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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (2 page)

BOOK: La huella de un beso
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3 de diciembre

A Max le gustaban los lunes. Empezaban nada más comenzar la mañana. Iban directos al grano. Retaban. Le daban la sensación de que estaba metido en algo. Ni un lunes sin Max. Los domingos parecían poder prescindir de él. Pero los lunes lo esperaban ilusionados. Y el sentimiento era recíproco.

Max anduvo fuera gran parte del día por negocios y estaba animado. Aquel día incluso habría salido el sol de no ser por una espesa niebla que se quedó enganchada ahí en medio y que, según el pronóstico, «se iría disipando a intervalos»; lo cual significaba que desparecería hacia la medianoche. En el trabajo Max se movía entre tres despachos que, ni eran suyos, ni lo esperaban; pero lo toleraban porque tenía que desempeñar su actividad laboral allí para ganar dinero y eso, de alguna manera, los despachos lo entendían. Max era periodista en un sentido bastante amplio de la palabra. Para
Rätselinsel
, la isla de los pasatiempos, revista que aparecía semanalmente, producía «El rincón de Max», un crucigrama cuya cuota de abandono entre los lectores, después de haber adivinado tan sólo tres palabras, andaba alrededor de un 90%. Su especialidad eran las abreviaturas inventadas. (Por ejemplo: que toca el xilófono; de seis letras. Solución: xlfnst.)

Desgraciadamente le pagaban muy mal (la cantidad prácticamente rayaba en cero). Por eso Max acudía al despacho número dos, perteneciente a un periódico que se publicaba en un distrito vienés, donde diseñaba la cartelera de cines y teatros. Evidentemente su creatividad quedaba bastante limitada, pues Max no podía determinar la programación, ni asignarle el horario, ni repartirla por escenarios y pantallas como más le gustara. Más bien la escribía siguiendo una serie de preceptos muy claros. Pero lo hacía muy concienzudamente. Y parecía que no había nadie dispuesto a disputarle ese encargo por los honorarios que cobraba.

Su tercer campo de trabajo era determinante y afectaba a
Kurt
, su braco alemán de pelo duro de pura raza. Al menos en teoría. Porque en la práctica a
Kurt
no le afectaba nada.
Kurt
era inmune a cualquier tipo de afección procedente del mundo exterior. El despacho número tres pertenecía a
Vivir a cuatro patas
, una revista sobre animales que aparecía semanalmente a pesar de que no había mucha gente que lo supiera. Max redactaba la columna «Esa mirada fiel», cuyo protagonista no era ni más ni menos que
Kurt
. Llegado este punto, tenemos que volver la vista atrás porque «Esa mirada fiel» tiene un trasfondo bastante trágico.

Haría unos dos años que los medios de comunicación del país habían encontrado la veta de lo que verdaderamente apasionaba a lectores y espectadores: las historias de perros. Nada de política; eso no era más que un cementerio lleno de tópicos cultivado por los que carecen de ideas, la antesala de los mandatarios aduladores que buscan la aprobación del electorado rodeados de reporteros chismosos envueltos en sudor. A la gente le interesaba lo que realmente pasaba en el mundo: gran colisión en el circuito de Fórmula 1 de Nürburgring; escándalo sexual en el Vaticano; el 80% de los pastores griegos es adicto a las aceitunas; la modelo Verona Feldbusch se compra un diccionario. Eso son noticias, eso son temas, eso son titulares.

Y lo que es más importante: los lectores quieren disfrutar. Hay que entretenerlos. Mucho y bien. Pero, por favor, sin que aparezcan niños llorando, que eso ya lo tienen en casa (y el que no lo tiene es porque no lo quiere). Así empezó la edad dorada de las historias de perros. La inició un periodista con una columna semanal dedicada a
Rüdiger
, su caniche enano blanco rosado. A ella se engancharon miles de lectores. Las aceras y los paseos se llenaron en cuatro días de caniches enanos de color rosado con el nombre de
Rüdiger
. De repente, una raza que había estado a punto de extinguirse a causa de una fealdad crónica, se lo hacía en todas las farolas de la ciudad ante la entusiasta mirada de los peatones y se encargaba de abonar cientos de hectáreas de zona verde.

Los jefes de redacción, que no duermen, reaccionaron enseguida. Cualquier gacetilla que se preciara había de tener una columna sobre perros situada en alguna de las páginas centrales; casi siempre las localizaban junto al editorial de tema político para darle a este último un mayor atractivo. Cada columna tenía su sello. Había perros grandes y pequeños; amos de edad avanzada y amitas jovencitas; en unas describía el dueño al perro, en otras el perro al dueño (aunque era el amo el que le hacía el trabajo al animal porque un perro lo más que sabe hacer con un ordenador es darle lametones). A veces era la propietaria del perro la que se ponía en la piel del animal. O un perro analizaba el comportamiento sexual de su ama. Y entonces ambos ponían verde al género masculino. Las combinaciones eran infinitas.

Ése fue el momento en el que Max, con 32 años y sin ninguna carrera terminada, que entonces trabajaba como reportero especializado en informes policiales en el
Horizonte
, un diario de tendencia conservadora liberal, supo reconocer la oportunidad y aprovecharla. La verdad es que no le gustaban los perros. Pero se compró a
Kurt
. Porque vio que había un hueco en el mercado: en esa jauría de autores, fueran machos o hembras, faltaba un animal con dotes artísticas, un cuerpo capaz de ejecutar las acrobacias que arrancarían las lágrimas de millones de lectores. Ése era
Kurt
.

Max lo descubrió en una rueda de prensa de la Brigada de Estupefacientes en la que la policía presentaba sus nuevas armas en la lucha contra los narcotraficantes del sur de Colombia. Llevaron a
Kurt
para mostrarles a los representantes de los medios qué aspecto tiene un perro entrenado para detectar cocaína.
Kurt
cruzó las patas delanteras y las traseras al mismo tiempo que doblaba el cuerpo adoptando sobre el suelo la posición de una hamaca extendida. El movimiento se completó con giros de cabeza en círculos concéntricos, como si estuviera entrenando la musculatura de las cervicales. El perro tenía los ojos cerrados y la boca abierta al máximo; de ella sobresalía, colgando, una lengua en forma de S.

—Está dormido —afirmó rotundamente, como si fuera un cirujano, el funcionario responsable; una trágica muestra más de las devastadoras consecuencias que puede acarrear la cocaína.

Entonces
Kurt
se despertó girándose en una pirueta, la mitad de su cara arrugada se transformó en unos enormes ojos abiertos en cuyo interior bailaban dos inmensos cristales color café, millares de pelos duros de braco alemán se desplegaron avanzando en todas direcciones y Max supo que quería que ese animal fuera suyo para poder escribir sobre él.

Como, de todas maneras,
Kurt
no era más que un modelo y, por su avanzada edad (doce años), había quedado caduco y, además, en realidad no tenía nada que ver con la lucha antidroga, tras unas semanas de mendicidad, y por miedo a ganarse mala prensa, la dirección policial se mostró de acuerdo en que se cediera la custodia del perro a aquel periodista tan pesado.

Durante las semanas siguientes, Max se pasó las noches en vela, abriendo latas de estofado de pulmón y lanzando la pelotita para alejar de su cama a aquel cuerpo extraño y ruidoso que parecía estar entrenando para competir en decatlón en los Juegos Olímpicos Caninos. Pero su columna «Babeando al viento» lo convirtió tras sólo tres ediciones en la gran estrella del
Horizonte
. Y a
Kurt
en el perro más famoso de la ciudad; por delante incluso de
Ferstl
, el bull terrier del nuevo presidente federal.

Primera columna: «De cómo
Kurt
silbó entre tres dientes exigiendo su ración de estofado de pulmón». Segunda columna (con la que se inicia la temporada de pelota): «De cómo baila
Kurt
el vals a tres patas». Tercera columna: «De cómo
Kurt
se enamora de la setter irlandesa
Alma
e intenta impresionarla ejecutando saltos hacia atrás».

Después sucedió algo terrible.
Kurt
acababa de realizar un triple salto mortal en el parque y se quedó inmóvil tirado en el suelo. Max al principio pensó que se trataba de un nuevo truco. Pero después de una hora le quedó claro que algo no andaba bien. En realidad, nada andaba bien. No andaba. Estaba muerto. Torsión gástrica. Al realizar el salto se le había dado la vuelta el estómago. El veterinario le juró que no había sufrido. Pero Max no pudo evitar llorar.
Kurt
le había dado un giro a su vida.


Kurt
está muerto —le confesó Max al día siguiente al redactor jefe.

—No —replicó el jefe.

—Sí —Max lo sabía bien—. Ha sufrido una torsión de estómago. Se acabó la columna.

—No —volvió a decir el jefe—. Habrá sufrido una torsión de estómago pero la columna continúa. Porque es lo que quieren los lectores. Agénciese otro perro. Uno igual. Lo pagamos nosotros.


Kurt
sólo había uno. Es insustituible —confesó Max apocado. Y le molestó no poder ocultar su emoción y tener que luchar contra el llanto.

—Escúcheme, joven —le dijo el jefe muy tranquilo mientras le posaba la mano sobre el hombro—. Nadie es insustituible. Ni un perro, ni un columnista. O sea, que búsquese otro
Kurt
. —Y retiró la mano del hombro de Max dando la conversación por terminada—. Por cierto, yo soy uno de los numerosos fans de la columna —añadió a continuación.

Max estuvo a punto de despedirse. Se pasó tres días dándole vueltas. Al cuarto se dio cuenta de que no podía renunciar a las diez cartas, las veinte llamadas telefónicas y los treinta correos electrónicos que recibía cada día de sus fans. Además, la cama estaba demasiado desierta para poder dormir como ya había tomado por costumbre. Estaba durmiendo mal y tenía sueños deprimentes. Al quinto día salió a buscar a
Kurt II
. Al sexto lo encontró. La noche del sexto día volvió a escribir para el
Horizonte
«Babeando al viento». Sería la cuarta entrega.

La asociación de cinólogos le había facilitado el contacto con la Sociedad de Amigos del Braco Alemán de Pelo Duro. Allí hasta los seres humanos tenían un aire a
Kurt I
. Aunque los perros, por supuesto, se le parecían mucho más: cualquiera de ellos podría haber sido
Kurt
. En aquel momento había cinco ejemplares en busca de dueño. Dos de ellos dormían profundamente, uno estaba medio adormilado y el otro bostezaba. El quinto —que en un primer momento también parecía estar durmiendo, lo cual llevó a Max a pensar que tras la Sociedad de Amigos del Braco Alemán de Pelo Duro se escondía la Secta del Valium—, ese otro abandonó la horizontal para incorporarse, en el ascenso se mordió el rabo y acabó manteniéndose a cuatro patas y completamente despierto. El fenómeno pareció sorprender incluso al propio perro, que no se recompuso hasta pasados unos minutos.

—Ése es
Mythos
—dijo el criador—, lo trajeron de Creta.

—No, ése es
Kurt
y se viene conmigo —replicó Max triunfante.

Esta historia nos desvela ahora una segunda tragedia. A
Kurt II
, alias
Mythos
, que a partir de ahora será nuestro
Kurt
, aquel día le picó una abeja. Ese vertiginoso salto fue su primera, última y única proeza: sólo esa vez se apreció en él un signo de vida. A partir de ese momento se movería tanto como cualquier nativo de Creta a las dos del mediodía en pleno julio: nada.

La cuarta entrega de «Babeando al viento» devolvió al viejo
Kurt
a la vida: «De cómo
Kurt
ascendió a los Cielos y regresó a la Tierra convertido en cometa». Para Max era una necrológica bañada en nostalgia; para los lectores, la cuarta parte de una serie cómica brillante que trataba sobre un perro atleta. La quinta se llamó «De cómo llega un día en el que hasta
Kurt
se tranquiliza» y no hay que tenérsela en cuenta; todo columnista tiene algo de lo que avergonzarse. Publicada la sexta entrega («De cómo
Kurt
sueña, con los ojos cerrados, que practica
bungee dumping
»), el jefe lo llamó por primera vez a su despacho. Después de la séptima («Y
Kurt
se movió») el jefe lo llamó por última vez a su despacho. Le explicó que el periodismo tiene algo que ver con la vida y que «Babeando al viento, séptima parte» era la última que aparecería en el
Horizonte
. Aprovechó para elogiar a Max por su excelente trabajo como reportero de la policía.

Max se marchó ese mismo día y se quedó una temporada en casa. Entretanto,
Kurt
ya había conquistado sin mayor esfuerzo su terreno debajo del sillón. No hablaban mucho. Si Max quería salir de paseo,
Kurt
lo acompañaba y punto. Cada día que pasaba llegaban tres e-mails menos de sus fans. Después de dos semanas ya no le escribía nadie. Pero llegó la tercera y ocurrió algo sorprendente teniendo en cuenta el momento. Max recibió una oferta de
Vivir a cuatro patas
, probablemente la revista de animales más desconocida del mundo. Estaban buscando un columnista para «Esa mirada fiel» y habían pensado en Max y
Kurt
. La idea era que el amo continuara describiendo a ese perro tan divertido. Le abonarían unos pequeños honorarios. Max se sintió conmovido y aceptó de inmediato.

Esto había sucedido hacía año y medio. Desde entonces describía semanalmente las movidas de un braco alemán de pelo duro que permanecía inerte. Por si acaso, nunca se había preguntado por qué ni para quién escribía en realidad. Probablemente, lo leyera San Francisco de Asís.

La niebla no se disipó hasta el lunes por la tarde. Max acababa de terminar «Esa mirada fiel». En esta ocasión se centraba en un paseo con
Kurt
bajo una fina llovizna y era, con mucho, el texto más emocionante de las últimas semanas porque en él
Kurt
esquivaba un charco.

Antes de abandonar el despacho echó un vistazo a su correo electrónico. En la bandeja de entrada había cinco mensajes nuevos de gente interesada en su oferta navideña para acoger a
Kurt
. Cuatro preguntaban por qué
Kurt
se llamaba
Kurt
y si le había puesto el nombre por el protagonista de «Babeando al viento» y si éste también estaba tan flipado como el legendario
Kurt
del diario
Horizonte
. El quinto mensaje decía: «No me gustan los perros pero creo que me gustaría quedármelo. Sólo hace falta que me deje más o menos tranquila. Pero quiero verlo antes de decidir. Un saludo. Katrin». A este e-mail respondió Max inmediatamente porque le dio la impresión de que iban a conectar. Escribió: «Puede ver al perro cuando quiera. Sólo tiene que decirme dónde y cuándo. Podemos acercarnos a cualquier sitio.
Kurt
está deseando conocerla. Un saludo. Max». Lo de «
Kurt
está deseando conocerla» fue una mentira piadosa.

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