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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (8 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Perdón, Madre.

La muchacha cierra los ojos mientras los indigentes se precipitan hacia ella profiriendo gritos roncos. Casi la han alcanzado cuando Hanika siente que el cuerpo de Ilya cae al vacío. Tiene el tiempo justo de decirle que es ella quien debe disculparse por no haber conseguido protegerlas. También le susurra que la quiere. Hanika se sobresalta cuando el impacto llena su mente. La luz de Ilya acaba de apagarse.

La otra superviviente no tiene tiempo de matarse. Hanika siente cómo los puñales de los indigentes atraviesan su carne. Se crispa. Contiene la respiración. Una lágrima resbala por el rostro extenuado de Hanika. La última Aikan ha muerto. Ya no queda nadie que pueda recibir el poder de las Reverendas. Hanika yergue la cabeza. Una señal muy débil sobre el lago Pontchartrain acaba de atraer su atención. Se desplaza tan deprisa que la Reverenda tiene la impresión de que vuela. En el asiento trasero del bólido que conduce Kano está esa aberración a cuyo interior Debbie ha transferido sus poderes. Se llama Holly. Siente un intenso dolor. No está preparada. Hanika suspira.

—Dios mío, madre Cole, ¿por qué ha hecho eso?

Hanika sigue todavía un momento la señal que sube hacia el norte. Conoce a los guardaespaldas de Holly. Son los mejores. Pero sabe que no pueden alejarse indefinidamente del gran río. El Enemigo también lo sabe. Sin embargo, por el momento, el Enemigo se encuentra asimismo superado por el furor de las aguas. Está perdiendo el contacto con la chiquilla. Su ejército de indigentes ha sido parcialmente destruido por la riada, lo que le obliga a replegarse.

Con los ojos entornados, Hanika lanza una vibración en todas direcciones. Alerta a los Guardianes de los Ríos y los informa de que la reverenda Cole ha muerto, de que las otras Reverendas están desapareciendo y de que el poder de Gaya está a punto de extinguirse. Les revela que una parte de los siete poderes ha sido transmitida por error a una mortal, la cual debe ser protegida a toda costa. Los Guardianes diseminados por el planeta le responden. Han comprendido. Están cerrando todos los santuarios.

Hanika está a punto de emerger del estado de trance cuando se da cuenta de que el Enemigo ha interceptado su señal e intenta localizar la fuente. Un frío glacial se apodera de ella. Lucha para despertar, pero ha perdido mucha fuerza. Una visión la envuelve. Está sola en medio del desierto. Un hombre camina hacia ella. Todavía no ve su rostro, pero sabe que sonríe. Se ha detenido a unos metros de ella. A sus pies, decenas de serpientes salen de los arbustos y reptan silbando sobre la arena. Una voz profunda y melodiosa escapa de sus labios.

—Reverenda madre Hanika, qué alegría haberla encontrado. ¡Y qué imprudencia haber enviado ese mensaje! Ha perdido, así que sea buena jugadora y dígame dónde está la niña.

Hanika cierra su mente. Debe despertar a toda costa antes de que el Enemigo vea lo que ella ha visto. Advierte vagamente que la limusina aparca en el arcén. Una corriente de aire levanta sus cabellos. El chófer la zarandea gritando. Hanika se agarra con todas sus fuerzas a esa voz mientras las serpientes se enroscan alrededor de sus tobillos. Gime al notar las primeras mordeduras. Finalmente abre los ojos. El chófer le limpia la sangre de la cara. Ella baja el parasol para mirarse en el espejo y se estremece al ver su reflejo; como las otras Reverendas del linaje de Neera, está envejeciendo. Comprende que Holly necesitará al más poderoso de los Guardianes para protegerla. Un hombre que dio la espalda a su destino hace mucho tiempo y que ha olvidado lo que es. Lo quiera o no, ha llegado el momento de que lo recuerde.

Mientras la limusina arranca de nuevo con un chirrido de neumáticos, Hanika descuelga el teléfono que se encuentra sobre el apoyabrazos.

—Localice al doctor Gordon Walls. Es urgente.

21

Cómodamente sentado en la parte trasera de su jet privado, Burgh Kassam se limpia la nariz y observa un instante la mancha rubí que empieza a secarse en su dedo. Lo que más detesta es combatir contra la mente de una Reverenda; aun debilitada, es demasiado poderosa. Vuelve la mirada hacia la botella de whisky, que salta sobre la tablilla. El grueso cristal se agrieta y explota; el líquido ambarino se desparrama. Kassam aparta con el dorso de la mano al auxiliar que se apresuraba a recoger el whisky. Lentamente, los latidos de su corazón recuperan la normalidad y el calor regresa a sus miembros. A través del ojo de buey, ve el océano, cuya superficie en movimiento brilla bajo la luna. El jet acababa de dejar atrás las costas de Groenlandia cuando la transmisión de alerta había estallado bajo su cráneo. Desde que había despegado de Londres, hojeaba distraídamente las páginas de un grueso expediente al tiempo que dirigía el ataque de los indigentes, a los que los agentes de la Fundación habían contaminado inyectándoles una dosis de Protocolo 6 para lanzarlos tras el rastro de su presa. El producto funcionaba de maravilla: aceleraba las capacidades mentales y liberaba poderes insospechados activando las zonas muertas del cerebro. El problema era que, como todos los super-estimulantes, esa enzima también carbonizaba las neuronas y destrozaba las meninges.

Cuando Debbie se había adentrado en la calleja, Burgh se había fusionado mentalmente con el jefe de los vagabundos. En contra de las recomendaciones de los agentes de la Fundación, y pese a los quinientos dólares de prima que acompañaban la inyección, ese imbécil había continuado emborrachándose mientras esperaba al blanco. Burgh lo había detectado en el acto al entrar en su mente, o más bien en la destilería en la que se había convertido. Y aunque el alcohol multiplicaba el poder estimulador del Protocolo, también aceleraba la destrucción cerebral del cobaya. Por ese motivo la Reverenda había conseguido escapar por los tejados.

Burgh sonríe al ver la cresta espumosa de las olas que desfilan bajo el fuselaje. Una sonrisa desprovista de alegría. Como siempre, la partida se había decidido en unos segundos. Ocupado en dirigir a su ejército de zombis, no había prestado atención a las tres figuras de blanco que estaban en el aparcamiento. Burgh estaba furioso consigo mismo, sobre todo porque creía haberlos neutralizado cuando había hecho que se desvanecieran a orillas del Mississippi. Un impulso de dispersión. Le encantaba hacer eso. Pero los Guardianes habían sorteado el obstáculo y se habían materializado de nuevo a la salida del centro comercial.

El otro error de Burgh había sido precipitarse al exterior sin pensar. Llevado por su ímpetu, se había situado en la trayectoria del bólido, y al ver la mirada divertida de Kano, había comprendido. Él había sufrido una tremenda conmoción, mientras que el jefe de los indigentes había salido despedido por encima del coche, en medio de un torbellino de luz y lluvia. Había conseguido salir del cuerpo justo antes de que el vagabundo se estrellara contra el asfalto. Luego, el contacto se había interrumpido y Burgh había despertado en su jet en el preciso momento en que su mente recibía un aluvión de informes. Los primeros parecían gritos: tras perder sus blancos y medio locos por efecto del Protocolo, los indigentes del centro comercial vagaban por los aparcamientos profiriendo gritos animales. Burgh había enviado a cada uno de ellos una descarga mortal que les había destrozado las meninges.

Los otros aullidos procedían de los vagabundos encargados de perseguir a las Aikan. Cuando la última había dado el gran salto, Burgh había ejecutado a sus servidores a fin de ahorrarles sufrimientos inútiles. En cuanto a los que se escondían entre las inmundicias para escapar del insoportable dolor que les taladraba el cráneo, habían perecido en la tormenta. Quedaban esos malditos Guardianes y, sobre todo, esa monstruosidad que Burgh había entrevisto en el asiento trasero del bólido antes de que Kano lo arrollara. Después había intentado tomar posesión de otros habitantes de Nueva Orleans para seguir al coche, pero la mayoría estaban tan aterrorizados por la tormenta que era imposible establecer el menor contacto mental. Había sido en ese momento cuando la imprudencia de Hanika había lanzado de nuevo los dados. Tenía que encontrar como fuera a esa cosa antes que las Reverendas. Era una cuestión de vida o muerte. No la suya, la de la humanidad.

III

Marie

22

Portland, Maine

Las puertas acristaladas del aeropuerto de Portland acaban de cerrarse detrás de la agente especial Marie Parks. Con la maleta a sus pies, Marie observa el aparcamiento desierto. Unas bolsas de plástico giran impulsadas por el viento. Su vieja camioneta Chevrolet, aparcada allí desde hace varios días, está cubierta de una fina capa de polvo. Marie aplasta el cigarrillo y avanza por los pasillos vacíos. Unas visiones intentan atravesar el caparazón de su mente, pero ella las rechaza obstinadamente. No se ha concedido ni un minuto de sueño desde que la policía brasileña la rescató de entre los muertos. Y sabe que las visiones solo esperan eso: unos minutos de sueño.

Marie ha llegado a su 4 × 4. Hay un montón de folletos bajo los limpiaparabrisas. Una pizza gratis por cada dos compradas en Ricetta's, diez minutos de videncia llamando a un número con una tarifa de cinco dólares el minuto, cómo conseguir un vientre plano y duro, broncearse sin sol, no envejecer sola… El viento dispersa los anuncios. Marie pulsa el mando a distancia para abrir las puertas. Nada. Hace girar la llave en la cerradura. El interior está saturado de olor a tabaco y a cuero viejo. Su coche. Su viejo cacharro en el que duerme, come y fuma cuando desaparece durante meses.

Hace girar la llave de contacto y mira el contador: 200.000 kilómetros recorridos tras el rastro de asesinos itinerantes norteamericanos. Meses conduciendo por carreteras desérticas escuchando a los Doors, bebiendo Pepsi Light y fumando como un vaquero. Marie ya ha perdido la cuenta de las noches que ha pasado durmiendo en arcenes o en moteles mugrientos, y de los restaurantes donde ha comido platos de chile asquerosos regados con Budweiser caliente. Su vida errante en busca de sus hermanos asesinos. Siente cómo Daddy sonríe en un rincón de su mente.

«Vamos, Marie, decídete. Te mueres de ganas.»

Marie enciende la radio. KPCM, la voz de Portland. Reconoce una vieja canción de los Country Orenox. Sí, tiene que admitirlo, se muere de ganas de coger la carretera, de descubrir una pista nueva y dejar que sus cabellos ondeen al viento ardiente, al borde de Bryce Canyon o de Monument Valley.

«No, Marie, eso no es más que el comienzo. Vamos, reconócelo, sueñas con pillar a alguien en una carretera desierta y matarlo. Simplemente sientes la necesidad de matar, eso es todo. Así que, ¿a quién elegimos para empezar? ¿A una anciana? ¿A un viajante de comercio? No, todavía es demasiado pronto para eso. ¿A quién, entonces? ¿A un buen pedazo de cabrón, tipo maltratador de mujeres o pederasta? Todos los asesinos empiezan así. Dándose la absolución. Sí, Marie, ¿y si matáramos a un buen pedazo de cabrón?, ¿qué me dices?»

Marie sube el volumen de la radio. Los Orenox han dejado paso a un viejo popurrí de los Stones. La voz de Jagger crepita en los altavoces. Las visiones llaman a la puerta de su mente. Sale del aparcamiento y toma la autopista en dirección a Hattiesburg. Como siempre que vuelve de cumplir una misión, tiene el mono. La depresión profunda se acerca. Mira pensativa los carteles verdes que anuncian la Interestatal 95. Auburn y Augusta, recto. Hacia el norte hasta Purgatory, en el condado de Kennebec; luego a la izquierda hasta el cruce de Chase Corner y Phillips. Desde allí, girar a la derecha en dirección a Salem hasta Hattiesburg. Trescientos kilómetros en la máquina de retroceder en el tiempo.

Los ojos de Marie se detienen en los otros carteles: Boston, Providence, New Haven, Filadelfia, Savannah y Florida, con sus palmeras, sus surfistas, sus putas y sus asesinos. Se muere de ganas de poner el intermitente y de pasar al carril de la izquierda para ir hacia el oeste o hacia el sur. A donde sea menos hacia el norte. En el norte está Salem y Hattiesburg; luego, la frontera canadiense y la banquisa. Hacia el oeste y el sur, en cambio, están las grandes llanuras, las montañas y el desierto.

Marie deja atrás el último cartel en dirección oeste. Concord por East Rochester. Como una madre de familia que renuncia a ver a su amante, continúa recto. No le gusta en absoluto lo que acaba de sentir. Aunque le cueste admitirlo, de repente ha deseado beber whisky a morro y que un desconocido se la tire sobre el somier chirriante de un motel. Sabe que la otra está despertando. Marie Gardener, la chiflada, la alcohólica, la…

«Asesina.»

«Vete a tomar por culo, Daddy.»

Marie pisa el pedal del acelerador y ve que la aguja del cuentakilómetros sobrepasa ampliamente el límite de los 80 kilómetros por hora. Con las válvulas abiertas por completo, el motor de la camioneta escupe grandes volutas negras. Apesta a aceite y a gasolina. Marie aprieta el volante con las manos. Sabe que no aguantará mucho tiempo. Se seca una lágrima en el rabillo de los ojos. No puede desmoronarse. Ahora no. Antes de Hattiesburg y de su reserva de ginebra, no.

23

Desde el 4 × 4 detenido en el arcén, Marie mira el camino que se interna entre los árboles. Ella vive en una casita perdida en las colinas, a treinta kilómetros de Hattiesburg. En el número 12 de Milwaukee Drive. Ese nombre que huele a asfalto y a rótulos luminosos siempre hace sonreír a Marie. Antes de tomar Milwaukee Drive, hay que parar y soltar la cadena que cierra el paso; luego colocarse en la carretera en pendiente y bajar de nuevo para poner la cadena. En un viejo cartel de madera astillada, sujeto a los eslabones con un alambre, se lee:

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