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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (8 page)

BOOK: La huella de un beso
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El día de su veintiocho cumpleaños, por la mañana, Katrin pensó que el momento había llegado. Le escribió a Clemens: «Tengo un pequeño regalo de Navidad para ti. Una tontería; pero me gustaría dártelo. ¿Tienes algún momento libre a lo largo del día? Si te va mejor, también podemos quedar por la noche. Yo no tengo planes». Cuando le dio a «enviar» tuvo la sensación de que en su estómago había obras y que, de repente, todos los trabajadores se habían puesto a darle al martillo neumático a la vez. Nunca había sido tan arriesgada ni se había dejado llevar por el puro sentimiento irracional, por el mero afecto; o al menos ella no lo recordaba. Por cierto, el regalo era un cuadernillo con conversaciones de e-mail, una especie de
Lo mejor de Katrin y Clemens
. Había ido guardando los mensajes desde el principio y ahora había transcrito algunos, con una caligrafía muy cuidada, para componer una cronología de sus acercamientos y su manera de conocerse. Al ir copiando las frases que le había escrito Clemens, Katrin había sucumbido definitivamente al amor y por eso había iniciado urgentemente aquella maniobra de acercamiento. Le habría gustado besarlo en aquel mismo instante. Con los ojos cerrados. No le hacía falta saber cómo era físicamente. Le bastaba con tener su presencia. Es que lo de besar por e-mail no iba bien.

La respuesta le llegó a última hora de la tarde. (Hasta ese momento Katrin creyó que estaba a punto de batir una nueva marca personal en lo que se refería a lo peorcito de las Navidades/cumpleaños.) Clemens escribió: «Acabo de leer tu mensaje y casi me desmayo de sorpresa y alegría. Claro que podemos quedar. Voy a ir a casa de mi abuela, pero estaré de vuelta en mi casa sobre las nueve. Te mando un mail en cuanto llegue». Cuando, a las nueve menos diez, saltó su mensaje en el monitor de Katrin, los obreros reanudaron su actividad en el estómago; esta vez con grúas. Clemens escribió: «Ya estoy en mi casa y en media hora puedo estar en la tuya». A lo que ella respondió: «¿Y cómo sabes dónde vivo?». A lo que él dijo: «Lo sé». En ese momento el conductor de una grúa dio un fuerte patinazo provocando cuantiosos daños materiales. Katrin escribió: «¿CÓÓÓÓMOOOOOO LO SABEEEES?». Clemens respondió: «Nos conocemos». Colisión de varias grúas. Pocas esperanzas de hallar supervivientes. Katrin empezó a odiar a Clemens y escribió: «¿DE QUÉ????????». Él contestó: «Soy de tu sucursal. El que está en el segundo mostrador de la izquierda según entras. Siempre nos hemos sonreído. El 4 de noviembre retiraste 8.500 chelines». Una brecha en el estómago, daños irreparables, no hay supervivientes, hay que renovar toda la plantilla. Katrin escribió: «¿CÓMO SABES TODO ESOOOO?????». Él respondió: «Soy un friki de los ordenadores, desencripté tu código nick en el chat y me enteré de quién eras». Último mensaje de Katrin a Clemens: «No quiero saber cuál de los caretos del banco es el tuyo. Infórmale a tu jefe de que quiero cambiar de sucursal y deséale una feliz Navidad. Adiós».

Una hora más tarde la llamó su madre para desearle que pasara un feliz cumpleaños, que pasara unas buenas Navidades, que pasara bien la varicela y que lo pasara bien en general. Que lo mismo le deseaba papá y que los regalos la estarían esperando. Katrin acababa de aplicarse una buena capa de Nivea sobre los párpados hinchados y le dijo a su madre que de repente se encontraba mejor y que el médico le había dado permiso para salir de la cama excepcionalmente. En resumidas cuentas: que iría a casa. Sin pérdida de tiempo.

—Pero, tesoro, nosotros ya nos íbamos a dormir —le dijo su madre.

«Pues aún mejor», pensó Katrin, y se dispuso a salir.

9 de diciembre

Kurt
estaba tumbado debajo de su sillón sin pensar en nada. Parecía mirar a través de uno de sus ojos cúbicos color café. Debía de haberlo abierto en mitad de la noche por error y se le había olvidado cerrarlo. Max estaba de buen humor. Apoyado junto a la ventana, observaba el espectáculo que ofrecía la naturaleza aquella mañana de domingo. Él sabía apreciar ese tipo de catástrofes. Lo cierto es que la ciudad estaba completamente cubierta, no se veía salida, pero parecía en paz consigo misma. Había estado nevando durante veinticuatro horas seguidas. Ahora, los poseedores de carné de conducir más decididos se habían armado con herramientas de larga empuñadura y se disponían a reorganizar la nieve por las márgenes de la calle mientras eliminaban el alcohol de la noche anterior que todavía les quedaba en el cuerpo. Cada uno se ocupaba de su coche: le quitaba la nieve de encima con la pala y con ella iba cubriendo el coche que estaba aparcado a su derecha. Al final de la operación siempre quedaba al menos un coche medio limpio de nieve: el situado en el extremo izquierdo. Ese estado duraba unos minutos. Después pasaba la máquina quitanieves.

Max, por la mañana, tenía cosas que hacer en casa. Y estaba contento por eso. Se había reservado trabajo para poder superar el domingo. Había caído en sus manos una cuarta ocupación de carácter periodístico. En la página cinco de la
Rätselinsel
aparecía todas las semanas una chica de calendario. En los primeros años de aquella revista de pasatiempos, en esa página se publicaban fotos graciosas con bebés. Pero, cuando cambiaron esas instantáneas por desnudos, la tirada aumentó en un tercio. Las fotos lascivas, un poco desenfocadas para aumentar la sensualidad, fueron sustituidas más adelante por imágenes más claras y directas procedentes de los antiguos países comunistas del este de Europa. Con esta nueva línea se logró duplicar la tirada. Muchos jubilados dejaron de comprar
Sexy-Hexy
o
El ojo de la cerradura
y se abonaron a la isla de los pasatiempos. Porque era una revista que se podía lucir en casa; no tenían que esconderla para que no se la pillara la mujer. Ni siquiera levantaba ningún tipo de sospecha el hecho de que de repente un señor mayor empezara a apilar los números antiguos de la
Rätselinsel
y la coleccionara. La explicación era muy sencilla: todavía no había terminado todos los pasatiempos. Incluso si los pillaban infraganti, inmersos en el pasatiempo de la página cinco, salían del apuro sin problemas; no tenían más que mover la cabeza y fingir indignación profiriendo unas palabras del tipo: «¡Qué poca vergüenza! Uno se compra una revista para hacer crucigramas y le ponen estas guarradas».

Y como la carne se sirve con guarnición, el desnudo de la página cinco iba acompañado de un texto en el que se informaba sobre el supuesto nombre de esa chica de la Europa oriental, su edad, cómo la llamaban sus amigos, cuáles eran sus ilusiones, por qué estaba desnuda y qué proyectos tenía para el futuro. Aquellos textos los escribía el señor Preireif. Lo había hecho durante quince años, semana tras semana, sin una sola excepción, hasta la edición anterior. Después murió. Dijeron que había sufrido un infarto de miocardio. Lo encontraron postrado sobre una de esas fotos. Sus últimas palabras fueron escritas: «Unos momentos a solas en el cenador del jardín con la hermosa Priscilla (23). Desde luego es algo con lo que soñamos to…». El infarto debió de pillar a Preireif en mitad de la frase. «No tenía más que 47 años», dijeron impactados sus compañeros. «Se exigía demasiado», comentaban. «Vivía para su trabajo», en eso estaban todos de acuerdo. «Se entregaba al trabajo en cuerpo y alma», afirmaron los observadores más avispados.

El encargado de relevarlo fue Max. Era el único soltero de la redacción. (Había padres de familia que habrían matado por ese trabajo, pero los excluyeron por cuestiones morales.) Además, el jefe consideraba que Max estaba dotado de la imaginación necesaria para llevar a cabo el encargo. Todos sabían que semana tras semana describía a un perro que ni se movía, ni movía nada, ni movía nada en nadie. Así es que, ante la visión de semejantes bellezas al desnudo, le iban a brotar las ideas a borbotones.

Le pagarían 300 chelines por leyenda. Desde redacción gráfica le enviarían cada semana entre cinco y diez copias con diferentes desnudos para que eligiera una y escribiera un texto breve. Una cosa debía tener en cuenta: no podía utilizar más de una vez a la misma chica con nombres diferentes o con otras ilusiones y proyectos de futuro. Es decir: tenía que mirar bien las fotos antes de ponerse a escribir.

Dispuso sobre la mesa a las primeras ocho eslovacas, polacas o azerbaiyanas teñidas de rubia. Después de degustarlas durante media hora, Max se decidió por la foto número 3. La joven y rubia señorita posaba en la arena de una playa de estudio fotográfico que, sin embargo, resultaba más natural que ella. La expresión de su rostro era la de una joven señorita rubia a la que el fotógrafo acabara de decirle: «Con esta foto seguramente no te harás famosa». Pero en ella había algo sobresaliente; en realidad, tenía dos cosas que sobresalían mucho. Así es que a Max enseguida se le ocurrió una idea para ilustrar la foto: «Carla tiene 19 años y una piel muy delicada. Pero puede correr durante horas descalza por la playa sin que se le quemen los dedos de los pies. “Me hago sombra a mí misma”, afirma sin reparos este bellezón».

Después de leer el texto por tercera vez ya no le pareció tan bueno. Por otro lado, de repente lo invadieron los remordimientos de conciencia por haberse ganado el jornal con tanta facilidad. No sólo porque gracias a
Kurt
había perdido la costumbre de redactar tan rápido, sino también por respeto a Carla, que probablemente no habría cobrado por la foto más que él. Y ella había tenido que desnudarse, andar repanchingándose de aquí para allá y sabe Dios cuántas cosas más. Y si no lo sabe Dios, lo sabrá el fotógrafo.

Como Max de todas maneras no tenía nada mejor que hacer, decidió que iba a escribir como mínimo tres leyendas para cada foto. Y así se iría haciendo un colchoncito por si llegaba el tiempo en el que ya no podía ver a esas chicas desnudas o no se le ocurría nada que decir de ellas. Pero tuvo que olvidarse de lo del colchoncito porque la mayoría de las cosas que escribía eran totalmente inutilizables. De hecho, si entregaba el texto que había escrito para acompañar la foto número 5, en la que aparecía una chica de mirada diabólica con unas piernas asombrosamente musculosas que parecían haberla llevado a pie de Cracovia a Katowice, estaría poniendo en juego su «rincón» en la publicación semanal: «La mayor ilusión de Olga sería poder fotografiar a los hombres mientras se comen con los ojos esta fotografía y se la menean mirando su cuerpo desnudo».

Mientras escribía «De pequeña, nuestra Lesley debió de tragarse unos cuantos huesos de melocotón porque…», Max tuvo que interrumpir su trabajo. Sólo tenía diez minutos para poner a
Kurt
en pie y prepararlo para salir a dar un paseo invernal. El braco alemán de pelo duro se enfrentaba por primera vez a una cita con una persona que no era Max. Bueno, tampoco es que se enfrentara: estaba ahí, echado.

La mancha amarilla que había a la entrada del Parque Esterhazy era Katrin. A pesar de la ventisca de nieve
Kurt
debió de reconocerla desde lejos como la persona ante la cual se sentía obligado a dar una buena imagen. No pudo resistir tanta presión y cambió de sentido. Quería volver otra vez a casa. Tenía frío. Estaba empapado. El pelo duro no se caracterizaba por sus propiedades térmicas. Y aquella rejilla que le habían puesto en el hocico, con fines probablemente decorativos, lo sacaba de quicio. La nieve se le colaba entre las patas y le picaba. Ya llevaba más de cinco minutos fuera de casa con Max. Apenas le quedaba fuerza en la pata derecha trasera porque la había tenido que levantar durante unos segundos. (Es que como era macho tenía que hacer ese tipo de cosas.)

El traspaso se efectuó sin complicaciones. El perro se encontraba en reposo cuando Max le hizo entrega de la correa a Katrin, que, por su parte, se encontraba enterrada en un globo de algodón de color amarillo con una ranura para los ojos. Él no podía ver nada de ella y le dijo: «Si no quiere agarrar la correa no pasa nada; no se va a escapar». Acordaron una hora para llevar a cabo la devolución en el mismo lugar. Hasta entonces Katrin pretendía dar un paseíto corto con
Kurt
para que ambos se acostumbraran e invitarlo a tomar el café con tarta para perros en su casa. Ella vivía al otro lado del parque. Max le deseó que tuviera mucha suerte en las próximas horas y, por si acaso, le dejó anotada su dirección. «Y si no quiere andar, usted déjelo tranquilo; él está bien tumbado», le gritó cuando ya había emprendido la marcha.

Katrin y
Kurt
se entenderían a la primera. Ella hasta entonces nunca había tenido nada que ver con un perro. Él con una persona tampoco. Ella detestaba los ladridos, él no soportaba la verborrea humana. Ambos odiaban el invierno. Ambos sufrían con el frío y la nieve. Ambos deseaban paz y recogimiento. Ambos estaban dotados de una indiferencia que rayaba con la tolerancia. Ambos dejaban que el otro fuera tal y como era y que se moviera (o si lo prefería, que estuviera echado) a sus anchas. El fallo: que precisamente en ese tema tan sensible Katrin acabó haciendo de su capa un sayo tras sólo unos instantes de armonía y bienestar.

Lo que sucedió fue lo siguiente: ella tomó la correa y avanzó unos metros sobre la nieve. Entonces se giró y vio que el perro continuaba tumbado en el mismo punto en el que habían hecho el traspaso. El grito de «Venga, vamos», desde el punto de vista de
Kurt
, no requería un giro dramático. De hecho, después de diez «Venga, vamos» seguía sin suceder nada. El perro tampoco reaccionó cuando Katrin se puso más directa y le ordenó: «¡
Kurt
, venga, vamos!». Lo repitió varias veces. Siguió ampliando: «¡Qué perro más imbécil! ¡Venga, vamos, ven aquí!». Pero
Kurt
no se movía. Ni siquiera con versiones más insultantes y salidas de tono: «¿Qué pasa, que eres paralítico?». «¿No sabes andar?» «¿Estás sordo?» Incluso: «¿Es que no tienes patas y encima eres sordo?». Nada. Tampoco lo logró con amenazas: «Si no tienes patas, tendré que ponerte yo unas». «¡Se lo voy a decir a tu amo!» (Aquélla fue buena;
Kurt
estuvo a punto de echarse a reír.) «Voy a llamar a la grúa.» «¡A que llamo al veterinario!» «Ya verás como vengan los de residuos cárnicos; te van a hacer picadillo.» «Mira que llamo a unos que recogen animales para hacer jabón.» Nada. Katrin cambió de estrategia: «Si no vienes ahora mismo, te puedes despedir de pasar las Navidades conmigo».

«Muy bien, tú ganas. Venga, nos vamos a casa», acertó a susurrar con resignación. Pero
Kurt
estaba desprovisto de compasión, de consideración y de energía. Sin embargo, se levantó y avanzó hasta colocarse pocos minutos después al lado de Katrin. Describió un círculo, se ovilló y se hundió de nuevo en la nieve. Este acto despertó la ambición de Katrin, que dio unos pasos más sobre la nieve y lo llamó con la misma cadencia triste: «Venga,
Kurt
, tú ganas. Nos vamos a casa». Y
Kurt
la siguió. Repitió el juego tres veces más. Ya faltaba menos para llegar a casa. Esta vez recorrió el doble de trayecto y, cuando se dio la vuelta, el perro había desaparecido. Lo buscó durante una hora. Escudriñó cada rincón del parque Esterhazy. Siguió todos los rastros, incluidas las huellas de los pájaros sobre la nieve. (A lo mejor se lo habían llevado volando las aves.) Lo llamó. Gritó
«¡Kurt!»
más veces, con más desesperación, mayor estridencia y más histeria que la que provocarían juntos todos los gritos proferidos entre el día de la boda y las bodas de oro por todas las mujeres que alguna vez se han casado con un
Kurt
. En vano.
Kurt
no aparecía por ninguna parte.

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