La hija del Apocalipsis (49 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Neera mira los grandes árboles nudosos que bordean las orillas. Sumergiendo sus raíces gigantes en las aguas verduscas, dividen poco a poco el río en una infinidad de meandros que no tardarán en transformarse en marismas. Neera escucha el zumbido de las nubes de mosquitos que escoltan la barca. Hace más de tres semanas que la última Reverenda dormida sigue el curso del Padre de las Aguas hacia su desembocadura. Burbujas de limo explotan en la superficie. La barca ha llegado a las tierras blandas. Las siete niñas están seguras en el último Santuario. Los cazadores han continuado alimentándolas con
klek
y con leche de árbol. Están preparadas.

Neera acaricia la lágrima de ámbar que adorna su cuello. La joya brilla entre sus dedos. Está caliente; la siente pesada y llena. Ahí está encerrada la esencia del poder de Gaya que transferirá a las pequeñas antes de morir. El nuevo inicio de Tierra Madre.

115

El río se ha detenido. Ya no es más que un gigantesco pantano. Los Guardianes esperan a Neera en la orilla. La llevan hasta el campamento donde los supervivientes de la Luna se congregan desde hace semanas. Llegan en pequeños grupos, se reconocen, se echan los unos en brazos de los otros. Lloran a los muertos. Acompañan su recuerdo. Sienten que sus mentes convergen con los vivos hacia el Santuario.

En el centro del campamento, los Guardianes han levantado una gran choza circular. Ahí es donde están las Aikan. Ahí, donde las alimentan y las protegen. Pese a su cortísima edad, hablan con fluidez la lengua de los de la Luna y ya dominan el conocimiento. Son muy rubias, muy bellas, muy tristes. Saben que la Madre de las Madres se acerca y que va hacia ellas para morir.

Los Guardianes han sostenido a Neera hasta la entrada de la choza. El poder devora sus últimas fuerzas. Las jóvenes Aikan se prosternan ante ella. Sus ojos se llenan de lágrimas al contemplar su rostro ajado por la vejez. Ante ellas está Gaya, la Tierra Madre. Sienten el calor que desprende ese cuerpo. Es ardiente y terriblemente peligroso. Neera se concentra. Se ha vuelto tan poderosa que podría desviar el curso del Padre de las Aguas simplemente extendiendo los brazos sobre su superficie. Simplemente pensando en ello. Mira una a una a las Aikan. Las llama por su nombre. Les dice que ha llegado el momento de que el clan se disperse y que se acercan los tiempos en los que lo que ya se produjo vuelva a producirse. Les habla de la Gran Devastación que Tierra Madre ha percibido en los miles de siglos venideros. Les revela el nombre de aquel a través del cual la desgracia se abatirá sobre el mundo. Les dice que no desesperen y que transmitan el poder a las Aikan siguientes para que la orden de las Reverendas Madres sobreviva.

Neera ha terminado de hablar. Está extenuada. Posa las manos sobre la frente de las niñas arrodilladas. A cada una de ellas le entrega uno de los siete poderes de Gaya. A medida que ella se desprende de esa energía que la consume, las niñas crecen y empiezan a envejecer. Se acercan las manos a la cara y se concentran en el poder que llena su mente. El proceso de envejecimiento se ha detenido. Siete magníficas ancianas de ojos azules y cabellos blancos contemplan ahora el cuerpo momificado de la Madre de las Madres. Neera ha dejado de vivir. Los ojos de un azul profundo la siguen mientras los Guardianes la llevan a su último Santuario.

Fuera, los supervivientes de la Luna se han separado en ocho grupos. Los amigos se han despedido. Los niños se han abrazado. Las mujeres se han besado. Luego, cada una de las nuevas tribus ha tomado una dirección distinta. En cabeza van los Guardianes y la Reverenda encargada de protegerlos.

El octavo grupo espera a que los otros se alejen para ponerse en marcha. Los últimos Guardianes y los últimos supervivientes de la Luna. Caminan durante semanas a través de las tierras blandas. Cuando sus pies empiezan a pisar suelo duro, continúan bajando hacia el sur siguiendo los numerosos ríos que serpentean a lo largo de las llanuras. Caminan de noche y se esconden durante el día. Llegan al gran desierto y a las tierras sagradas. Una Mesa perdida en cuyas entrañas desemboca uno de los numerosos hijos secretos del Padre de las Aguas. Descienden por la Madre de las Madres hasta el fondo de un abismo y se instalan en unas profundas grutas que el tiempo ha excavado. Encierran a Neera en un monolito de hielo y viven allí una decena de años. Hasta que un día reciben los mensajes mentales de las siete Reverendas del linaje de Neera. Anuncian que han atravesado los océanos y las montañas más altas. Han llegado a los extremos del mundo y han encontrado bonitos lugares para instalar a los suyos. Dicen que han nacido los primeros bebés y que algunos ya llevan la marca de las que ven. Luego, siguiendo las consignas de Neera, las siete Reverendas se callan y los Guardianes dejan la Mesa para volver a los ríos. A fin de estar seguros de que el Enemigo no detectará jamás sus pensamientos, los últimos servidores de la Madre de las Madres beben el veneno de las plantas y se duermen en sus cubículos de piedra. Desde entonces, el silencio y el frío han velado por Neera, y tan solo la lágrima de ámbar que brilla en su cuello ha impedido que las tinieblas se cierren.

116

Holly da un respingo y se agarra a los brazos de Walls. El coche acaba de adentrarse en un camino de tierra apenas visible entre los helechos. Holly mira el cielo a través del cristal. Empieza a clarear. Siente que Gordon respira suavemente contra ella. Se ha dormido. Sonríe al pensar en Neera. Ahora sabe adónde la lleva Eko. Hacia el Santuario donde empezó todo. También sabe quién es ella. Resulta difícil de comprender para una chiquilla de once años, pero ha percibido que es una pequeñísima parte del gran Todo y eso le basta. También tiene la certeza de que el poder de Neera ha despertado y de que el corazón todavía late en su pecho. Holly ya no tiene miedo. Tiene la impresión de que los colores están cambiando a medida que el coche avanza. No solo los colores. El aire también. Y los árboles.

Holly se incorpora y pasa los brazos alrededor del cuello de Marie. La joven le guiña un ojo mirándola por el retrovisor. Hay algo diferente en la mirada que la niña le devuelve. Parece más madura, más sosegada. Marie besa las manos de Holly.

—¿Has pasado una buena noche, cielo?

—Te quiero.

Marie nota que se le hace un nudo en la garganta.

—Yo también, preciosa.

—Incluso cuando me sacas de quicio.

—Gracias.

—De nada. Cuando necesites que te lo repita, me lo dices.

—¿El qué?

—Que te quiero.

—¡Ah!, muy bien, estupendo.

El viejo Buick acaba de llegar a un claro cerca de un brazo del Mississippi. Una casa de pescador, unos cuantos árboles muy viejos y un embarcadero.

—¿Dónde estamos?

—Buena pregunta. ¿Despiertas al microondas que hace de tío?

Holly zarandea a Gordon, que gruñe dormido. El arqueólogo abre los ojos. Su mirada también ha cambiado. La niña se echa a reír mientras él la besa en la mejilla y le hace cosquillas bajo los brazos.

—Ya estamos otra vez. Solo falta que se haga pipí encima de ti de tanto reírse; entonces, la fusión será total. ¿Me oyes, Gordon? ¡Gordon!

Walls se incorpora y mira el claro.

—Hemos llegado.

—Sí, pero ¿dónde?

—Al Santuario de Lagrange. Un buen lugar. Nos quedaremos aquí el tiempo necesario para que Holly descanse y los que nos persiguen pierdan nuestro rastro.

La sonrisa de Walls se amplía. Acaba de ver el viejo columpio en el que jugaba cuando era pequeño. Un neumático de tractor sujeto con una cuerda a la rama de un viejo olmo.

—¿Qué hacemos ahora?

—Lo que hacen todas las familias norteamericanas: nos instalamos y preparamos una barbacoa.

Walls baja del coche y alcanza a Holly, que ha echado a correr hacia el río. Sacando la cabeza por la ventanilla, Marie grita:

—No quiero que Holly se bañe ahora.

Sin dejar de correr, Walls se vuelve y pone las manos a los lados de la boca a modo de altavoz.

—¿Por qué?

—Porque quiero que antes coma algo. Después…

Un ¡chof! suena a lo lejos. Marie dirige su mirada hacia el embarcadero desierto.

—¡Santo Dios! ¡Holly!

Marie sale del coche y echa a correr hacia el río. Los círculos que la zambullida de la niña ha formado están borrándose.

—¡HOOOLLY!

Marie ha llegado a la altura de Walls. Corre moviendo los brazos como una atleta. De repente, aminora la marcha. Acaba de ver emerger la cabeza de la niña en la superficie del río. Holly ha oído sus gritos. Se vuelve hacia Marie.

—¿Qué pasa?

Marie no responde. Intenta ponerse furiosa, pero ha pasado demasiado miedo para conseguirlo. Holly se encoge de hombros y se pone a nadar como una nutria.

—¡Holly, no te vayas muy lejos! ¡Holly! ¿Me oyes?

Walls ha alcanzado a Marie. Le pone una mano en el hombro.

—Marie, si te digo: «Soy un niño del Mississippi, pesco peces gato con una red y nado como ellos desde los dos años. Si hubiera podido, incluso habría nadado antes practicando en los charcos de lluvia con los renacuajos», ¿quién crees que es?

—Hum… ¿Nelly Olson?

Mientras Holly profiere un grito penetrante inmediatamente seguido de una larga carcajada, Marie se arrodilla en la hierba húmeda de rocío. El corazón se le sale por la boca. Cierra los ojos. Se siente tonta.

XI

La plaga

117

Crossman bosteza abriendo tanto la boca que parece que se le vaya a desencajar la mandíbula. Hace treinta horas que no ha descansado ni un segundo y necesita unos instantes para que el velo que danza ante sus ojos se disipe. Acaba de salir del gabinete de crisis para aislarse en un despacho de la Casa Blanca. Está inquieto. Las noticias procedentes de la base de Puzzle Palace no son buenas. Treinta horas atrás, había enviado a dos de sus mejores agentes allí para que fueran sus orejas y sus ojos. Una comitiva de helicópteros acababa de depositar a la flor y nata de los científicos, así como a los estudiantes más brillantes, a los que habían despertado en las residencias de las mejores universidades de Estados Unidos. Habían trasladado asimismo a otros investigadores que la Fundación había mandado desde Suiza. Estos últimos habían tratado de resumir para los genetistas del gobierno veinte años de investigaciones secretas. Luego, ese ejército de batas blancas se había refugiado en el octavo nivel subterráneo, donde se había puesto a trabajar en los ordenadores de proteínas de Burgh Kassam. Desde entonces, los científicos descodificaban, secuenciaban, comparaban. Solo quedaban dos horas para que finalizara la cuenta atrás establecida por el presidente. Algunos ya empezaban a redactar sus primeros informes. Pero viendo sus semblantes exhaustos y asustados en las pantallas, Crossman sabe que han perdido la batalla.

El jefe del FBI descuelga el teléfono y llama por una línea segura a su viejo amigo Willy Newcomb, comisario principal en Nueva Orleans. Los funcionarios, desbordados, lo buscan en los locales. El hombretón acaba de volver de patrullar las calles inundadas de la ciudad. Crossman reprime una sonrisa al oír su vozarrón. La puerta del despacho se cierra. Willy grita al auricular:

—Newcomb. Tiene cinco minutos. Salvo si es el presidente. En ese caso son cinco segundos.

—Will, soy Crossman.

—¿Stuart Crossman? ¡Cielo santo, no podías haber elegido peor momento para una llamada de cortesía! ¿Qué quieres?

—Necesito que me hagas un favor.

—Y yo necesito mantas, tiendas de campaña, alimentos y medicinas. En vez de eso, el gobierno me envía marines que se dedican a hacer prácticas de tiro disparando con balas de verdad contra pobres chavales hambrientos, con el pretexto de que han destrozado algunas tiendas para buscar algo que comer. Por cierto, recuérdame para quién trabajas.

—Es grave, Will. La seguridad nacional está en juego.

—¿La seguridad nacional? Stu, cuéntales eso a los críos de los barrios pobres que están con el agua hasta el cuello.

—Tengo cuatro contenedores de primeros auxilios en el aeropuerto de Baton Rouge. Ayúdame y te los mando con orden de prioridad absoluta.

—Realmente eres el mayor cerdo trajeado que he visto en toda mi vida, Crossman.

—Gracias.

—Te escucho.

—¿Tienes denuncias de desaparición de niños justó antes de que la tormenta arrasara la ciudad?

—Stu, ¿has bebido o qué? Mis hombres están al pie del cañón veinte horas al día desde hace cinco días. Actualmente tenemos contabilizadas algo menos de cuatro mil desapariciones, solo en la ciudad de Nueva Orleans. ¿Te sirve como punto de partida o quieres que amplíe el perímetro hasta Fort Lauderdale?

—Busco a una niña que al parecer desapareció justo antes de la tormenta. Necesito que consultes tus archivos para ver si hay algún informe sobre ella. Esa niña debe de tener unos once años.

—Diez.

—No, once.

—De acuerdo, once contenedores y te encuentro lo que andas buscando.

—Bien.

—No cuelgues.

Crossman enciende un cigarrillo mientras escucha los berridos que Will dirige a sus extenuados hombres. En los despachos, los teléfonos no paran de sonar. El director del FBI empieza a preguntarse si no se habrá olvidado de él cuando su voz se acerca de nuevo al auricular. Uno de sus hombres acaba de llevarle una pila de informes que cubren las veinticuatro horas anteriores a la tormenta. Ruido de papeles.

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