Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
—No, señor Smith. No tengo ya amigos. Soy el último de mi linaje, desde hace mucho tiempo he muerto para cuantos me han conocido..., pero volvamos a ustedes. La soledad, el aislamiento son cosas tristes y superiores a las fuerzas humanas... Yo muero por haber creído que podía vivir solo... Ustedes deben intentarlo todo para abandonar la isla Lincoln y volver a ver el suelo donde han nacido. Sé que esos miserables han destruido la embarcación que ustedes habían hecho...
—Estamos construyendo un buque —dijo Gedeón Spilett—, un buque bastante grande para llevarnos a las tierras más próximas; pero, si logramos salir, tarde o temprano volveremos a la isla Lincoln, a la cual nos unen demasiados recuerdos para que podamos olvidarla jamás.
—Aquí hemos conocido al capitán Nemo —dijo Ciro Smith.
—Sólo aquí encontraremos los recuerdos de usted en toda su densidad —observó Harbert.
—Y aquí descansaré en el sueño eterno, si... —contestó el capitán.
Titubeó y, en vez de concluir la frase, añadió:
—Señor Smith, tengo que hablarle... a solas.
Los compañeros del ingeniero, respetando aquel deseo del moribundo, se retiraron.
Ciro Smith permaneció unos minutos encerrado a solas con el capitán Nemo, luego llamó a sus amigos, pero no les dijo nada de las cosas secretas que el moribundo le había confiado.
Gedeón Spilett observó entonces al enfermo con atención. Era evidente que el capitán estaba sostenido sólo por una energía moral, que en breve sería vencida por su debilidad física.
El día terminó sin que se manifestara ningún cambio. Los colonos no dejaron un instante el
Nautilus.
La noche había entrado, aunque no era posible conocerlo por la oscuridad en aquella cripta.
El capitán Nemo no padecía, pero declinaba. Su noble rostro, pálido por la proximidad de la muerte, estaba tranquilo. De sus labios se escapaban a veces palabras casi ininteligibles y que se referían a diversos incidentes de su extraña existencia. La vida se iba retirando poco a poco de aquel cuerpo, cuyas extremidades estaban ya frías.
Una o dos veces más dirigió la palabra a los colonos que estaban a su lado y les miró con aquella última sonrisa que continúa hasta después de la muerte. Finalmente, a poco más de las doce de la noche, hizo un esfuerzo supremo y logró cruzar los brazos sobre el pecho como si hubiera querido morir en aquella actitud. Hacia la una de la mañana toda la vida se había refugiado en sus miradas. El último destello brilló en aquellos ojos negros de donde tantas llamas habían brotado en otro tiempo; y después, murmurando las palabras de Dios y Patria, expiró apaciblemente.
Ciro Smith, inclinándose sobre él, cerró los ojos del que había sido príncipe Dakkar y que ya no era ni siquiera el capitán Nemo.
Harbert y Pencroff lloraban; Ayrton enjugaba una lágrima furtiva; Nab estaba de rodillas cerca del periodista, convertido en estatua.
Ciro Smith, levantando la mano sobre la cabeza del muerto, dijo:
—¡Dios haya recogido su alma!
Y volviéndose hacia sus amigos añadió:
—Oremos por el ser que hemos perdido.
Pocas horas después los colonos cumplían la palabra dada al capitán y la última voluntad del difunto.
Salieron del
Nautilus
después de haberse llevado el último recuerdo que les había legado su bienhechor, el cofrecillo que contenía tantas riquezas. Cerraron cuidadosamente el maravilloso salón que continuaba inundado de luz. Fijaron con los pernos la puerta de metal, de tal suerte que ni una gota de agua pudiera penetrar en el interior de las cámaras del
Nautilus.
Después los colonos bajaron a la canoa que estaba amarrada al costado del barco submarino. La canoa navegó hasta popa, donde en la línea de flotación se abrían dos grandes grifos que estaban en comunicación con los depósitos destinados a producir la inmersión del aparato. Abrieron los grifos, los depósitos se llenaron de agua, y el
Nautilus,
hundiéndose poco a poco, desapareció bajo la sábana líquida.
Pero los colonos pudieron seguirlo todavía a través de las profundas capas de agua. Su poder luminoso transparentaba las aguas, mientras las tinieblas invadían la cripta. Por último, aquella expansión de efluvios eléctricos se disipó y en breve el
Nautilus,
convertido en ataúd del capitán Nemo, descansó en el fondo de los mares.
Al amanecer, los colonos habían vuelto silenciosamente a la entrada de la caverna, a la cual dieron el nombre de
Cripta de Dakkar
en memoria del capitán Nemo. La marea había bajado y pudieron fácilmente pasar bajo el arco, cuyo pie derecho basáltico batía las olas.
La canoa se quedó en aquel sitio, habiéndola puesto los colonos al abrigo del oleaje. Para mayor precaución, Pencroff, Nab y Harbert la halaron hacia la playa que confinaba con uno de los lados de la cripta y la dejaron en un paraje donde no corría riesgo alguno.
La tempestad había cesado con la noche; los últimos truenos se desvanecían hacia el oeste; ya no llovía, pero el cielo estaba todavía cubierto de nubes. Aquel mes de octubre, principio de la primavera austral, no se anunciaba de modo satisfactorio, y el viento tenía tendencia a saltar de un punto de la roca a otro, de suerte que no permitía contar con un tiempo seguro.
Ciro Smith y sus compañeros, al salir de la cripta de Dakkar, tomaron el camino de la dehesa y, mientras marchaban, Nab y Harbert tuvieron cuidado de desprender el alambre tendido por el capitán entre la dehesa y la cripta y que quizá podrían utilizar más adelante.
Por el camino hablaron poco. Los diversos incidentes de aquella noche del 15 al 16 de octubre les habían impresionado. Aquel desconocido, cuya influencia les había protegido de un modo tan eficaz, aquel hombre convertido por su imaginación en genio, el capitán Nemo, ya no existía.
Su
Nautilus
y él estaban sepultados en el fondo de un abismo y cada uno se creía más aislado que antes. Se habían acostumbrado, por decirlo así, a contar con aquella intervención poderosa que acababa de faltarlos para siempre, y Gedeón Spilett y el mismo Ciro Smith no podían eximirse de esta penosa opresión. Guardaron todos profundo silencio, siguiendo el camino de la dehesa.
A las nueve de la mañana entraron, por fin, en el Palacio de granito.
Se había acordado proseguir lo más activamente posible la construcción del buque y el ingeniero se puso a la obra con más asiduidad que nunca.
No se sabía lo que les reservaba el futuro y era una garantía para los colonos tener a su disposición un buque sólido, capaz de sostenerse en el mar con mal tiempo, y bastante grande para intentar en caso de necesidad una travesía de alguna duración. Si, terminado el buque, no se decidían a dejar la isla Lincoln y pasar al archipiélago polinesio del Pacífico o a la costa de Nueva Zelanda, por lo menos debían ir lo más pronto posible a la isla Tabor para dejar en ella la noticia relativa a Ayrton, precaución indispensable para el caso de que el yate escocés volviese a aparecer en aquellos mares. Sobre este punto no debía descuidarse ninguna precaución.
Continuaron los trabajos y Ciro Smith, Pencroff y Ayrton, ayudados de Nab, de Gedeón Spilett y de Harbert, siempre que no tenían alguna otra cosa urgente que hacer, trabajaron sin descanso. El nuevo buque tenía que estar dispuesto dentro de cinco meses, es decir, para principios de marzo, si había que visitar la isla Tabor antes que los vientos del equinoccio hicieran imposible esta travesía. Por tanto, los carpinteros no perdieron un momento. Y, dado que no tenían que fabricar el aparejo, porque habían salvado íntegro el del
Speedy,
necesitaban acabar el casco.
El último mes de 1868 transcurrió en estas importantes tareas.
Al cabo de dos meses y medio estaban en su lugar las cuadernas y se habían ajustado los primeros forros. Podía ya juzgarse que los planos dados por Ciro Smith eran excelentes y que el buque se mantendría bien en el mar. Pencroff trabajaba con una actividad devoradora y no se abstenía de reñir a uno u otro, cuando abandonaban la azuela de carpintero por el fusil de cazador. Sin embargo, había que conservar los depósitos del Palacio de granito para pasar el próximo invierno, pero el bravo marino no estaba contento cuando los obreros faltaban al taller.
En aquellas ocasiones refunfuñaba y el exceso de mal humor le hacía ejecutar la obra de seis hombres.
Toda aquella estación de verano fue mala. Por espacio de algunos días los calores fueron sofocantes y la atmósfera, saturada de electricidad, no se descargaba sino por medio de violentas tempestades que turbaban profundamente las capas del aire. Era raro que no se oyesen los ruidos lejanos del trueno como un murmullo sordo, permanente, semejante al que se produce en las regiones ecuatoriales del globo.
El 1 de enero de 1869 se señaló por una tempestad violentísima y cayeron rayos en varios puntos de la isla, rompiendo muchos árboles, entre otros, uno de los enormes almeces que sombreaban el corral al extremo sur del lago. ¿Tenía aquel meteoro alguna relación con los fenómenos que se realizaban en las entrañas de la tierra? ¿Habría alguna conexión entre las alteraciones del aire y las agitaciones de la parte interior del globo? Ciro Smith se inclinaba a creerlo, porque el desarrollo de aquellas tempestades fue acompañado de una recrudescencia de los síntomas volcánicos.
El 3 de enero, Harbert, que al amanecer había subido a la meseta de la Gran Vista para enganchar un onagro, observó un enorme penacho, que se desarrollaba en la cima del volcán. El joven avisó inmediatamente a los colonos, que acudieron a contemplar la cima del monte Franklin.
—¡Demontres! —exclamó Pencroff—. Esta vez no son vapores. Me parece que el gigante no se contenta con respirar, sino que echa humo.
Esta imagen empleada por el marino expresaba perfectamente la modificación que se había verificado en la boca del volcán. Desde tres meses antes el cráter emitía vapores más o menos intensos, pero que provenían tan sólo de una ebullición interior de las materias minerales.
Pero esta vez, a los vapores sucedía un humo espeso que se elevaba en forma de columna gris, de más de trescientos pies de altura en su base, y que se extendía como un inmenso hongo a una altura de setecientos a ochocientos pies sobre la cima del monte.
—El fuego está en la chimenea —dijo Gedeón Spilett.
—¿Y no podremos apagarlo? —preguntó Harbert.
—Deberían deshollinarse los volcanes —observó Nab, que parecía hablar con la mayor seriedad del mundo.
—Bueno, Nab —exclamó Pencroff—, ¿por ventura te encargarías tú de esta operación?
Y Pencroff soltó una carcajada.
Ciro Smith observaba con atención el humo espeso proyectado por el monte Franklin y escuchaba atentamente, como si hubiera querido sorprender algún trueno lejano. Después, volviéndose hacia sus compañeros, de los cuales se había separado un poco, dijo:
—En efecto, amigos míos, ha ocurrido una importante modificación en el volcán, es inútil ocultarlo. Las materias volcánicas no están en estado de ebullición, sino que se han encendido y seguramente tendremos una erupción próxima.
—Pues bien, señor Smith, veremos esa erupción —exclamó Pencroff— y la aplaudiremos, si es buena. No creo que haya en eso nada que pueda inspirarnos temores.
—No, Pencroff —contestó Ciro Smith—, porque el antiguo camino de las lavas sigue abierto, y el cráter, gracias a su disposición, las ha vertido hasta ahora hacia el norte. Y sin embargo...
—Sin embargo, puesto que ninguna ventaja podemos sacar de la erupción, más valdría que no la hubiese —dijo el periodista.
—¿Quién sabe? —repuso el marino—. Hay quizá en ese volcán alguna materia útil y preciosa, que tendrá la complacencia de vomitar, de la cual haremos buen uso.
Ciro Smith sacudió la cabeza como dando a entender que no esperaba nada bueno del fenómeno, cuyo desarrollo era inminente. No consideraba las consecuencias de una erupción con la ligereza de Pencroff. Si las lavas, por resultado de la orientación del cráter, no amenazaban directamente los bosques y las partes cultivadas de la isla, podían presentarse otras complicaciones. No es raro que las erupciones vayan acompañadas de temblores de tierra y una isla de la naturaleza de la Lincoln, formada de materias tan diversas, basaltos a un lado, granitos al otro, lavas al norte, tierra vegetal al mediodía, materias que, por consiguiente, no podían estar sólidamente ligadas entre sí, habrían corrido el riesgo de despedazarse. Si la expansión de las materias volcánicas no constituía un peligro muy grave, por otro lado todo movimiento en la armazón terrestre que sacudiera la isla podría traer consigo consecuencias gravísimas.
—Me parece —dijo Ayrton, que se había tendido en tierra aplicando el oído al suelo—, me parece oír un trueno sordo y prolongado, un ruido como no lo haría un carro cargado de barras de hierro.
Los colonos escucharon con atención y se cercioraron de que Ayrton no se engañaba. A aquellos ruidos como truenos acompañaban a veces mugidos subterráneos, que formaban una especie de
reforzado,
y después disminuía poco a poco, como si alguna brisa violenta hubiera pasado por las profundidades del globo. Pero no se oía ninguna detonación propiamente dicha; de donde podía deducirse que los vapores y el humo hallaban libre paso por la chimenea central y que, siendo bastante grande la válvula, no se produciría ninguna dislocación ni habría que temer explosiones del suelo.
—¡Vaya! —dijo entonces Pencroff—. ¿Es que no vamos a volver al trabajo? Que el monte Franklin fume, que rebuzne, que gima, que vomite fuego y llamas, todo lo que quiera, ésa no es una razón para estarnos de brazos cruzados. Vamos, Ayrton, Nab, Harbert, señor Ciro, señor Spilett, es preciso que hoy todo el mundo se ponga al trabajo. Tenemos que ajustar las cintas y no bastará una docena de brazos. Antes de dos meses quiero que nuestro
Buenaventura,
porque indudablemente conservaremos ese nombre, ¿no es verdad? , flote en las aguas del puerto del Globo. No hay un momento que perder.
Todos los colonos, cuyos brazos reclamaba Pencroff, bajaron al arsenal y procedieron al ajuste de las cintas, espesos tablones que forman la cintura de un buque y unen sólidamente entre sí las cuadernas de su casco. Era una tarea penosa y grande en la cual todos tuvieron que tomar parte.
Trabajaron asiduamente durante todo aquel día, 3 de enero, sin preocuparse del volcán, que, por otra parte, era invisible desde la playa del Palacio de granito. Pero una o dos veces grandes sombras, que cubrían el sol, que describía su círculo diurno sobre un cielo purísimo, indicaron que una espesa nube de humo pasaba entre su disco y la isla.