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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (5 page)

BOOK: La huella de un beso
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Ahora, con 34 años, Max ya sabía que el amor sin besos no funcionaba. Por consiguiente, sabía que el amor en él no podría funcionar nunca. Y eso le resultaba muy doloroso cuando amaba de verdad y con ganas. Max se enamoraba rápida, profunda y pasionalmente. Sabía entregarse al amor y vivir por él, era capaz de mostrar sus sentimientos, podía hablar de ellos, era cariñoso y capaz de desvivirse por una mujer. Estaba seguro de que también podía ser fiel si era necesario. (Hasta ahora nunca había tenido que ponerse a prueba.) Estaba capacitado y dispuesto a dárselo todo a la mujer que amaba. Todo menos un beso.

Por supuesto, en los últimos dieciséis años ya había intentado en muchas ocasiones amar a alguien más de una noche sin tener que besar. A grandes rasgos se puede decir que existían dos posibilidades de librarse del beso con lengua: pasar de todo y hacer como que no pasaba nada o pasar de todo y pasar directamente a la acción.

Lo de «pasar de todo y hacer como que no pasaba nada» siempre acababa siendo una tortura y no llegaba a dar resultados. Como muestra sirvan las terribles noches que pasó con Pia, una estudiante de Historia del Arte que se parecía a Cleopatra. La conoció en la uni. Él entonces estaba probando a ver qué tal le iba en Derecho y trabajaba de camarero en el comedor universitario. Más o menos al final de la primera noche, ambos supieron que habían superado magistralmente la prueba número uno: la parte intelectual. Mentalmente se entendían con los ojos cerrados. Incluso sin escucharse, porque para eso estaban demasiado fascinados.

O sea, que había llegado el momento de entregarse a cuestiones más corporales. Ése era el único motivo por el cual a las tres de la madrugada seguían apretujados en el rincón más oscuro del bar moviendo los labios humedecidos por el vino según marcaba Tom Waits. Más cerca uno del otro no podían estar. Y cada frase que Pia le susurraba al oído en la embriaguez del amor, ya fuera «Dicen que la exposición de Picasso es genial», «Me gusta este local» o «El fin de semana tengo que ir a ver a mi abuela», cada una de esas frases significaba: «¿Por qué no me besas de una vez?». Pero Max pasaba de todo y hacía como que no pasaba nada. Él le susurraba respuestas lascivas a la cara: «Sí, Picasso es uno de los grandes», «Sí, este local tiene algo» o «Yo, por suerte, no tengo que ir a ver a mi abuela el fin de semana; como vive en Helsinki…». Y todas las frases iban aderezadas con una mirada «dame-tiempo, yo-tengo-que-ir-con-calma». Ella, en algún momento, abrió más los ojos, el doble que Cleopatra, movió la punta de la lengua por encima del labio superior como si fuera una aleta de tiburón y pensó: «Te doy diez segundos». Tremendamente atormentado, Max decidió recuperar la distancia por completo. Dejó caer la cabeza y dirigió la mirada hacia sus pechos; furtivamente, pero con cierta ansiedad.

Una noche de suplicio que había acabado en nada, evidentemente, tenía que repetirse. Quedaron varios días. Y la situación era cada vez más insoportable. El momento en el que el beso se convertía en obligatorio llegaba cada vez antes. Ante la desesperación porque no sucedía nada, la relación acabó siendo algo simbiótico. Hablaban con todo el dolor de su corazón sobre la desaparición de los bosques tropicales, los cambios en las mareas y la influencia de Giotto en la pintura italiana del siglo XIV. Las últimas frases de aquellas noches solían ser del tipo: «¿Tú estás bien, Max?». (Dicha por Pia.) «Estoy atravesando un mal momento.» (Respuesta de Max.) Entonces una de las cuatro mejillas recibía de rebote un beso de despedida. Y volvían a quedar al día siguiente y seguían padeciendo la abstinencia sin que ella conociera el porqué.

Y en algún momento de alguna noche en la que se quedaron sin palabras Max no aguantó más y dijo: «Pia, no puedo más, quiero acostarme contigo». Al hacerlo saltó del asiento, se arqueó por encima de la mesa y apretó su cabeza contra el pecho de ella con la fuerza que imprimen al liberarse 180 horas de deseo contenido. Pero, por desgracia, ella no permitió que se quedara allí. Por el contrario, lo agarró por las sienes y lo atrajo hacia ella. Cuando entre sus bocas apenas quedaban unos milímetros de distancia, Max se apartó de ella y protestó usando el tono de un niño testarudo al que le han servido arroz en vez de patatas fritas: «No quiero besarte, quiero acostarme contigo». Así acabó la historia con Pia. Y Max pasó página.

Con Patrizia, Max fue mucho más listo desde el principio: pasó de todo y pasó directamente a la acción. Ella vendía anuncios en el
Horizonte
y tenía fama de ser la inventora de los «rollitos de media noche» o, más bien, de haber creado una versión de los «rollitos de una noche» que le daba opción a «doblete». Cuando Patrizia quería conocer a un hombre, no se presentaba: se acostaba con él. Lo de hablar siempre se podía hacer después.

Elegía a sus amantes siguiendo estrictamente los principios de higiene corporal, saber qué se lleva, coraje rodeado de carisma y éxito profesional. Y podía permitirse elegir. De hecho, uno de los mayores honores que podía disfrutar un hombre del
Horizonte
era ser elegido por Patrizia. Según afirmaban algunos, la experiencia con ella había sido el punto culminante de su vida sexual.

Max tenía que agradecerle la nominación a
Kurt
. Mejor dicho: a
Kurt I
. Fue en la época en la que él aún vivía y hacía sus piruetas. A Patrizia le encantaba «Babeando al viento» y, tras la tercera publicación, invitó a Max a su casa. Le dijo que después habría una cena con varios platos; lo hizo para que tuviera un doble aliciente y para demostrarle que esa noche él sería el único.

Más tarde Max ni siquiera se acordaría de los detalles sexuales. Serían desplazados de su mente por un espantoso acontecimiento que tuvo lugar poco después. Pero al principio todo fue salvaje y descontrolado; dos cuerpos entrelazados, precipitándose y confundiéndose uno con otro. La lengua de Patrizia estuvo durante un buen rato, feliz, lejos de su boca. Pero después él se enredó en esa inefable postura del misionero, tan sobreestimada a lo largo y ancho del mundo, y de repente se sintió como si fuera una pila sometida a una descarga de alta tensión: por abajo la carga positiva era cada vez mayor; por arriba, a la altura de la cabeza, la carga negativa empezaba a resultar amenazadora. Y es que Patrizia, que se movía enérgicamente, gimiendo, sacudiéndolo con fuerza, de repente apretó sus labios contra la boca de Max y le introdujo la lengua. La reacción de Max no se hizo esperar. Emitió un chillido «Síííííí-Noooooo» y se descargó a la vez por ambos polos.

—¿Te has corrido? —le preguntó Patrizia rutinariamente.

—Dos veces —resolló Max haciendo honor a la verdad. En ese momento sintió un tercer acceso aproximándose por la garganta y se levantó para ir al baño. De allí saldría una hora más tarde. En ese tiempo le estuvo dando vueltas a la cabeza pensando cómo iba a responder a la pregunta que le esperaba ahí fuera acerca de los motivos de su repentino malestar.

—¿Cómo has podido vomitar al mismo tiempo? —preguntó Patrizia con asco—. ¿No me dirás que eso te pone?

—Claro que no. No sé… Es que creo que me ha venido a la cabeza algo chungo —respondió Max.

Así acabó la historia con Patrizia. Y Max pasó página.

Evidentemente, Max se concedió alguna relación más antes de decidir ahorrarse definitivamente estas experiencias. Porque lo vivido le enseñó que el amor era posible sin casi todo: sin sexo y sin pasión, sin amistad y sin intereses comunes, sin una finalidad concreta y sin sentido, sin dinero y sin respeto; incluso sin futuro. Pero no sin besos, no sin lengua.

Ante esta realidad, las historias y las páginas que le pudieran quedar por escribir las transformó en pesadillas y prefirió concentrarse en lo esencial. En este caso en concreto, en su escapada navideña: tenía que huir de la peor época del año para una persona que abriga el deseo de amar pero no puede besar.

En aquel triste día de San Nicolás evitó los tres despachos. Se quedó en casa y se descargó de Internet ochenta páginas con información sobre las Maldivas. De vez en cuando le lanzaba alguna mirada desdeñosa a
Kurt
. El perro, acostado debajo de su sillón, observaba con apatía los tejemanejes de su amo. Éste lo reforzaba de tanto en tanto articulando alguna frase como: «Yo voy a pillar un avión y tú te quedas aquí».
Kurt
lo castigaba haciendo uso de su arma más potente: la ignorancia.

7 de diciembre

El día empezaba con una buena noticia y un concentrado de malas. La buena: que era viernes y los viernes Katrin no tenía consulta. Dos años atrás había estado a punto de redactar su carta de despido.

—Doctor Harrlich, si voy a seguir trabajando
full time
como si fuera una oftalmóloga titulada, no quiero cobrar lo que gana una ayudante en el mes de prueba.

—Mi hermosa señorita —respondió el médico sobrecogido—,
«full time»
es una expresión muy fea. No quiero que utilice ese vocabulario americano tan moderno en mi consulta. —Y con eso el doctor pretendía poner punto final a una conversación que le resultaba un tanto desagradable.

Pero Katrin no había terminado. Ella repitió su frase anterior (sustituyendo
«full time»
por «a pleno rendimiento y a tiempo completo»).

Entonces el doctor Harrlich se puso serio y dijo:

—Creo que trabaja demasiado. A partir de ahora, tómese los viernes libres pero no me toque el dinero. —Se quitó sus gruesas gafas, se frotó los ojos, húmedos, casi ciegos, se llevó a la boca con melancolía la patilla de las gafas y retomó la respuesta con la voz quebrada—. Usted es joven y guapa, mi apreciada señorita, así es que disfrute de su libertad. Yo soy viejo; a mí ya sólo me sirve el dinero.

Katrin en ese momento estuvo a punto de solicitar que le bajara el sueldo.

Así que ese día, como todos los viernes, libraba. Pero se había iniciado el avance de un frente frío. Cualquiera podría comprender qué significaba un «frente frío». Lo de «iniciar el avance» debía de ser que el frente frío enviaba una especie de patrulla de reconocimiento, una avanzadilla. «Oye, este sitio es estupendo. Nos podemos extender por aquí a nuestras anchas. Vente. Diles a todos que se vengan contigo. Tráete también al granizo.» Esos frentes fríos solían instalarse durante semanas por aquellos lares. Les gustaba el clima austriaco, las figuras sombrías y los tonos grises con los que se cubrían en invierno. Les gustaba el ambiente navideño.

O sea, que no era uno de esos viernes en los que Katrin habría salido de su casa (abandonando su cama y su Internet), para enfrentarse al avance de un frente frío, si no hubiera sido estrictamente necesario. Pero lo era. Porque la habían invitado sus padres. Y que la invitaran sus padres significaba aceptar la invitación indefectiblemente. El rechazo aislado de una sola invitación habría puesto en tela de juicio veintinueve años de educación. El matrimonio Schulmeister-Hofmeister de repente no habría sabido para qué vivía (la respuesta era: para Katrin). Su vacío existencial habría sido aún mayor que el que habría experimentado el doctor Harrlich en caso de haberle concedido a Katrin un aumento de sueldo.

Aquella invitación había estado rodeada desde el principio de pensamientos turbios y una desgana fuera de lo habitual. Había llegado a situarse en el grado siete de la escala de inapetencias (y eso que cada grado de esa escala equivalía a restar diez de temperatura mientras avanzaba el frente frío). En primer lugar, porque sus padres querían hablar con ella sobre las Navidades. En segundo, porque querían hablar con ella sobre la Nochebuena, que era, además, el día de su cumpleaños. En tercero, porque querían hablar con ella sobre la Nochebuena, que no era un cumpleaños cualquiera sino su treinta cumpleaños. Punto número cuatro (citando literalmente a mamá): «Tesoro, queremos homenajearte el día de tu cumpleaños con una fiesta que no se te olvide nunca. No queremos que falte nada. Tenemos que hablar». El quinto elemento (palabras de papá): «Ratita, este año vamos a organizarlo todo bien; hasta el último detalle. Las cosas hay que hacerlas bien hechas. Tenemos que hablar contigo». Número seis (habla mamá): «Tesoro, a partir de los treinta vas a dejar de ser una niña. Es un día muy especial. Empezarás a plantearte el futuro. Tenemos que hablar». El séptimo (ahora habla papá): «Ratita, tu madre está preocupada por ti. Ya sabes que eres lo que más quiere en este mundo. Y quiere que seas feliz. Ya hablaremos de eso». En medio de todo ese granulado paterno-maternal que se cernía sobre esos desconsoladores temas de tratamiento obligatorio en época prenavideña parecía resplandecer una única luz. Se ocultaba en la respuesta que Katrin tenía guardada para la pregunta (y ya van ocho): «Tesoro, ¿qué quieres que te regalemos?». «Tranquilidad y distancia.» Katrin sabía que era eso lo que necesitaba. Pero ¿cómo hacérselo saber a sus padres?

—Mamá, papá. Tengo que deciros una cosa —dijo Katrin cuando ya había pasado una hora, una sopa con albóndigas de sémola, un lomo de corzo con croquetas de carne de caza pero sin los tradicionales arándanos (porque estaban llenos de moho) y treinta fotos actuales de la familia de la tía Helli, la tía más feliz del mundo. Y lo era porque, sus tres hijas, no sólo tenían el valor de dejarse fotografiar continuamente a pesar del aspecto que tenían, sino que, además, las tres, siendo más jóvenes que Katrin, ya estaban casadas; con hombres que no les iban a la zaga en cuanto al valor de dejarse fotografiar a pesar de la pinta que tenían. De hecho, viendo las fotos, Katrin observó que los hombres eran incluso más valientes que ellas.

En cualquier caso, con la complicidad y el arropamiento de todo el círculo familiar y para la absoluta felicidad de la tía Helli, todos los meses una de sus tres hijas casadas daba a luz a un niño (a veces incluso gemelos). Katrin no los había contado pero sabía perfectamente que ella iba a ver a sus padres una media de tres veces al mes y, cada tres visitas, le servían junto con la comida las nuevas fotos del nuevo bebé de las tres hijas de la tía Helli. Bebés que, por cierto, tenían el valor de dejarse fotografiar a pesar de ser como eran. Sí, los bebés eran los más valientes de toda la gran familia de la tía Helli, pensó Katrin; y puso las fotos a un lado de la mesa.

—Tengo que deciros una cosa —dijo antes de que empezaran a abordar el tema «Navidades». Y colocó los cubiertos de postre en el plato. Todavía le quedaba la mitad del bizcocho y las tres cuartas partes de la nata del
Mohr im Hemd
[2]
—. Este año no puedo venir en Nochebuena. Tengo un…

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