La hija del Apocalipsis (20 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Según él, el organismo humano está genéticamente programado para vivir un poco más de trescientos años. El problema, también según él, es que nuestro ADN contiene un gen encargado de liberar una forma particular de proteína que desencadena el envejecimiento de los tejidos. Esta era la tesis de Jurgenstein: si se conseguía aislar el gen responsable de este suicidio del organismo, sería posible reprogramarlo para que no liberara su veneno. Más aún, para que liberara otro, encargado de rejuvenecer los tejidos en vez de degradarlos. La gran longevidad. Todavía no la vida eterna, pero casi.

Encontraron al buen doctor desplomado sobre su mesa de trabajo, con el rostro surcado de arrugas y el organismo roído por una decena de cánceres. Justo antes de morir, estaba trabajando en un informe suficientemente sensible para que los que lo habían asesinado se hubieran tomado la molestia de llevarse todas sus notas. Solo se habían dejado una hoja que el científico tuvo los reflejos de tragarse antes de que llegaran sus agresores.

El forense recuperó el documento cortando la tráquea del doctor. Después lo estiró con cuidado y lo colocó bajo una placa de cristal a fin de fotografiarlo antes de que la saliva borrara elementos importantes. Un excelente reflejo. Crossman adjuntaba una ampliación de esas fotografías. Jurgenstein había escrito:

Proyecto Manhattan = Informe Idaho Falls

Christiansen y Bishop tenían razón.

¿Quién nos mata?

Debajo, el científico había reproducido varios signos extraños. Parecía una especie de fórmula mágica escrita en una lengua oscura. Marie deja caer el cigarrillo en el tazón y ataca la tercera parte del expediente.

59

Cuatro años atrás, una expedición de socorro encargada de buscar a unos espeleólogos perdidos llegó a una gruta, al fondo de un precipicio, cerca de Idaho Falls, en las Montañas Rocosas. En el interior, en lo que parecía un santuario prehistórico, encontraron el cadáver de un alpinista. A juzgar por el equipo que llevaba, su muerte se remontaba a principios del siglo XX. Eso mismo indicaban el aspecto amoratado y las profundas grietas que surcaban su piel. La quemadura del frío.

Marie pasea el haz de su bolígrafo luminoso por las primeras fotos tomadas por la expedición, para examinarlas. Un suelo arenoso, un lecho de flores secas con reflejos azul oscuro. Un miembro del equipo de salvamento coge una; los pétalos se reducen a polvo en la palma de su mano. Ese tipo es un profesional, no se deja impresionar por la presencia de un cadáver. Sabe que los verdaderos indicios están en otra parte.

En la foto siguiente, el hombre señala el cuerpo del alpinista arrodillado al fondo de la gruta; su rostro está cubierto por una costra de escarcha, su brazo derecho se quedó en alto y tiene un bloc de notas entre los dedos. El hielo ha cubierto la hoja en la que consiguió escribir unas líneas antes de morir. Foto siguiente: el dedo del listillo en primer plano señala al fotógrafo unas muescas en las paredes. Marie coge una lupa. Su mirada se detiene. Acaba de ver varias líneas de signos análogos a los que Jurgenstein había escrito en su mensaje. Inscripciones prehistóricas. Eso era lo que el alpinista copiaba al fondo del precipicio mientras la muerte se adueñaba de él. Todo había quedado consignado en un informe que se envió a los mejores especialistas del planeta, todos los cuales habían muerto a causa de una aceleración brusca del proceso de envejecimiento. El informe Idaho Falls.

Marie termina de leer las últimas páginas que Crossman le ha mandado por fax. Justo después de que la policía alemana hubiera descubierto el cuerpo del doctor Jurgenstein, alguien robó de la cámara de seguridad de un museo el original del informe Idaho Falls con las diferentes muestras que los científicos habían tomado en la gruta.

Marie vuelve a mirar las fotos del hombre que guía el objetivo del fotógrafo. Lee su nombre en el mono: Blake Donovan, un ranger. Descuelga el teléfono y pide su número particular a la operadora del FBI, que pasa directamente la llamada. Suenan varios tonos antes de que descuelguen y se oiga una voz soñolienta:

—Diga…

—¿Ranger Blake Donovan?

—Mmm…, ¿quién es?

—Agente especial Marie Parks, del FBI. Lo llamo desde Hattiesburg, en Maine.

—¿Desde dónde?

—Olvídelo. Estoy estudiando unas fotos que se tomaron hace cuatro años en la gruta de Idaho Falls.

—¿Sabe qué hora es?

—Aquí está amaneciendo. Tendría que ver todas estas pinceladas en tonos pastel en el negro del cielo. Parece que un pintor esté diluyendo sus colores en la paleta. Ranger Donovan…

—¿Mmm…?

—Me tiene sin cuidado que estuviera durmiendo.

—Ya me había dado cuenta. ¿Qué quiere?

—Algunas de sus fotos son muy interesantes. Las de las paredes, en particular. El problema es que no consigo leer las inscripciones que usted señala al fotógrafo. Está demasiado borroso por culpa de la calidad del fax. Pero con lo listo que es usted, estoy segura de que las copió en algún sitio.

—Una parte. Había demasiadas.

—Necesito saber qué dicen.

—Las más antiguas son totalmente incomprensibles.

—¿Quiere decir como una lengua desconocida?

—Sí.

—¿Y las otras?

—¿Qué otras?

Marie suspira y empieza a hablar despacio, como si se dirigiera a un retrasado mental.

—Las más recientes.

—Inglés y signos matemáticos.

—¿Las escribió el alpinista?

—Sí. Ese tipo era un paleontólogo aficionado o algo por el estilo. Había traducido todo un lienzo de pared antes de morir. En parte en su bloc de notas y en parte grabándolo directamente en la roca. ¿Se da cuenta? En vez de intentar salvar el pellejo, ese tipo derrochó sus últimas fuerzas traduciendo unas inscripciones en un muro.

—Eso es lo que necesito.

—¿El qué?

—Las notas que usted tomó.

—No se mueva, debo de haberlas guardado en mi mesa de trabajo.

Marie oye que rebusca en los cajones. Refunfuña, maldice, hasta que al fin profiere una exclamación de alegría.

—Sabía que las había guardado aquí, pero mi mujer siempre me lo revuelve todo y…

—Ranger Donovan…

—¿Qué?

—Las notas.

—¡Ah, sí! Como le decía, no lo anoté todo, pero conservé un pasaje que me impresionó en particular. Parece una profecía.

—¿Qué dice?

—«La Eterna es Gaya. En mí está la Eterna. En Gaya nada muere ni termina jamás…»

—«… porque en Gaya toda muerte da vida. Todo fin es simplemente la conclusión de lo que precede. Toda conclusión, el comienzo de lo que sigue.»

—Pero bueno, ¿por qué me llama en plena noche, si ya tiene respuesta a sus preguntas?

—Para confirmarla.

Marie cuelga y mira el sol, que emerge poco a poco por encima del océano de árboles. Las mismas palabras que Hezel había pronunciado al salvar la vida del niño de la colonia de Jericho. Todo se mezcla en su mente. Tiene la sensación de que flota. El cansancio y el alcohol… Cierra los ojos. Lucha. Después de lo que ha leído, sabe que si se duerme soñará con viejos descompuestos, momias e inscripciones grabadas bajo el hielo. Se equivoca. Mientras se sumerge lentamente en un sueño agitado, entra de nuevo en el cuerpo de la chiquilla que estaba en el asiento trasero del bólido conducido por los hombres de blanco. Está oscuro. La tormenta ruge a lo lejos. Un extraño rumor llena el espacio. El rumor de una muchedumbre. Marie abre los ojos en la oscuridad. Los relámpagos atraviesan el cielo sobre su cabeza. Está sentada en medio de una multitud inmensa, en una especie de gigantesco campo de fútbol. La lluvia azota el césped. El Superdome de Nueva Orleans. Ahí es donde miles de supervivientes se han refugiado para escapar del huracán. Están atrapados. Marie aspira los olores a mugre y a sudor. Cuerpos apestosos la tocan en la oscuridad. Está sentada al lado del elfo y del mago. El caballero permanece detrás de ella. Ha puesto las manos sobre sus hombros y escucha el viento que aúlla fuera. Escruta la multitud. Su mirada penetrante acaba de reparar en un vagabundo andrajoso que se abre paso entre la marea humana. Parece guiar a otros indigentes que inspeccionan las gradas del otro lado del Dome. Marie tiene frío. Tiene miedo. El caballero se inclina y le susurra al oído:

—No se mueva, Madre. No pueden olfatear su presencia en medio de todos estos cuerpos.

60

Marie se estira y nota que unas sábanas le rozan la piel. Está en su cama, pero no se acuerda de cómo pasó de la terraza al dormitorio. Como siempre que se despierta en un lugar distinto de donde se durmió, jura por lo más sagrado que no volverá a beber nunca. Los números luminosos del despertador indican que son las 17 horas. Ha dormido como un niño de pecho. Sin embargo, los músculos de las pantorrillas y de los hombros tiran bajo su piel como si hubiera estado cortando leña o hubiera andado kilómetros por el bosque. Su respiración se acelera. Acaba de acordarse de que, además de con la niña encerrada en el estadio de Nueva Orleans, ha vuelto a soñar con Hezel por primera vez desde hace años. Tenía una cita con su amante. Marie ríe como una niña al pensar en ese encuentro. Siempre el mismo claro con los árboles inclinados, los arbustos de brezo en flor, el lecho de musgo, las grandes rocas planas y el arroyo murmurando entre las hierbas. Un decorado de película romántica en el que Marie se sentía bien; a ella, ningún hombre la había acariciado tan pacientemente ni tumbado con tal ternura sobre esa roca tan plana que ni siquiera le había parecido dura. Y, por supuesto, ningún amante la había hecho gozar con tanta intensidad. Se había mordido los labios al mismo tiempo que Hezel mientras un orgasmo extraordinariamente poco puritano incendiaba su sexo y sus muslos. Después, habían permanecido abrazados mirando la luna; Marie recordaba que el príncipe azul que respiraba a su lado llevaba un tatuaje en el antebrazo: dos medias lunas de un bonito amarillo dorado enmarcando una pequeña serpiente azul. Marie se sobresalta. La sonrisa muere en sus labios. Acaba de acordarse del rostro del amante de Hezel, lo había visto a la luz de un rayo de luna: era el de Cayley en joven, mucho más joven.

Un silbido, ruido de cacerolas. Marie se queda inmóvil. Alguien canturrea en la cocina mientras abre y cierra las puertas de los armarios. Se levanta, saca unas bragas de un cajón y abre los otros enérgicamente. La mayoría están vacíos. Coge la pistolera de la mesilla de noche. Sus dedos se paralizan sobre la funda vacía. Ve la imagen de su Glock dentro de la lavadora del cuarto de baño; Marie registra el ropero, saca un viejo 38 de culata Paychmar y abre el tambor. Los cartuchos de 357 brillan en su cavidad. Presta atención. No da crédito a lo que oye: ¡un tipo silba en su cocina mientras rebusca en sus armarios! Intenta desesperadamente recordar si trajo consigo a un amante de su visita a casa de los Bannerman. Sale del dormitorio de puntillas. El sonido de los silbidos se intensifica. Si ese tipo en efecto se la ha tirado sin que ella se acuerde, y si además lo pilla meando sin haber levantado la tapa, se lo carga sin previo aviso.

61

Marie entra en la cocina y pega el arma a la nuca del tipo que está arrodillado delante del congelador.

—Muévete, y tu cerebro acabará en la bandeja de los cubitos.

—¡Marie! ¡Menudo susto me has dado!

El hombre se incorpora con esfuerzo asiéndose a la puerta del frigorífico.

—¡Cayley! ¿Qué puñetas haces aquí?

Marie baja el arma y clava la mirada en los ojos brillantes de Cayley, que se vuelve con lentitud levantando las manos. El anciano observa descaradamente los pechos desnudos de la chica. Marie cruza los brazos sobre ellos.

—Cayley…

—¿Hum…?

—¿Podrías mirarme cuando te hablo?

La mirada del anciano sube hasta sus ojos.

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

—¿Qué haces en mi cocina?

—Vi luz en tu porche al volver anoche a casa. Te encontré sobando en el balancín. Así que te cogí en brazos y te subí para acostarte en la cama.

—¿Me cogiste en brazos? ¿A tu edad?

—Sin ningún problema. Dormías como un ángel. Un ángel alcohólico, pero un ángel al fin y al cabo.

—¿Y fuiste tú quien me desnudó?

—Pueees… sí.

—¿Del todo?

—Pueees… sí.

—Joder, Cayley, no te cortas ni un pelo.

—Marie, podrías ser mi hija.

—Eso es precisamente lo que no hay que decirme en estos momentos. ¿Has dormido en mi casa?

—En el sofá. Quería estar aquí cuando te despertaras.

Marie aspira el aroma a café y a tocino frito que flota en la cocina. Se vuelve hacia la mesa. Un montón de tortitas untadas con mantequilla y jarabe de arce, panecillos humeantes, crepes bañadas en mermelada de arándanos, huevos revueltos y tocino, tocino para dar y vender.

—¿Esperas a los siete enanitos?

—Es para ti, Marie. Tienes que comer y recuperar fuerzas. Yo voy a cargar el coche.

—¿Vas a qué?

El anciano atraviesa el salón y coge dos maletas llenas hasta los topes. Dos maletas de ella, con sus cosas.

—Cayley, ¿qué estás haciendo? Cayley, contéstame o te pego dos tiros.

Sin dejar de silbar, Cayley sale de la casa. Marie suspira. Se da cuenta de que está muerta de hambre. Se sienta a la mesa y ataca los huevos con beicon a la vez que se llena la boca de mermelada. Se lo traga todo con un sorbo de zumo de naranja y otro de café. Después va al cuarto de baño y se da una ducha bien caliente. Coge del cesto de la ropa unas prendas que el viejo no ha metido en sus maletas. Luego se agacha para coger la automática y ve que se ha formado un charco al pie de la lavadora. Un charco que huele a lejía.

—¡Cayley! Por todos los santos, ¿has puesto tú la lavadora esta noche?

No hay respuesta. Marie rebusca entre la ropa húmeda y recupera el arma; la culata y el cañón han deformado el tambor de la lavadora. Olfatea la Glock haciendo una mueca; apesta a suavizante.

Marie se seca el pelo y sale. El salón está sumido en la oscuridad. Cayley ha cerrado las contraventanas. Vuelve a la cocina y constata que la mesa está recogida. Furiosa, se sirve una taza de café y enciende un cigarrillo. Un crujido. Se vuelve hacia la silueta del viejo, que está en la entrada.

—Cayley, ¿a qué juegas?

—Vamos a hacer unas compras a Hattiesburg, Marie.

—¿Y tenías que hacer las maletas para eso?

—Soy yo quien va a hacer las compras. Tú continuarás hacia el sur.

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