La isla misteriosa (63 page)

Read La isla misteriosa Online

Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Precisamente —dijo— esos caballeros han tomado tierra en la costa meridional y, si han seguido el litoral, quizás han descubierto el puertecito, en cuyo caso no doy medio dólar por nuestro
Buenaventura.

Los temores de Pencroff no carecían de fundamento y por consiguiente pareció muy oportuna una visita al puerto del Globo.

El marino y sus compañeros partieron la tarde del 10 de noviembre; iban bien armados. Pencroff, al meter ostensiblemente dos balas en cada cañón de su fusil, movía la cabeza con cierto aire que no presagiaba nada bueno para quien se le acercara mucho,
hombre o fiera,
según él decía. Gedeón Spilett y Harbert tomaron también sus fusiles y hacia las tres de la tarde salieron del Palacio de granito.

Nab les acompañó hasta el recodo del río de la Merced y, después de haberles dado paso, levantó el puente. Se había convenido en que la vuelta de los colonos se anunciaría por un tiro, a cuya señal Nab volvería a restablecer la comunicación entre las dos orillas del río.

La pequeña caravana se adelantó por el camino del Puerto hasta la costa meridional de la isla. La distancia no era más que de tres millas y media, pero Gedeón Spilett y sus dos compañeros tardaron dos horas en atravesarla, porque fueron registrando toda la orilla del camino, tanto del lado del espeso bosque cuanto del pantano de los Tadornes. No encontraron huellas de los fugitivos, que, sin duda, no sabiendo todavía cuántos eran los colonos, ni qué medios de defensa tenían, se habían ido a refugiar a las partes menos accesibles de la isla.

Pencroff, al llegar al puerto del Globo, vio con gran satisfacción al
Buenaventura
tranquilamente fondeado en la estrecha ensenada. Por lo demás, el puerto del Globo estaba tan oculto entre las altas rocas, que ni desde el mar ni desde la tierra se le podía descubrir hasta no estar encima o dentro de él.

—Vamos —dijo Pencroff—, esos tunantes todavía no han venido aquí. Las altas hierbas van mejor a los reptiles y los encontraremos en el Far-West.

—Lo cual es una fortuna —añadió Harbert—, porque, si hubieran encontrado el
Buenaventura,
se habrían apoderado de él para huir y no podríamos volver pronto a la isla Tabor.

—En efecto —dijo el periodista—, es importante llevar un documento que dé a conocer la situación de la isla Lincoln y la nueva residencia de Ayrton para el caso de que el yate escocés volviese.

—Pues bien, el
Buenaventura
está ahí dispuesto a todo, señor Spilett —repuso el marino—. El y su tripulación están preparados para salir a la primera señal.

—Creo, Pencroff, que haremos eso luego que se termine nuestra expedición por la isla. Es posible que ese desconocido, si logramos encontrarlo, sepa mucho más que nosotros sobre la isla Lincoln y la Tabor. No olvidemos que es el autor del documento y quizás sabe a qué atenerse sobre la vuelta del yate.

—¡Mil diablos! —exclamó Pencroff—. ¿Quién puede ser ese hombre, ese personaje que nos conoce y a quien no conocemos? Si es un simple náufrago, ¿por qué se oculta? Somos buena gente, y la compañía de personas honradas no es desagradable para nadie. ¿Ha venido voluntariamente aquí? ¿Puede abandonar la isla si le da la gana? ¿Está todavía en ella? ¿Se ha marchado ya?

Hablando así, Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett se habían embarcado y recorrían el puente del
Buenaventura.
De repente, el marino, habiendo examinado la bita sobre la cual estaba arrollado el cable del ancla, dijo:

—¡Vaya, esto sí que es raro!

—¿Qué pasa, Pencroff? —preguntó el periodista.

—No he hecho este nudo.

Y Pencroff mostraba la cuerda que amarraba el cable sobre la bita, para impedirla desasirse.

—¿Cómo que no? —preguntó Gedeón Spilett.

—No, lo juraría... Es un nudo plano y tengo costumbre de hacer dos cotes.

—¿No se habrá equivocado, Pencroff?

—No, señor, no me he equivocado —afirmó el marino—. No cabe equivocación, porque tengo la mano hecha a esos nudos y la mano no se engaña.

—Entonces los presidiarios habrán venido a bordo —dijo Harbert.

—No lo sé —contestó Pencroff—, pero lo cierto es que se ha levantado el ancla del
Buenaventura
y se ha fondeado de nuevo. Miren, aquí hay otra prueba. Se ha largado el ancla y su guarnición no está en el rozadero del escobén. Repito que han usado nuestra embarcación.

—Pero si los presidiarios hubieran usado el
Buenaventura,
lo habrían saqueado o habrían huido...

—¡Huido! ¿Adónde? ... ¿A la isla Tabor? ... —preguntó Pencroff—. ¿Creen que se habrían aventurado en un buque de tan poco calado?

—Entonces habría que admitir que sabían la situación de este islote —dijo el periodista.

—De todos modos —añadió el marino—, tan cierto como yo me llamo Pencroff y soy de Vineyard, nuestro buque ha navegado sin nosotros.

El marino decía estas palabras con un tono tan afirmativo, que ni Gedeón Spilett ni Harbert pudieron hacerle objeción alguna. Era evidente que la embarcación había navegado y vuelto al puerto del Globo. Para el marino no había duda alguna de que se había levado el ancla y echado después. Ahora bien, ¿para qué estas dos maniobras si el buque no había sido empleado en alguna expedición?

—¿Pero no habríamos visto al
Buenaventura
pasar enfrente de la isla? —observó Spilett, que quería formular todas las objeciones posibles.

—¡Ah, señor Spilett! —dijo el marino—, basta salir de noche con una buena brisa y en dos horas se pierde de vista la isla.

—Pues bien —repuso el periodista—, vuelvo a preguntar, ¿con qué objeto los piratas se habrían servido del
Buenaventura?
¿Por qué lo habrían traído al puerto después de haberlo usado?

—Señor Spilett —contestó el marino—, pongamos eso en el número de cosas inexplicables y no pensemos más. Lo importante era que el
Buenaventura
estuviese aquí y aquí está. Por desgracia, si los presidiarios lo toman por segunda vez, puede suceder que no volvamos a encontrarlo en su sitio.

—Entonces, Pencroff —dijo Harbert—, quizá será prudente llevarlo delante del Palacio de granito.

—Sí y no —contestó Pencroff—, o mejor dicho, no, porque la desembocadura del río de la Merced es muy mal paraje para un buque y allí la mar es dura.

—Pero, hallándose sobre la arena, hasta el pie de las Chimeneas...

—Quizá sí —dijo Pencroff—. En todo caso, puesto que debemos dejar el Palacio de granito para una larga expedición, creo que el
Buenaventura
estará aquí más seguro durante nuestra ausencia, y que haremos bien en dejarlo en ese puertecillo hasta limpiar la isla de estos tunantes.

—Ese es mi parecer —dijo el periodista—; al menos en caso de mal tiempo no se verá expuesto como lo estaría en la desembocadura del río de la Merced.

—Pero si los presidiarios vinieran a visitarlo de nuevo... —dijo Harbert.

—Pues bien, hijo mío, en este caso, no encontrándolo aquí irían a buscarlo del lado del Palacio de granito y, durante nuestra ausencia, nada les impediría apoderarse de él. Creo, como el señor Spilett, que debemos dejarlo en el puerto del Globo. Pero, cuando volvamos, si todavía no hemos desembarazado la isla de esos tunantes, será prudente llevar nuestro buque frente al Palacio de granito, hasta que no tenga que temer tan mala visita.

—Convenido y en marcha —dijo el periodista.

Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett, cuando regresaron al Palacio de granito, refirieron al ingeniero lo que había pasado, y éste aprobó sus disposiciones para el presente y para el Porvenir y aun prometió al marino estudiar la parte del canal situada entre el islote y la costa para ver si sería posible hacer un puerto artificial por medio de diques. De esta manera el
Buenaventura
estaría siempre a la vista y, por decirlo así, bajo la mano de los colonos y seguro.

Aquella tarde se envió un telegrama a Ayrton para decirle que llevase a la dehesa un par de cabras, pues Nab quería aclimatarlas en las praderas de la Meseta. ¡Cosa singular! Ayrton no anunció el recibo del despacho, como tenía costumbre. Esto no dejó de admirar al ingeniero, pero podría suceder que Ayrton no estuviese en aquel momento en la dehesa o que se hallara en camino para volver al Palacio de granito. En efecto, habían transcurrido dos días desde su partida, y se había decidido que el 10 por por la noche o el 11 por la mañana estuviese de vuelta.

Los colonos confiaban en que Ayrton aparecería en las alturas de la Gran Vista. Nab y Harbert fueron a esperarlo hasta las inmediaciones del puente, para bajarlo, cuando su compañero llegase.

Pero a las diez de la noche Ayrton no había aparecido y entonces se juzgó conveniente enviar un nuevo telegrama exigiendo una respuesta inmediata. El timbre del Palacio de granito permaneció mudo. Entonces la inquietud de los colonos fue grande. ¿Qué había pasado? Ayrton no estaba en la dehesa o si estaba no tenía libertad de movimientos.

¿Debían ir los colonos en su busca en aquella noche oscura?

Se discutió: unos querían marchar inmediatamente, otros aguardar.

—Pero —dijo Harbert— quizá ha ocurrido algún accidente en el aparato telegráfico y no puede funcionar.

—Puede ser —dijo el periodista.

—Esperemos a mañana —añadió Ciro Smith—. Es posible que Ayrton no haya recibido nuestro despacho o que nosotros no hayamos recibido el suyo.

Aguardaron los colonos y, como es de suponer, no sin cierta ansiedad.

Al amanecer del día 11 de noviembre, Ciro Smith lanzaba la corriente eléctrica a través del hilo, pero no se obtuvo respuesta alguna. Volvió a enviar otro despacho y el resultado fue también negativo.

—¡En marcha para la dehesa! —exclamó.

—¡Y bien armados! —añadió Pencroff.

Se decidió inmediatamente que el Palacio de granito no quedase solo y que el negro permaneciese en él. Después de haber acompañado a los colonos hasta el arroyo de la Glicerina, debía levantar el puente y, oculto detrás de un árbol, aguardaría su vuelta o la de Ayrton.

En caso de que los piratas se presentaran y trataran de atravesar el río, procuraría detenerlos a tiros y, en último resultado, se refugiaría en el Palacio de granito, donde, una vez levantado el ascensor, estaría seguro.

Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert y Pencroff debían marchar inmediatamente a la dehesa y, si no encontraban a Ayrton, registrar los bosques de las cercanías.

A las seis de la mañana, el ingeniero y sus tres compañeros habían pasado el arroyo de la Glicerina y Nab se ponía en acecho detrás de una ligera eminencia coronada por grandes dragos en la orilla izquierda del arroyo. Los colonos, después de haber dejado la meseta de la Gran Vista, tomaron inmediatamente el camino de la dehesa. Llevaban el fusil al brazo, dispuestos a disparar a la menor demostración hostil. Las dos carabinas y los fusiles iban cargados con bala.

A cada lado del camino la arboleda era bastante espesa y podía ocultar a los malhechores, que a causa de sus armas habrían sido verdaderamente temibles.

Los colonos marcharon rápidamente y en silencio;
Top
los precedía corriendo por el camino o entrando algunas veces en el bosque, pero siempre mudo y no dando señales de nada extraordinario. Y podía contarse que el fiel perro no se dejaría sorprender y ladraría a la primera apariencia de peligro.

Ciro Smith y sus compañeros seguían a la vez que el camino la dirección del hilo telegráfico, que unía la dehesa con el Palacio de granito. Habían andado unas dos millas sin haber observado nada extraño. Los postes se hallaban en buen estado, los aisladores intactos y el alambre regularmente tendido. Sin embargo, desde aquel punto el ingeniero observó que la tensión del alambre parecía menor; en fin, al llegar al poste número 74, Harbert, que iba delante, se detuvo gritando:

—¡El alambre está roto!

Sus compañeros apretaron el paso y llegaron al sitio donde el joven se había detenido. El poste derribado estaba atravesado en el camino. Era evidente que los telegramas del Palacio de granito no habían podido recibirlos en la dehesa, ni los de ésta en el Palacio de granito.

—El viento no ha derribado este poste —dijo Pencroff.

—No —repuso Gedeón Spilett—. Han cavado la tierra por el pie, y la mano del hombre lo ha sacado de su sitio.

—Además, el hilo está roto —añadió Harbert mostrando los dos extremos de alambre separados con violencia.

—¿La rotura es reciente? —preguntó Ciro Smith.

—Sí —dijo Harbert—. Es indudable que no hace mucho tiempo que se produjo.

—¡A la dehesa, a la dehesa! —exclamó el marino.

Los colonos estaban a mitad camino entre el Palacio de granito y la dehesa. Quedábanles dos millas y media que andar y echaron a correr.

En efecto, debía presumirse que algún acontecimiento grave había ocurrido en la dehesa. Sin duda Ayrton habría podido enviar un telegrama que no había llegado, pero esto no alarmaba a sus compañeros. Había una circunstancia más inexplicable: Ayrton había prometido estar de vuelta el día antes por la noche y no había aparecido.

En fin, no sin motivo se había interrumpido toda comunicación entre la dehesa y el Palacio de granito. ¿Y quiénes, sino los bandidos, podían tener interés en interrumpirla?

Los colonos corrían con el corazón oprimido por la emoción. Se interesaban sinceramente por su nuevo compañero: ¿le encontrarían muerto por quienes en otro tiempo había sido jefe?

Pronto llegaron al sitio donde el camino seguía la corriente del arroyuelo derivado del arroyo rojo, que regaba las praderas de la dehesa.

Entonces moderaron el paso para no hallarse muy fatigados en el momento en que pudiera ser necesario emprender la lucha. Los fusiles no estaban en el seguro, sino montados, y cada cual vigilaba una parte del bosque.

Top
lanzaba sordos gruñidos, que no eran de buen agüero.

El recinto de la empalizada se presentó a través de los árboles. No se veía en él ninguna señal de deterioro. La puerta estaba cerrada como de ordinario y un silencio profundo reinaba en la dehesa, sin que se oyeran ni los balidos acostumbrados de los muflones ni la voz de Ayrton.

—¡Entremos! —dijo Ciro Smith.

El ingeniero se adelantó, mientras sus compañeros vigilaban a veinte pasos de él, dispuestos a disparar.

Ciro Smith levantó el picaporte de la puerta e iba a empujarla, cuando
Top
ladró con violencia y sonó una detonación por encima de la empalizada, a la cual respondió un grito de dolor. Harbert, herido de bala, había caído en el suelo.

Other books

Path of Honor by Diana Pharaoh Francis
Little Doll by Melissa Jane
Incandescence by Greg Egan
Deceiving The Groom by Shadow, Lisa
Miracle In March by Juliet Madison
Better Together by Sheila O'Flanagan
Cloud Castles by Michael Scott Rohan