamó Nab.
—Pues —repuso Pencroff— el que...
La frase del marino fue interrumpida por una nueva llamada del timbre. Ciro Smith se dirigió hacia el aparato y, dando la corriente al hilo, envió esta pregunta a la dehesa:
¿Qué quieres?
Algunos instantes después la aguja se movía en el disco alfabético, dando esta respuesta a los habitantes del Palacio de granito:
Venid corriendo a la dehesa.
—¡Por fin! —exclamó Ciro Smith.
¡Sí, por fin iba a revelarse el misterio! Ante aquel inmenso interés que les impulsaba a correr a la dehesa, había desaparecido el cansancio y el deseo de reposo en los colonos. Sin haber pronunciado una palabra, en algunos instantes habían abandonado el Palacio de granito y estaban en la playa. Solamente
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se habían quedado. Podían pasar sin ellos.
La noche era muy oscura. La luna, nueva aquel día, había desaparecido al mismo tiempo que el sol. Como había dicho Harbert, gruesas nubes formaban una bóveda baja y pesada que impedía la irradiación de las estrellas. Sólo algunos relámpagos de calor, reflejos de una tormenta lejana, iluminaban el horizonte.
Era posible que algunas horas más tarde retumbase directamente el trueno sobre la isla. La noche se presentaba amenazadora. Pero por profunda que fuese la oscuridad, no podía detener a personas habituadas a recorrer el camino de la dehesa. Subieron la orilla izquierda del río de la Merced, llegaron a la meseta, pasaron el puente del arroyo de la Glicerina y avanzaron a través del bosque.
Caminaban a buen paso, poseídos de vivísima emoción. Ya no tenían la menor duda: iban a encontrar al fin la clave tan buscada del enigma, el nombre del ser misterioso tan profundamente interesado en la vida de los colonos, de influencia tan generosa y de tan potente acción. En efecto, para que aquel desconocido hubiera acudido tan oportunamente en su socorro en todas las ocasiones, ¿no era menester que participara de la existencia de los colonos, que conociese sus más pequeños pormenores y hasta que oyese lo que se hablaba en el Palacio de granito?
Cada uno, absorto en sus reflexiones, apresuraba el paso. Bajo aquella bóveda de árboles la oscuridad era tal, que la linde del camino no se veía. Ningún ruido, por otra parte, turbaba el silencio del bosque: aves y cuadrúpedos, a causa de la pesadez de la atmósfera, estaban inmóviles y silenciosos; no agitaba las hojas el menor soplo de aire; solamente los pasos de los colonos resonaban en la oscuridad sobre el endurecido suelo.
Durante el primer cuarto de hora de marcha el silencio no fue interrumpido más que por esta observación de Pencroff:
—Tendríamos que haber tomado un farol.
Y por esta respuesta del ingeniero:
—Ya encontraremos uno en la dehesa.
Ciro Smith y sus compañeros habían salido del Palacio de granito a las nueve y doce minutos, y a las nueve y cuarenta y siete habían recorrido una distancia de tres millas sobre las cinco que separaban la desembocadura del río de la Merced de la dehesa.
En aquel momento se extendieron sobre la isla relámpagos blanquecinos haciendo destacar los contornos del follaje en negro.
Aquellos resplandores deslumbraban y cegaban a los colonos: evidentemente no podía tardar en desencadenarse la tormenta. Los relámpagos se hicieron poco a poco más rápidos y más luminosos. Se oía el tableteo de los truenos en las profundidades del cielo y la atmósfera era sofocante.
Los colonos caminaban como si hubieran sido empujados hacia adelante por una fuerza irresistible. A las diez y cuarto un vivo resplandor les mostró el recinto de la empalizada y, apenas habían franqueado la puerta, estallaron los truenos con formidable violencia.
En un instante atravesaron el recinto y Ciro Smith se encontraba ante la habitación.
Era posible que el desconocido ocupase la casa, puesto que de allí había debido partir el telegrama. Sin embargo, ninguna luz iluminaba la ventana.
El ingeniero llamó a la puerta. No obtuvo respuesta. Ciro Smith abrió y los colonos entraron en la habitación, que estaba completamente a oscuras.
Nab echó yescas y un instante después estaba encendido el farol y registrada la casa en todos sus rincones... No había nadie. Todo estaba en el estado en que había sido dejado.
—¿Habremos sido víctimas de una ilusión? —murmuró Ciro Smith.
No, no era posible. El telegrama decía:
Venid corriendo a la dehesa.
Se acercaron a la mesa destinada al servicio del hilo. Todo estaba en su sitio: la pila, la caja que la contenía, el aparato de recepción y transmisión.
—¿Quién ha venido la última vez aquí? —preguntó el ingeniero.
—Yo, señor Smith —repuso Ayrton.
—¿Y eso fue...?
—Hace cuatro días.
—¡Una nota! —exclamó Harbert enseñando un papel que había encima de la mesa.
En aquel papel estaban escritas en inglés estas palabras:
Seguid el alambre nuevo.
—¡En marcha! —exclamó Ciro Smith, comprendiendo que el despacho no había partido de la dehesa, sino del retiro misterioso, puesto en relación con el Palacio de granito por medio de un alambre suplementario unido al antiguo.
Nab tomó el farol encendido y todos salieron de la dehesa. La tempestad se desencadenaba con violencia, disminuyendo sensiblemente el intervalo que separaba cada relámpago de cada trueno. El meteoro iba pronto a dominar el monte Franklin, y en toda la isla, a la luz de sus fulgores intermitentes, podía verse la cima del volcán coronada de un penacho de vapores.