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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (10 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Marie notó una corriente de aire glacial cuando la comunión se interrumpió. Se encontró sola en el corazón del bosque. Desde entonces, no había vuelto a soñar con Hezel.

26

Al día siguiente, Parks realizó una pequeña investigación sobre la comunidad desaparecida. Empezó interrogando a los ancianos de Hattiesburg, que la miraron como si llegara de otro planeta. También preguntó a los comerciantes y consultó el catastro en el ayuntamiento. En vano. Fue Cayley quien finalmente la puso al corriente. Dos meses después de la muerte de Martha, Marie había ido a su casa a tomar unas cervezas con él. Ese día había hecho mucho calor y el aire todavía era pegajoso cuando se sentaron bajo el porche con vistas al río, delante de un cuenco de patatas fritas y dos packs de Bud. El anciano se hizo de rogar para guardar las formas. Luego empezó a hablar.

—Fue unos años antes de la matanza de las brujas de Salem. En aquella época había, efectivamente, una pequeña colonia que se llamaba Old Haven. Creo que eran holandeses. Un puñado de familias que habían llegado en 1656 con los supervivientes del
Cementerio.

—¿Del qué?

—¿Tampoco sabes eso? ¡Es para echarse a llorar! La verdad es que no tienes ni idea de nada. Eres como todas las mujeres. Sabes de memoria los nombres de todos los maricones de Hollywood, pero serías incapaz de recitar la lista de los presidentes aunque te arrancaran las uñas con pinzas.

Marie no contestó. Miró la nuez de Cayley, que subía y bajaba como una pelota de ping-pong mientras vaciaba de un trago su lata de Bud; cuando terminó, estrujó el metal entre sus dedos. Luego, la mirada del viejo pareció perderse a lo lejos.

—El
Cementerio
se llamaba en realidad
Master of the Seas
. Era una goleta de treinta metros que cubría el trayecto entre Amsterdam y Boston. En aquella época era una travesía de mil demonios y había que tener unos cojones del tamaño de una sandía para arriesgarse a hacerla. En fin, estamos en 1656. Huyendo de la intolerancia y del hambre, una treintena de familias se embarcan. El
Master
hace escala en Cherburgo y en Plymouth; después se cruza con otra nave que regresa de Boston y que le advierte que unos icebergs gigantescos se las han hecho pasar canutas durante tres cuartas partes del trayecto. El capitán del barco en cuestión…, creo recordar que era el
Chesapeake…
, añade que salió de Cabo Cod con otras dos goletas que desaparecieron mar adentro una noche de bruma. A juzgar por lo que cuenta, parece que oyeron un enorme crujido de madera, gritos, el sonido lejano de una campana, ruido de agua entrando en la bodega y luego nada más.

—¡Cayley, ve al grano!

—Ya voy, ya voy. El comandante del
Master
decide entonces bajar hacia el sur bordeando las costas de esos degenerados franceses y emprender la gran travesía desde Vigo, siguiendo el paralelo 42 hasta Boston para evitar los icebergs a la deriva.

—¿El paralelo 42? ¿No es ahí donde el
Titanio
chocó contra ese cubito de hielo?

—Sí, pero supongo que en aquella época nadie sabía que esas porquerías podían llegar tan abajo. En resumen, justo antes de hacerse mar adentro, la tripulación del
Master
rescata a unos náufragos que van a la deriva en un cascarón de nuez. Una mujer embarazada, un pescador y un niño muerto. Portugueses, según el diario de a bordo. O vascos, no me acuerdo.

—¡Abrevia, Cayley!

—Está bien. Antes de subir a los náufragos, hay una pelea a bordo. Algunos pasajeros quieren desentenderse de los supervivientes; otros, más humanitarios, piden al capitán que los lleve a Vigo. En cualquier caso, todos están de acuerdo en una cosa: nada de rescatar el cuerpo del niño.

—¿Por qué?

—Una vieja superstición de marino. Ni conejos ni cadáveres en un barco. El capitán zanja la cuestión; como ya va con retraso sobre el calendario previsto, decide llevar a los náufragos a América y allí confiarlos a otra goleta que zarpe para Europa. Pero está de acuerdo con los demás en lo referente al crío, así que los portugueses lo arrojan al agua antes de subir por la escala de cuerda, llevando consigo el cólera que padecen sin saberlo. Eso es lo que el
Master
embarcó antes de seguir el paralelo 42: la muerte negra.

Cayley hizo una pausa para terminar su novena cerveza; la lata se sumó al pequeño montón que se apilaba al otro lado de la balaustrada. Después reanudó su relato con voz monocorde.

—Al llegar a Boston, solo había unos cuarenta supervivientes. El capitán, medio loco y moribundo; dos hombres de la tripulación, que no estaban mucho mejor, y los emigrantes holandeses, que estaban en plena forma mientras que todos los demás la habían palmado envenenados por el agua y los miasmas. Quiero decir que ni siquiera estaban un poco enfermos o resfriados, ¿comprendes? Al principio, los habitantes no encontraron nada que les pareciera criticable, pero, a fuerza de desembarcar cadáveres para quemarlos en los muelles, empezó a haber quejas. Además de que todos los holandeses vestían exactamente igual y presentaban una particularidad bastante poco defendible en la época.

—¿Cuál?

—No se hablaban.

—¿Quieres decir que eran mudos?

—No. Quiero decir que no necesitaban hablar para entenderse. Se miraban a los ojos y… ¡zas!, se entendían.

—¿Cómo se dieron cuenta de eso los habitantes de Boston?

—A fuerza de observarlos, supongo. Un crío que tiende una hogaza de pan a su madre sin que haya mediado palabra; una mujer que se aparta bruscamente al pasar una carreta y que se vuelve hacia su marido para darle las gracias con la mirada. Detalles que, sumados, hicieron que los colonos de Boston empezaran a decir que estaban tratando con brujos.

—¿Y qué pasó?

—Un mes después de su llegada, los holandeses se marcharon de la colonia en plena noche. Debieron de leer en los pensamientos de los colonos de Boston que se iba a armar una buena en su contra. Se sabe que fueron hacia el norte y que se instalaron aquí. Construyeron Old Haven, donde prosperaron a salvo de todos hasta 1690. En esa época fue cuando los colonos de Jericho incendiaron el pueblo. En fin, eso es todo, ya conoces la historia.

—¿Qué fue de ellos?

Cayley ahogó un eructo antes de responder:

—Dicen que volvieron a cruzar el océano. Algunos afirman que fueron hacia las tierras salvajes, al oeste. Pero yo sé que siguen aquí. Por lo menos, su recuerdo sigue vivo.

27

Marie saca la maleta del portaequipajes. Como siempre que está mucho tiempo fuera, Cayley ha ido a reponer algunas tejas que el viento ha arrancado. El viejo yanqui ha aprovechado para pasar el rastrillo por el camino y quitar con la sopladora las hojas secas acumuladas bajo los matorrales de acebo. Antes de marcharse, Cayley también le ha dejado dos bombonas de gas en el porche, así como algunas provisiones. Le divierte observar las compras del anciano: dos litros de leche entera en envase de cristal, copos de avena, copos de maíz Kellogg's, dos botellas de ginebra, una botella de bourbon, pistachos tostados, un pack de refresco sin alcohol de extractos de hierbas y otro de Doctor Pepper. Marie sonríe mientras saca las llaves del bolsillo; Cayley tiene razón cuando dice que los que ahogan el whisky en Coca-Cola merecen la horca.

El picaporte se abre con un chirrido. En el interior huele a cola de madera, cera y polvo. Viejas sábanas blancas cubren los muebles. Marie deja las compras sobre la mesa de la entrada y baja al sótano para conectar la corriente. La escalera apesta a salitre y a insecticida. Agita las manos para apartar las telarañas que encuentra a su paso y busca a tientas detrás de un botellero. Clac. Mientras la luz emana de la bombilla desnuda y el congelador se pone en marcha, Marie se sobresalta al oír la voz de Harry Belafonte, que rasga el silencio en el piso de arriba. Había vuelto a olvidarse de desconectar la radio despertador antes de irse. Respirando entrecortadamente, escucha cómo la casa despierta de su sueño. Miles de crujidos recorren las paredes, como si cada habitación se desperezara a medida que la electricidad vuelve a circular por los cables. Marie profiere un grito al notar que algo velludo le roza la mano. Suelta con precipitación la palanca del contador y, estremeciéndose, mira al bicho, que desaparece en un agujero oscuro. Después se agacha ante la vieja caldera y pulsa varias veces el botón de encendido. Surge una llamita azul que empieza a danzar como un alma muerta. Plooop. Una corriente de aire caliente agita el cabello de Marie mientras los pilotos de la calefacción se encienden. La bomba se pone en marcha. Parece que a la casa le gusta que el agua caliente circule de nuevo por sus viejas venas de fundición. Siempre el mismo ceremonial cuando Marie vuelve de un viaje. Una especie de pacto con la casa para echar los rostros ensangrentados que ve en los espejos y las pequeñas garras que intentan cogerla cuando abre los armarios.

Marie sube lentamente la escalera y se detiene en el último peldaño. La caldera hace unos ruidos extraños. Resopla, estornuda, parece que respire. Un último clang. La caldera se ha apagado. Marie oye que suena la radio a lo lejos, en el dormitorio. Un arrastrar de pies en zapatillas le envía un chorro de ácido al estómago. De la cocina le llega un olor a cadáver. Ruidos de vajilla y de cacerolas. El hervidor silba. El arrastrar de pies se reanuda mientras la cosa pasa de nuevo ante la puerta del sótano, que chirría movida por las corrientes de aire. Va a cerrarse. Marie la cruza y entra en el salón. Tiene los ojos cerrados. Se niega a abrirlos.

Un viejo olor a té con canela se mezcla con el de la carne putrefacta. Marie abre los ojos y descubre los cadáveres de Paul y Janet Parks. Su padre adoptivo está desplomado en una vieja mecedora. Con las piernas cruzadas sobre el sofá, su madre deja la tetera y se vuelve hacia Marie sonriéndole con las encías cubiertas de pus.

—Chis… Marie, cariño, papá está descansando.

Marie se arrodilla junto a la vieja estufa de leña que destaca en medio del salón. Echa una cerilla al hogar y oye cómo crujen el periódico y las ramitas al prender. Aspira el olor a azufre y a tinta que emana de la rejilla. La cosa que se ha levantado del sofá se queda inmóvil en el centro de la estancia y pregunta con una voz viscosa:

—¿Te lo has pasado bien en el lago Tahoe, cielo? ¿Te lo has pasado bien dejando que se te tiraran en la tienda de campaña mientras a tu padre y a tu madre los asesinaban?

—No estaba dejando que nadie se me tirase, mamá.

—Da igual. De todas formas, podrías haber llamado mientras ese tipo nos rajaba el vientre. Quizá eso lo habría detenido. ¿Has visto lo que nos ha hecho? ¿Has visto esto?

Marie nota que las lágrimas le queman los ojos. Tiene que beber sin falta. Solo eso hará que se vayan. Los ronquidos de su padre y la voz viscosa de su madre. Oye que la cosa se acerca por su espalda. Percibe el olor a carne podrida que se desprende de la bata. La cosa se arranca el pelo a puñados intentando peinarse.

—Nos ha hecho tanto daño, Marie… Dios mío, nos ha hecho tanto daaañooo…

Marie se pone rígida. Sabe que su madre va a tocarla con sus dedos helados y a dejar sobre su hombro una sustancia grasienta y apestosa. La grasa de los muertos. Se concentra para no sobresaltarse cuando la cosa se inclina hacia su oreja.

—Te doy asco, ¿verdad?

—No, mamá. Te echo de menos.

—Pues claro que te doy asco. Pero ¿no crees que tú también me das asco? ¿No crees que me resulta repugnante imaginar que estabas chupándosela a algún chico a orillas del lago Tahoe, mientras a papá y a mí nos arrancaban los ojos y nos rajaban el vientre? ¿Crees que eso no me da asco?

Marie se tapa la boca con una mano para no vomitar. Su madre masculla mientras se aleja arrastrando los pies. El sillón chirría. Silencio. Se han ido, pero volverán. Ellos y los demás. Los muertos de Marie. Por eso tiene que beber.

28

Marie va a la cocina a servirse un vaso de ginebra. Un gran vaso lleno a rebosar, que se beberá antes de servirse otro. Y luego otro más. Y así sucesivamente hasta que se desplome. Hace una mueca al sentir el líquido quemándole la garganta. Se relaja un poco. Deja el vaso sobre la encimera y guarda las compras. Se muere de ganas de ir a tomar unas cervezas con Cayley. Tiene tanto miedo de la noche que se acerca… Se envuelve en una manta y coge una bolsa de patatas fritas. Se dispone a salir cuando ve que el indicador luminoso del contestador automático está parpadeando. Marca el número para acceder a los mensajes y la voz electrónica le anuncia que tiene tres nuevos. El tercero es de esa misma mañana. Sonríe al oír la voz de Bannerman. Titubea, farfulla, busca las palabras. Nunca le han gustado los contestadores. Dice que sabe que ha vuelto y que si quiere hablar, o simplemente no estar sola esa noche, Abigaíl y él la esperan para cenar. Ha metido cerveza en el frigorífico y Abby ha hecho un asado. Marie bebe un trago de ginebra y selecciona el mensaje siguiente, dejado la noche anterior. A esa hora, ella luchaba contra el sueño a once mil metros de altitud en el avión procedente de Río. La voz del jefe del FBI resuena en el altavoz.

«Marie, soy Stuart Crossman. Enhorabuena por lo de Daddy. Sé que ha sido duro y que le contó unas cuantas cabronadas antes de morir. Un psicólogo del Buró está a mi lado. Tiene cita la semana que viene en Boston con el doctor Bloom. Él la ayudará a superar esto. No es una invitación, es una orden.»

Ruido de papeles. La voz de Crossman continúa:

«Necesito su opinión sobre otro caso que acaba de llegar. Unos arqueólogos asesinados. Todos trabajaban para grandes museos nacionales. El mismo modus operandi. Sin embargo, no tengo la impresión de que se trate del mismo asesino. En realidad, no puede tratarse del mismo asesino. No sé… Esto no me gusta. Le he mandado por fax una copia del expediente. Llámeme cuando llegue.»

Otro trago de ginebra. El Crossman de siempre; sabe que su agente está noqueada, pero le importa un comino. Marie coge el fajo de documentos de la bandeja. Un bip. El último mensaje es de dos días antes. Un respiro. El chasquido de un encendedor. El crepitar del tabaco al quemarse. Una exhalación de humo. El fajo de papeles se desparrama por el suelo mientras la voz de Daddy escapa del teléfono.

«Buenas noches, cariño. Mientras te dejo este mensaje, tú finges que hojeas una revista en la sala de espera de mi consultorio de Río. Acabas de llegar. Estás nerviosa y muy guapa. Tienes los ojos tan grises… Esto me recuerda tu llegada a Seboomook, cuando te leía cuentos en tu habitación. Tú mirabas las ilustraciones con esos grandes ojos grises que lo veían todo. Dentro de unos minutos, te acordarás de mí y de los momentos en los que te estrechaba entre mis brazos. De aquellas noches en las que iba a arroparte en la cama y en las que te secaba la frente cuando ardías de fiebre.»

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