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Authors: Patrick Graham
Perdida entre la multitud de refugiados en Nueva Orleans, Holly, una niña de once años pide auxilio. Tiene miedo del huracá¡n que arrasa su ciudad, miedo de haber perdido a sus padres, miedo de que algo horrible se haya metido en su interior. Porque Holly posee unos poderes extraordinarios. Ella es la clave de una lucha ancestral, la única esperanza contra una amezana que podrá acabar con la humanidad. A no ser que ella misma sea esa amenaza...
Patrick Graham vuellve a desplegar su don para jugar con nuestros miedos primarios, nuestras esperanzas de redención y nuestros temores más íntimos. Una novela que nso conduce diretamente al fin del mundo.
Patrick Graham
La hija del apocalipsis
ePUB v1.0
Mezki20.12.11
ISBN 13: 978-84-253-4395-7
Autor/es: Graham, Patrick (1967- )
Traducción: Clavel, Teresa
Lengua de publicación: Castellano
Lengua/s de traducción: Francés
Edición: 1ª ed., 1ª imp.
Fecha Edición: 03/2010
Publicación: Grijalbo
Materia/s: 821.133.1-3 - Literatura en lengua francesa. Novela y cuento.
Para Charlotte Marie Graham,
mi niña de doce años,
que me ha inspirado el personaje de Holly
Ahora soy Shiva, el destructor de los mundos.
Profesor Robert Oppenheimeh,
director del proyecto Manhattan,
el 16 de julio de 1945,
justo después de la explosión
de la primera bomba de plutonio
en el desierto de Nuevo México.
A partir de ahora, todos somos unos hijos de puta.
Kenneth Brainbridge,
director adjunto del proyecto Manhattan,
en respuesta a Oppenheimer.
En las páginas que siguen algunos creerán reconocer el huracán Katrina que devastó Nueva Orleans en 2005. No lo es. Mi tormenta no se llama Katrina, sino Holly. No azotó Nueva Orleans hace tres años. Está acercándose. Unos días atrás era aún una simple depresión tropical en la zona de las Bahamas. Pero desde hace unas horas va en aumento, las primeras olas surcan la piel del océano, está cogiendo velocidad. Cortinas de agua se precipitan sobre las costas. El apocalipsis empieza.
Daddy
—¿Marie?
—No estoy dormida. Estoy soñando que no estoy dormida.
La agente especial Marie Parks tiene los ojos cerrados. Está tendida sobre un amplio diván y aspira los olores a madera y a puro que impregnan la habitación. Fuera, al otro lado del ventanal de cristal tintado, unos niños juegan a la pelota en la terraza de la casa. Más allá, Marie oye el sonido de los cláxones y las sirenas que recorren las avenidas. Los ruidos lejanos de Río de Janeiro, el murmullo de los hombres. La lenta respiración de la ciudad.
—¿Puedo fumar?
—No, Marie. No puede fumar. No fuma en la cama cuando se acuesta para dormir, ¿verdad?
—Lo hago. Forma parte de los peligros que controlo. Me gusta.
Ruido de papeles. El doctor Cooper consulta sus notas. Tiene la voz ronca. Voz de fumador.
—Según consta en su historial, se dedica a perseguir a asesinos en serie. Fumar mientras conciba el sueño es únicamente responsabilidad suya. Eso debe de suponer un cambio.
—¿Como pasear con los ojos cerrados por la cima de un acantilado? —Marie esboza una sonrisa—. Cuando era pequeña, andaba por el bordillo de las aceras imaginando que estaba en un precipicio. Me encantaba hacerlo.
—¿Lo recuerda?
Marie escucha a los niños que juegan detrás del ventanal. La pelota golpea el cristal. El doctor Cooper se sobresalta ligeramente. En la terraza, una voz femenina pronuncia unas palabras en portugués. Los niños cogen la pelota y se alejan.
—No, es una visión. Una visión que se repite con frecuencia. Pero es tan real que a veces tengo la impresión de que es un recuerdo. Como esos olores a bronceador y a arena caliente que flotan en tu memoria. Olores a vacaciones, a sol y a felicidad.
—Es la amnesia residual. Su cerebro ha olvidado que lo recuerda, así que llena los vacíos con olores y ruidos. Recurre a los otros sentidos para intentar restablecer el contacto con la memoria. ¿Sigue con los ojos cerrados?
—Sí.
—¿Qué edad tiene la niña en su visión?
—Ocho años. Tal vez diez. Lo único que sé es que es el día de su cumpleaños.
—¿Anda por el bordillo de la acera?
—Sí. Avanza con los brazos en cruz. Es invierno. El aire frío le quema los pulmones. Lleva manoplas y un grueso gorro de lana rasposo al tacto. Nota cómo el aliento se escapa entre sus labios; está tibio en el interior de su boca y helado al rozarle la nariz.
—¿Dónde está?
—En Boston, en el estado de Massachusetts. ¿Sabe cómo es el invierno en Boston, doctor?
—No.
—Es frío y silencioso.
Marie oye que el doctor Cooper se mueve en el sillón. El ligero algodón de su traje raspa el cuero. El doctor escribe unas palabras.
—¿A qué huele?
—A alquitrán, a hojas secas y a emanaciones de alcantarilla. A esa bruma tibia que sale de las bocas de piedra. Un olor a vómito y a bolsa de plástico húmeda.
Los orificios nasales de Marie se ensanchan.
—Y también a queroseno.
—¿A queroseno?
—Sí. Acaba de pasar un 747 por encima de los edificios de ladrillo de East Somerville. Va en dirección al aeropuerto internacional de Logan. Está a punto de aterrizar.
—¿Qué pasó ese día?
—Asesinos itinerantes.
—¿Perdón?
—Hace un momento ha dicho que me dedico a perseguir a asesinos en serie. Persigo a asesinos itinerantes.
—¿Qué diferencia hay?
—El asesino en serie es un sujeto compulsivo que mata para dejar de sufrir y aplacar la enorme tensión que lo empuja a asesinar. El itinerante, en cambio, no mata por necesidad, sino que desea hacerlo. No oye voces ni obedece a Dios. Está bien integrado, tiene un buen trabajo que le hace viajar mucho. Y aprovecha esa circunstancia para matar. Le gusta hacerlo y lo hace bien.
La estilográfica de] doctor choca con el papel.
—¿Por qué persigue a esos asesinos en particular?
—Porque los siento. Sé cómo funcionan.
—¿Es eso lo que le da miedo?
—¿El qué?
—Ser como ellos.
—¿Le daría miedo a usted?
—Creo que estaría muerto de miedo.
Una mosca zumba, choca contra los cristales y reanuda su vuelo a ciegas. El doctor Cooper la sigue con la mirada. Está pensando qué decir.
—¿Y si volviéramos a esa niña que juega a pasar miedo sobre el borde de la acera, en Boston?
—¿Quiere decir al borde del precipicio?
—Si lo prefiere…
—Avanza. Un coche la roza. Circula muy despacio. Un olor a puro escapa por la ventanilla entreabierta. Un olor a regaliz y a paja quemada. Como a jamón cocido, pero sin el olor de la carne. ¿Me entiende?
—El olor de la madera, pero no de la carne.
—Sí, exactamente. Un olor a fumadero. Haya, regaliz y paja. La máquina del cáncer.
—¿Eso también le da miedo?
—¿El qué?
—El cáncer.
—Sí, pero me gusta. Me gusta tener miedo de algo contra lo que no puedo luchar. Quisiera morir con la respiración sibilante y los pulmones llenándose de pus en mi pecho. Detestaría morir gozando de buena salud. Me parecería inmoral.
El doctor Cooper pasa las páginas del historial médico.
—¿Cómo empezaron las visiones?
—Con un choque frontal a ciento sesenta por hora entre un camión de treinta toneladas cargado de troncos y una autocaravana. Yo iba en la autocaravana.
—¿Quién conducía?
—Mark, mi pareja. Murió.
—¿Quién más iba a bordo?
—Nuestra hija. Creo que se llamaba Rebecca.
—¿No está segura?
—Eso es lo que me dijeron cuando salí del coma. Me dijeron que se llamaba Rebecca. Me enseñaron una foto suya, y también una de Mark. No los reconocí.
—Eso se llama prosopagnosia.
—¿Cómo?
—Es un trastorno en el reconocimiento de las caras. Sucede a menudo como consecuencia de un impacto violento en la región del córtex temporal. De todas formas, usted sabe que son ellos, ¿verdad?
—Doctor, ¿cómo sabe usted que su padre es efectivamente su padre?
—No sé…
—Porque se lo ha dicho su madre.
—Una madre no miente sobre esas cosas.
—No. Pero puede equivocarse.
Marie escucha los murmullos de Río de Janeiro aplatanada por el calor húmedo del verano. El ronroneo de los aparatos de aire acondicionado. El soplo de aire helado envolviendo su rostro. A lo lejos, de fondo, música y sonido de voces. El rumor de las playas de Copacabana y de Ipanema. Los cariocas han invadido la arena blanca y comen brochetas de gambas sazonadas con una pizca de guindilla y unas gotas de limón verde. A Marie se le hace la boca agua al pensar en el sabor de las gambas. Cuatro días atrás, después de desembarcar de un vuelo procedente de Berlín, había pasado por su hotel para ponerse el bañador y había ido a la playa de Ipanema a pie. El Pan de Azúcar a la izquierda, la bahía de Río, las favelas a su espalda, puñados de chabolas agarradas a los Morros como una lepra de chapa ondulada y de cemento. Las mil colinas de Río.
Marie había dejado el bolso sobre la arena ante la mirada divertida de un grupo de cariocas de piel cobriza, que le habían explicado que tenía que enterrar sus cosas si no quería que se las robaran.
Ella sacó una toalla y una crema solar barata con la que embadurnó su piel blanca. Luego, saboreando la quemazón de la arena bajo sus pies, caminó hasta el mar, cuyas frescas aguas le envolvieron los tobillos y las pantorrillas. Recordaba que el agua se cerraba alrededor de su cintura como una caricia. Se había abierto paso a codazos entre la muchedumbre de bañistas y reía con ellos sintiendo cómo las olas golpeaban sus pechos y sus hombros. Olía a sal y a pescado.
—Cuando me desperté, después de estar seis meses en coma, empezaron a perseguirme visiones de asesinatos. Niñas desaparecidas y asesinos. Un psiquiatra de Santa Mónica me explicó que esas cosas sucedían a veces. El síndrome mediúmnico reaccional. Mala suerte.