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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (6 page)

BOOK: La huella de un beso
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—Pues tráelo, ratita. Ya sabes que será bienvenido. Que lo celebre con nosotros. Tenemos que prepararlo bien. Las cosas bien hechas —intervino el padre con júbilo.

—¿Va en serio la cosa, tesoro? —preguntó la madre apoyando los codos sobre la mesa y apretando los puños con tal fuerza que el rostro se le tiñó de rojo cereza.

—Tengo un perro —dijo Katrin en voz baja.

Después de eso hubo diez minutos de silencio. Ernestine Schulmeister-Hofmeister entrelazó las manos y adoptó la postura de quien reza pidiendo perdón por los pecados de cuya gravedad no había sido consciente hasta ese momento. A Rudolf Hofmeister se le dilataron las pupilas y empezó a hacer gestos nerviosos con la cabeza, moviéndola rítmicamente en todas direcciones, como si estuviera dirigiendo para sí mismo los acordes finales de una obertura trágica.

—No es mío —añadió Katrin en un momento en el que ya era bastante poco probable que nadie comentara nada. La frase no encerraba una gran dosis de consuelo. Era lo mismo que si Katrin acabara de confesar que había atracado un banco y de repente dijera: «Era un banco pequeño». Porque el solo hecho de haber pronunciado la palabra «perro» en casa de los Schulmeister-Hofmeister era bastante rotundo: significaba alta traición. Katrin sabía perfectamente lo que le había hecho a su padre un representante de esa especie animal. Y hasta ahora ella había demostrado tener un mínimo de solidaridad filial y detestar y evitar en consecuencia cualquier relación con un perro, incluida su mención en una conversación.

Hay días en los que se decide el futuro. Bueno, en realidad, el futuro se decide cada día. Hombre, en realidad, no es el futuro lo que se decide cada día, sino el presente. Aunque de todas maneras éste se decanta por el futuro a costa del pasado. Sea como sea, el día en el que tenía que decidirse el futuro de Rudolf Hofmeister fue un 27 de junio. Lucía el sol. Hacía buen tiempo. El joven Hofmeister esperaba ese momento desde que iba a la escuela de comercio. El padre de Katrin se dedicaba a vender. No cosas suyas; no tenía nada suyo. Vendía cosas que no le pertenecían y le daban algo de dinero por eso. Era (y seguiría siendo) representante. Representaba todo lo que podía tener una representación: cordones para los zapatos, expositores de periódicos, aerosoles contra insectos, bolitas de chocolate Rum-Kokos, revistas para la tercera edad, válvulas de baja presión. Iba de puerta en puerta. Pocas se abrían. Pero si agarraba una mano, ya no la soltaba. Lo importante era que la gente lo mirara a la cara. Porque entonces le veían la boca y enseguida también lo de arriba. Las miradas caían como moscas en el bigote de Rudolf Hofmeister y allí se quedaban pegadas, como enredadas en una tela de araña. Aquél era el bigote más fino, sutil y poco poblado ante el que jamás se hubiera abierto el umbral de una puerta. Cualquier otro bigote de esas características se deslizaría por el labio superior y acabaría desplomándose en el suelo empujado por la corriente. La gente se daba cuenta enseguida: a ese hombre le faltaban proteínas. Había que comprarle algo rápidamente. Por desgracia no solían ser muchas las personas que se enfrentaban a aquel bigotito. La retórica era un aspecto secundario. En la mayoría de las ocasiones Hofmeister elegía las siguientes palabras: «Muy buenas. Mi nombre es Hofmeister y he venido a robarle un minuto de vida». Y con esto solía robarles sólo unos segundos. Pero qué se le va a hacer, así era la profesión. La ilusión del joven Hofmeister era hacerse rico de un solo golpe. (Nunca afirmó que su sueño fuera algo original.) El 27 de junio iba a hacerse realidad. Hofmeister estaba a punto de vender 1800 secadoras automáticas de la marca Drynova. Solamente faltaba la firma del gerente de la gran empresa fabricante de lavadoras Multoclean. Con respecto a la tecnología de las secadoras Drynova hay que decir que todavía tenía que madurar. Los aparatos eran el doble de grandes y tres veces más pesados que las lavadoras. Y para que la ropa se secara se invertía el triple de tiempo que si se tendía al aire libre. En Drynova las ventas andaban alrededor de cinco unidades al año. No calculaban vender más. Hofmeister se llevaba el 6% del precio de venta. Antes de encontrarlo a él en Drynova habían estado buscando sin éxito un representante durante seis meses. ¿Qué cómo logró venderles 1800 aparatos a los de Multoclean?

Bien, pues consiguió que uno de los empleados, un hombre de pequeña estatura, le dirigiera la mirada al bigotito. Mientras el señor estuvo ahí enganchado, Hofmeister profirió las siguientes palabras: «Muy buenas. Mi nombre es Hofmeister y he venido a robarle un minuto de vida. Cualquiera puede hacer una colada. Secarla sólo podemos nosotros. Si no es Drynova es que no va. Quédense con nosotros. Hagan las cosas bien hechas». El empleado lo escuchó y pensó que debería proponerle a su jefe que alquilaran una secadora para probarla. Al día siguiente el jefe en persona llamó a Hofmeister y le preguntó:

—¿Usted tiene secadoras?

—No, yo sólo soy el representante —respondió Hofmeister.

—¿Funcionan? —preguntó el jefe.

—Yo nunca representaría a una casa cuyos productos no funcionaran —mintió Hofmeister.

—Bien, entonces vamos a comprar 2000 unidades.

—Tantas no tenemos —dijo Hofmeister invadido por el pánico. Y con los nervios debió de perder por lo menos tres pelos del bigote; es decir, prácticamente la décima parte de su población.

—Bien, entonces 1800 —respondió el jefe—. Mañana le firmo los papeles. Pase por mi despacho y traiga una secadora de muestra. Póngase su mejor atuendo veraniego que vamos a grabar un anuncio en directo. La competencia se va a quedar con la boca abierta. Se van a quedar todos pasmados.

—Muy bien. Las cosas bien hechas —concluyó el joven Hofmeister. Tras la llamada telefónica un arrebato de felicidad le hizo perder el conocimiento durante unos instantes.

Al día siguiente era 27 de junio, el dichoso 27 de junio en el que debía decidirse su futuro. En Drynova habían puesto el champán a enfriar. Había llegado la secadora de prueba. (Las otras 1799 ya las fabricarían de alguna manera en las semanas siguientes.) Al joven Hofmeister lo había vestido el sastre de caballeros más famoso del momento en un tono azul grisáceo. Sólo faltaban diez minutos para la firma ante las cámaras. Hofmeister acababa de alcanzar el edificio de Multoclean y se sentó en un banco del parque que había delante para practicar en su fantasía cómo debería ser el apretón de manos de un millonario. Se animaba asintiendo con voz enérgica: «Sí, señor», mientras se daba una palmada de confirmación en el muslo. Y esto es lo que debió de malinterpretar el perro que apareció de repente de entre la maleza. Entendió que allí tenía que postrarse. Cuando Hofmeister quiso darse cuenta ya era demasiado tarde. Sobre su regazo se había acomodado una maraña con forma de bola lacada en negro y allí estaba, levantando tan ricamente una de las patas traseras. Hofmeister reaccionó al instante, se levantó de un salto y lanzó al perro como si realmente fuera una bola enmarañada y lacada en negro, como si lanzara un balón medicinal, desde la cadera, para que desapareciera en el más allá, al otro lado del césped. Pero en memoria de aquel fugaz encuentro se había instalado en el pantalón una mancha de color gris oscuro. Era del tamaño de un balón medicinal y recorría la pernera, bajando hasta la altura del tobillo. La última vez que Hofmeister había mostrado un aspecto parecido tenía siete años y después había pasado siete más avergonzándose de aquella imagen. Pero en aquel tiempo no se encontraba a dos minutos del crucial instante en el que se iba a decidir su futuro. Ese futuro cambió en pocos segundos. Hofmeister entró en Multoclean. Lo recibió un señor con americana negra, muy estresado, que lo tomó por la mano y lo condujo a la sala contigua. El espacio estaba muy iluminado. El hombre dio tres palmadas y anunció:

—Chicos, a vuestros sitios. En tres minutos estamos en el aire.

—Hay un problema —avisó Hofmeister con voz carrasposa—: necesito urgentemente unos pantalones secos.

Todo el mundo a la vez miró hacia donde estaba él y todo el mundo vio lo mismo: tenía razón. Pero sólo uno de ellos reaccionó. El más importante. Y lo hizo con rabia. Con tanta rabia que Hofmeister perdió cinco pelos del bigote. La sucesión de trece gritos que profirió el jefe de Multoclean conformaba una pregunta retórica: ¿No-pretenderá-en-serio-venderme-secadoras-el-tío-este-de-los-pantalones-cochambrosos?

Siguió una risa histérica generalizada. No hubo respuesta. La grabación del anuncio se canceló, el negocio se frustró. Hofmeister se pasó treinta noches seguidas soñando con perros. Si el sueño era bueno podía incluir hasta cincuenta rituales de asesinato.

—No es mío el perro —repitió Katrin tras conceder otra pausa para darles tiempo a asumir la noticia. Su madre había arrugado la frente con doce pliegues. (Se podían contar bien porque, aun después de que la relajara, solían pasar horas hasta que desaparecían las marcas. Eran raras las veces que llegaba a formar doce arrugas. Aunque cuando se trataba de yernos potenciales con los que Katrin acababa de cortar había llegado a superar las quince.)

—¿Por qué? —preguntó, casi sin voz, el padre de Katrin. No se refería a «¿Por qué no es tuyo el perro?», ni tampoco quería decir: «¿Por qué vas a tener un perro en Navidades?». No; la pregunta era más bien general: «¿Por qué existen los perros?». En el sentido de «¿Por qué nos arruinan la vida?».

Katrin respondió:

—Sólo lo voy a tener estos días, durante las fiestas, es una emergencia.

—¿De quién es? —le preguntó su madre mientras se le alisaban las dos arrugas más externas.

—De un viejo amigo —respondió Katrin—. Tiene que marcharse urgentemente de viaje.

—¿Cómo se llama? —preguntó la madre.

—¿El perro? —preguntó Katrin.

—El viejo amigo —le contestó su madre. Y mientras decía «viejo» se le volvieron a marcar las dos arrugas exteriores.

—Max —dijo Katrin con indiferencia—, es un antiguo compañero de estudios.

—Nunca habías hablado de ningún Max —afirmó la madre.

—¿No? —preguntó Katrin.

—No. —Su madre lo sabía con certeza.

—Pues ni idea —dijo Katrin. Bostezó, se miró el reloj y de repente tuvo que irse a toda prisa a hacer unas compras.

—Ya hablaremos otro día acerca de las Navidades, tesoro —amenazó su madre.

—Pero ¿por qué, ratita? —preguntó su padre.

8 de diciembre

«¿Por qué debería descartar las residencias?», se preguntaba Max el sábado por la mañana. Fuera estaba nevando pero él no se había dado cuenta. Había cerrado las persianas para no tener que pensar en las compras navideñas. Era sábado pero las tiendas cerrarían ese día más tarde. Los listos aprovechaban para ir de compras. Y como todo el mundo era muy listo, habían salido todos a comprar a la vez. Max había cerrado las persianas para que nadie lo molestara mientras era menos listo que los demás.

¿Por qué descartar la posibilidad de mandarlo a una residencia? «¿Una residencia?», le preguntó a
Kurt
, que estaba tumbado debajo de su sillón durmiendo.
Kurt
no reaccionó; era evidente que le daba igual residencia que no residencia. Y a Max poco a poco también empezaba a darle igual. De hecho, tenía sus ventajas. Le daría material para «Esa mirada fiel»: iniciaría una serie de columnas en tono dramático en torno al tema «De cómo
Kurt
sobrevivió dos semanas medio dormido en una residencia para animales». Y a lo mejor después de aquella experiencia el perro salía fortalecido y empezaba a querer ir de paseo voluntariamente al menos una vez al día.

Con respecto a Max, las Navidades y las Maldivas, la decisión ya estaba tomada. Había encontrado la isla ideal (y ya había hecho la reserva por Internet). Era la única isla que, a pesar de poner en evidencia y arañar los límites de su presupuesto, no lo reventaba. Y había una plaza libre para él. Es decir: había única y exclusivamente una plaza libre; para él. Sólo quedaba una posibilidad de pernoctar: un alojamiento apañado en una cama para emergencias. (Todo el mundo hablaba de los viajes para
singles
; Max iba a probarlo.) ¿En solitario? ¡Claro que no! Durante el día estaría rodeado de buceadores: iba a hacer un curso de buceo. (La factura se la enviaría a sus abuelos a Helsinki.)

A lo mejor, por debajo del nivel del mar, conocía a una mujer. Seguramente no sería nada serio: una historieta para las vacaciones. Podrían abrazarse bajo el agua y hacer alguna cosilla más. (Oxígeno no les iba a faltar.) Max no pasaría ningún apuro. Los dos llevarían boquilla. Su compañera de buceo tendría cubierto el tema de la oralidad y no se le pasarían por la cabeza pensamientos absurdos. Así es que no podía pasar nada; podrían dar rienda suelta a sus fantasías y ni siquiera haría falta que se ducharan después. Y si, por algún motivo, la buceadora se enamoraba de él bajo el agua, pues él podría rogarle que fuera tan amable de llevar puesto el esnórquel también en tierra. Entonces Max le enseñaría su habitación y podrían pasar la noche juntos. La isla sería de ellos dos. Se quedarían allí y montarían su propia base de buceo, en la que sería obligatorio llevar puesto el esnórquel también en tierra. Resumiendo: que Max tenía muchas ganas de que llegaran las vacaciones.

Pero primero había que encontrar un sitio para
Kurt
. Una residencia para animales no era sólo la única posibilidad sino, pensándolo bien, una idea de puta madre. Quizás a él, con las vacaciones, se le olvidaría que tenía un perro y, sin querer, ya nunca iría a recuperarlo.
Kurt
tampoco se acordaría de su amo (¿en qué contexto podría recordarlo?). Así es que ambos comenzarían una nueva vida. Él, Max, se agenciaría un pez rojo. Y le darían una columna sobre peces rojos en un periódico de renombre. Se llamaría «Una mirada acuosa». La crítica internacional lo celebraría con elogios como «sin par; este hombre es capaz de convertir a un pez decorativo, aparentemente desocupado, en un ser animado y vivaracho: fresco. Y lo hace con agallas y con precisión, describiendo minuciosamente cada uno de sus movimientos cotidianos, como si bajo sus branquias habitara la maquinaria de un reloj suizo; pero también con sensibilidad, con una psicología de agua dulce que nadie había plasmado todavía en un texto escrito. Quien conoce a Trixi, el pez rojo, se enamora de él. De repente, millones de lectores saben que en un ser tan pequeño oscila un alma…».

Por lo que respectaba a
Kurt
, en la residencia para animales lo elegirían como representante de los perros y crearía su propio partido político: el PS, el Partido del Sueño. Sus reivindicaciones: menos comida, menos paseos, menos humanos, más televisión, más tranquilidad, paz. Y algún día se encontrarían por la calle:
Kurt
y él. Se reconocerían y se harían un guiño cariñoso. Porque de repente no querrían echar al olvido el tiempo que habían pasado juntos. Pensarían que en aquel momento los dos habían sido demasiado jóvenes para que la relación funcionara, y que había sido mejor que cada uno siguiera su camino en solitario.

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