Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
—¿Ash? Da un paso más y te vuelo la cabeza.
Los residentes bufan y escupen al oír el nombre de la cosa que los posee. El viejo sonríe, mostrando unas encías rosadas.
—No irá a disparar contra un anciano, ¿verdad, agente especial Marie Parks?
Marie se sobresalta al oír gritar a Holly. Los viejecitos que estaban tragándose
Jeopardy
se han levantado e intentan rodearla. Una anciana coge una aguja de hacer punto que atravesaba un ovillo de lana roja y avanza con ella hacia la niña, a la que el terror mantiene clavada en la silla. Holly se echa a llorar mientras la vieja la agarra del cuello empuñando la aguja para clavársela en los ojos.
—¡Dispara, Gardener! ¡Dispara!
Dos tiros restallan en la habitación. La anciana cae de rodillas. Holly se levanta con las piernas temblorosas. Los otros están acabando de acorralarla.
—No es momento de quedarse paralizada como un conejo cegado por la luz de unos faros. No los mires. Limítate a escuchar mi voz y corre todo lo que puedas.
La niña logra esquivar las manos que trataban de cerrarse sobre ella. Se echa en brazos de Marie, que apunta de nuevo con el arma al viejo del cuchillo. Una sonrisa deforma los labios de la joven.
—¿Qué decías, Ash?
El viejo parece titubear. Un destello de sufrimiento flota en sus ojos. Se diría que suplica a Marie que no dispare.
—Suelta esa pala de tarta.
Sorprendido, Ash baja la cabeza para comprobar que el viejo chocho no se haya equivocado de utensilio. Un impacto en la sien. El disparo de Marie ha sido certero. Justo antes de que el anciano se desplome, Ash se transfiere a la mente de Irma, quien se abalanza sobre Parks intentando apuñalarla con las tijeras. Marie la esquiva por los pelos y le asesta un golpe con la culata que la deja fuera de combate. Irma se desploma, sacudida por espasmos. Se ha clavado las tijeras, cuya punta sobresale a la altura de la cadera. Marie hace una mueca al ver el charco de sangre que se extiende bajo el camisón.
Mientras avanza abrazando a Holly, apunta con la Glock a las caras arrugadas que se acercan. Busca al siguiente portador. Los viejos se vuelven. La puerta de la sala comunitaria acaba de abrirse para dejar paso a un corpulento enfermero negro. Inmóvil en el umbral, no comprende qué sucede. Su mirada se enturbia. La barbilla le cae sobre el pecho; luego levanta la cabeza poco a poco. Sonríe mirando a Marie.
—¡Dios mío! —murmura Holly—, es un trol…
El enfermero ha cruzado los brazos. Obedeciendo su orden silenciosa, los viejecitos se disponen a arrojarse sobre sus presas cuando de pronto los ojos se les ponen en blanco. Ya no bufan. Maúllan lastimeramente soltando las armas, que rebotan en el suelo. Marie nota que una vibración llena la sala; se oye un chisporroteo y huele a quemado.
—Cielo, ¿eres tú quien hace eso?
—¡No, Marie, te juro que esta vez no soy yo!
El enfermero también ha detectado esa vibración. Parece furioso. Una decena de ancianos se desploman vomitando sangre; los demás se arrancan el pelo. Holly se acurruca contra Marie.
—Gordon. Es él quien está ayudándonos. Vamos, Gardener. Cárgate a ese asqueroso trol.
—Marie tapa los ojos de Holly con su mano y apunta al enfermero como en los entrenamientos.
—¿Ash…?
Sorprendida en pleno avance, la cosa dirige una mirada cargada de odio hacia la joven. Sus ojos se contraen al ver la boca negra de la Glock.
—¡Se acabó!
Dos disparos seguidos hacen estallar el cráneo del enfermero. Marie escapa entre los viejos, que se desploman uno tras otro.
—Te lo garantizo, cielo, no era un trol.
—¿Estás segura? Pues yo lo habría jurado.
La puerta de la sala comunitaria se cierra. Marie baja la escalera tirando del brazo de la niña.
—¿Puedes ponerte en contacto con Gordon?
—Por supuesto. Está chupado.
—Pues hazlo.
Holly se concentra. Un chillido escapa de entre sus labios. Abre los ojos.
—¿Qué pasa?
—No puedo molestar a tu enamorado. Por lo menos en este momento no. Está furioso.
—¿Conmigo?
—No, con los malos.
—¿Te refieres a los hombres de Ash?
—Sí. Acaban de llegar en moto. Hace mucho calor alrededor de Gordon. La cosa está que arde.
Marie llega al vestíbulo. Tapa de nuevo los ojos de Holly con la mano; acaba de ver a la enfermera desplomada sobre el mostrador. Sus órbitas gotean sangre que impregna el papel satinado del
Vanity Fair
. Parecen lágrimas.
Jadeando, Parks recorre el pasillo y sale a la luz cegadora del sol. Una vibración ardiente como la boca de un horno la detiene en lo alto de la escalera de entrada. Apesta a gasolina, a carne chamuscada y a metal fundido. El hedor apenas empieza a disiparse. Marie contempla la escena y suelta un silbido de admiración. Gordon está apoyado en el Impala, al borde de un gran círculo de hierba quemada y tierra calcinada. En el centro, una decena de carcasas de moto están tumbadas sobre el manillar. Los depósitos han explotado y han liberado litros de carburante, que están acabando de carbonizar los cadáveres tendidos en el suelo.
Marie se acerca a Gordon con la Glock en la mano. Mira los cuerpos.
—Gordon, como me hagas algo así durante una pelea doméstica todo habrá acabado entre nosotros.
Walls levanta la cabeza. Está exhausto. Sonríe a Holly, que se arroja a sus brazos.
—¡Pues nosotras hemos matado a un trol!
Nada más pronunciar la frase, la niña rompe a llorar y a gritar. Gordon la estrecha contra sí pasándole una mano ardiente por el pelo.
—
Hussshhh Holly. Hussshhh an lak. Eko sialom. Eko em Holly.
La niña se relaja un poco, pero no consigue contener las lágrimas. Con la voz quebrada y señalando los cadáveres, dice:
—
Lekek mork, Eko
?
—
Ak, Holly. Lekek mork.
La cuenta atrás
—¿Apto para el servicio, doctor?
—Si fuma un poco menos y descansa unas horas de vez en cuando, no debería tener problemas.
Mientras su médico guarda el tensiómetro y el estetoscopio, el presidente se abrocha la camisa y mira al ejército de oficiales y consejeros que han tomado asiento en la sala de conferencias. La estancia, situada en los sótanos de la Casa Blanca, linda con los búnkeres donde unos superordenadores directamente conectados con la NSA espían con discreción todo el mundo. Las paredes están equipadas con inhibidores contra los micrófonos y los teléfonos móviles. Tan solo una línea segura comunica con el resto de las instalaciones. Al otro lado de la puerta, dos marines grandes como armarios solo esperan una señal de los servicios secretos para evacuar al jefe por la salida de emergencia situada al fondo de la habitación.
El presidente escruta a sus consejeros. Nunca los ha visto tan desarmados. Ante la mirada desaprobadora de su médico, un empleado le sirve una taza de café, a la que él añade azúcar mientras enciende un cigarrillo.
—Cuando quiera, Hollander.
El viejo general se pone unos cascos con micrófono y susurra una serie de órdenes. Todas las miradas convergen en una gigantesca pantalla de plasma en la que acaba de aparecer un paisaje desértico. La cámara insertada en los cascos del jefe de sección se acerca a un acantilado que muestra una ancha abertura. La luz blanca disminuye a medida que las unidades de las fuerzas especiales se adentran en el pasadizo. La pantalla se divide en una veintena de imágenes que corresponden a lo que cada uno de los miembros mira. En el centro, la del jefe de sección ocupa un espacio mayor. Las órdenes que da a sus hombres resuenan en los micros. Su nombre parpadea bajo la imagen que devuelve su cámara portátil: Hax, un joven teniente recién salido de West Point.
Los hombres han llegado a la puerta blindada del complejo de Puzzle Palace. Unos flashes rojos salpican las paredes del túnel. Aguzando el oído a través de los metros de hormigón que los separan de la amenaza, perciben el sonido de las sirenas; el compartimiento estanco se cerró automáticamente en cuanto la base pasó a la situación de alerta por contaminación.
Hax hace una seña a sus hombres, algunos de los cuales escalan las paredes para llegar al techo, situado siete metros por encima de ellos. Avanzando con ayuda de crampones, despliegan una gruesa lona plastificada que los otros inflan desde el suelo con un compresor, a fin de levantar una pared entre el compartimiento estanco y la salida del túnel. Una vez colocado el dispositivo, Hax introduce una tarjeta plastificada en una ranura y teclea un código de once cifras en un teclado que acaba de aparecer detrás de una escotilla blindada. Un chasquido. A lo lejos, las sirenas han dejado de sonar.
El compartimiento estanco gira sobre sus goznes y la linterna frontal de Hax ilumina una rampa de hormigón que desciende formando una pendiente suave hasta el primer nivel bajo la superficie. Unos tubos de neón difunden una luz fantasmal sobre los hombres que avanzan jadeando bajo el peso del traje NBQ. En los altavoces de la sala de conferencias, la voz de Hax suena metálica, a causa del filtro nasal a través del cual respira.
—Task One ha entrado en la base. Ninguna señal de vida por el momento.
—Continúe, Hax. No le perdemos de vista.
—A sus órdenes, mi general.
Los hombres guardan las distancias vigilándose por el rabillo del ojo. Justo antes de morir, un investigador de la base había tenido tiempo de enviar un mensaje por la línea de emergencia; decía que se había refugiado en un bunker de mando, que la alerta se había puesto en marcha hacía media hora y que el personal había quedado incomunicado en los últimos niveles subterráneos. Había intentado cortocircuitar el ordenador de control, pero este había respondido que la base acababa de entrar en alerta bacteriológica máxima y que ninguna decisión humana podía detener el procedimiento. El investigador pidió a la máquina un análisis de la amenaza. La voz sintética contestó que un neurotóxico militar había sido liberado, un modificador de comportamiento que actuaba en unos minutos atacando las células nerviosas antes de dominar todo el organismo. La voz añadió que aquello se desplazaba por los conductos de ventilación y que se había visto obligada a cortar la alimentación de aire para impedir que la cosa saliera del complejo. El investigador se sobresaltó al oír unas ráfagas de armas automáticas en las profundidades de la base. Desquiciados por los síntomas nerviosos, los militares disparaban contra los científicos pensando que eran espías.
El investigador envió entonces su último mensaje contando lo que veía en las pantallas de control conectadas a las cámaras del complejo.
Los militares acababan de llegar al sexto nivel subterráneo, donde se había refugiado la mayoría de los científicos. Aunque también estaban contaminados por la cosa, algunos investigadores habían conseguido hacerse con las armas de los cadáveres de soldados a los que el mal había fulminado en los pasillos. Con la cara y los brazos hinchados, disparaban contra todo lo que se movía. El científico refugiado en la sala de control describía con un hilo de voz lo que pasaba en el séptimo nivel, donde unos cuarenta hombres y mujeres con bata blanca se habían atrincherado. El mal había pasado por las rejillas de ventilación antes de que el ordenador hubiera tenido tiempo de cortar la alimentación. El investigador decía que los desdichados habían empezado a hincharse y que se abalanzaban los unos sobre los otros intentando morderse. Se quedó callado cuando sonaron unos golpes sordos en la puerta del recinto en el que se hallaba. Consultó las pantallas. Unos militares estaban reparando el cortocircuito para intentar entrar. Luego su voz empezó a transformarse mientras el mal se extendía por su organismo. Se le nubló la vista y su respiración se aceleró. Dijo que todavía le quedaba un poco de conciencia y que se negaba a sufrir la misma regresión que aquellos seres a los que había visto devorarse los unos a los otros en el séptimo sótano. Acto seguido, empuñó una pistola reglamentaria y se disparó un tiro en la boca. La grabación continuó retransmitiendo los gritos y los disparos procedentes de los niveles subterráneos. Veinte minutos más tarde se hizo el silencio en la base.
—Hax, está entrando en la zona donde la contaminación ha causado más daños. Tenga cuidado.
—Recibido, mi general.
La sección acaba de llegar a los cuarteles de la Fundación. La cámara de Hax toma varios planos fijos de los cadáveres; los rostros deformados parecen hacer muecas a la luz blanquecina de los tubos de neón. Algunos se han arañado las mejillas hasta hacerse sangre; otros se han arrancado trozos de carne con los dientes para intentar escapar del terrible dolor que les taladraba el cráneo.
Hax y sus hombres avanzan. En la sala de conferencias de la Casa Blanca, un grupo de médicos vigila atentamente los parámetros vitales que aparecen en la parte inferior de las imágenes correspondientes a cada miembro del comando. Uno de ellos frunce las cejas; hace unos segundos que los indicadores del sargento Shepard están modificándose. El médico pasa al receptor personal del suboficial a fin de no alarmar al resto de la sección.
—Sargento Shepard, ¿va todo bien?
Un chisporroteo. La respiración del suboficial llena los altavoces de la sala de conferencias. Parece que tiene dificultades para respirar.
—Shepard, ¿me recibe? Debe reducir su ritmo cardíaco. Consume demasiado oxígeno.