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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (41 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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El cuerpo del negro se quedó dormido en su asiento mientras Troy/Kassam bajaba del autocar y se dirigía a un local de comida rápida para pedir una hamburguesa y un agua con gas. Después de comprar un billete, montó con toda naturalidad en otro autocar Greyhound que salía para Las Vegas.

Media hora más tarde, los reguladores llegaban a la parada de Barstow. Habían perdido una hora informándose antes de continuar hacia el sur y alcanzar el autocar a unos cuarenta kilómetros de Los Angeles. En el interior encontraron el cadáver del negro gordo, cuyo cerebro ya estaba frío. En el momento en el que los reguladores anunciaban a Brannigan que habían perdido el rastro del fugitivo, el autocar que transportaba a Kassam dejaba atrás Mesquite y proseguía hacia el norte.

Kassam se encerró en unos lavabos y engulló el cerebro de Troy con un chute de protocolos. Desde entonces, soñaba despierto admirando las Rocosas que desfilaban tras la ventanilla mientras la droga llenaba sus células.

El reloj de pulsera que le ha puesto en la muñeca a su nuevo amigo emite una señal sonora. Burgh sonríe al ver que los números se detienen en una serie de ceros. Fin de la cuenta atrás, inicio de la contaminación. Kassam cierra los ojos y se concentra. Ha llegado el momento de buscar a Ash.

99

Ash inspecciona el aparcamiento del motel de Clarksdale a través de los cristales tintados de la limusina. Llevaban viajando toda la noche por las carreteras repletas de baches que bordeaban el Mississippi en dirección a Memphis. En vano. Cuando el chófer lo despertó, Ash se desperezó y escuchó el boletín informativo que llenaba el habitáculo. Un periodista local anunciaba una invasión de avispones en un motel mugriento situado en la entrada de Clarksdale. Miles de insectos se habían metido por los conductos de ventilación y se agolpaban en una de las habitaciones del establecimiento. Ash sonrió al tiempo que tocaba al chófer en el hombro.

—Ahí es donde vamos.

Circularon a toda velocidad hasta el motel. La limusina se detiene entre los vehículos de la televisión local y los de emergencias. Ash examina desde lejos a los clientes congregados en el aparcamiento. Gesticulan mientras explican por enésima vez a los policías cómo empezó la invasión. Los heridos, una decena en total, han sido evacuados al hospital de Clarksdale. Un poco apartados, hay dos cadáveres tendidos bajo sábanas blancas. Ash presencia los esfuerzos de las unidades de desinsectación, que han optado por llenar de humo el establecimiento y capturar a los avispones con redes de malla fina. La habitación de la que ha partido la invasión ha sido sellada con tablas. Ash mira cómo los exterminadores inyectan veneno a través de las rejillas del aire acondicionado, por donde sale una larga espiral de avispones que caen como una brusca lluvia sobre los parabrisas y provocan una oleada de gritos en el aparcamiento. Los bichos atrapados en la habitación mueren con un zumbido amortiguado. Ash reprime un bostezo y hace una seña al chófer indicándole que deje el motor en marcha. Mientras baja de la limusina, envía un impulso mental al grupo de clientes en pijama. Una lluvia de pensamientos le responde: extractos de emisiones por cable, abrazos viscosos, chorros de orina cayendo en la taza de los váteres, una pareja con un niño negro, los avispones…

Ash empuja la puerta de la recepción, donde están terminando de entrevistar al propietario del motel, que responde gesticulando. Una mente simple. Ash suspira. Siempre resulta más difícil con las mentes simples. El reportero sale. Ash cierra la puerta tras de sí sonriendo al propietario.

—¿Es usted periodista?

—Sí.

—No tiene pinta de periodista. Más bien tiene pinta de pistolero.

—Sí.

—¿Para qué periódico trabaja?

Ash hace una mueca. Ha perdido la costumbre de hablar en voz alta. Envía un breve impulso mental y ve brotar unas gotas de sangre de la fosa nasal derecha del hombre.

—¡Lo que faltaba! ¡Y ahora me sale sangre de la nariz!

—Sí.

Ash mira fijamente al cretino, que se limpia con el dorso de la mano.

—Tengo cinco preguntas que hacerle.

—Le escucho.

—Pregunta número 1: ¿En qué habitación empezó la invasión?

—¡Tenía que haberlo visto! ¡Miles de esos bichos asquerosos en mi establecimiento! Increíble, ¿verdad?

Otro chorro de sangre.

—¡Me cago en la puta! ¿Por qué me sale sangre?

—Es un juego: si responde, no sangra; si se anda por las ramas, sangra. ¿Le repito la pregunta número 1?

—No, no. Habitación 21 A.

—Bien. Pregunta número 2: ¿Quién reservó esa habitación y cuándo?

El tipo consulta el registro con cuidado para no manchar las páginas.

—El señor Hicks.

—¿X?

—No, Hicks.

—Da igual. ¿Cuándo?

—Anoche, a las nueve.

—Pregunta número 3: ¿Iba acompañado?

—Sí. Pidió una cama doble y una supletoria para un niño.

—¿Vio quién lo acompañaba?

—Una mujer y un chiquillo esperaban en el aparcamiento.

—¿Un chiquillo o una chiquilla?

—¿Y qué más da? ¡Ay! Vamos, hombre, no se ponga así y dejé de hacerme sangrar…

—Pregunta número 4: ¿Están todavía aquí?

—Con esos avispones, si todavía están aquí, habrán muerto.

—Le haré la pregunta de otro modo: ¿Ha comprobado si su coche todavía está aquí?

—¿Debería haberlo hecho?

Ash saca tres fotos de uno de sus bolsillos y se las muestra al hombre.

—Pregunta número 5: ¿Se parecían a estos?

El hombre se inclina sobre las fotos frunciendo el entrecejo. Ni siquiera parece reparar en las estrellas de color rojo que resplandecen sobre los retratos de los fugitivos. Ash afloja un poco la presión. Ese es el problema con los idiotas: hay que empujarlos muchísimo.

—Déjeme a mí. Responderé por usted.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Ash cierra los ojos y penetra en la mente del propietario del motel, que deja escapar un gruñido de dolor. Explora sus pensamientos y recorre sus recuerdos rápidamente. Imágenes de béisbol, de bolsas de patatas fritas, de películas pornográficas y de tatuajes. Y los avispones. Ash hace una mueca. Falta un minúsculo trozo de memoria que no consigue leer. Varias neuronas del hombre estallan con un ruido húmedo cuando el agente fuerza la barrera mental. A través de una especie de bruma, Ash distingue la recepción del motel. El sol se ha puesto. Son las 21.30, entra un hombre vestido con un mono Osh Kosh. Su figura se ve borrosa. Es gordo y calvo, y lleva gafas de miope. Nada que ver con Walls. Sin embargo, Ash continúa buscando. No comprende la razón de esas interferencias mentales. Las venas del dueño del motel se hinchan bajo la presión. Hay que darse prisa. Pasa revista a las últimas imágenes. El tipo gordo del mono firma en el registro y guarda en el bolsillo las llaves de la habitación 21 A. Antes de alejarse, inspecciona la memoria del propietario. Ash abre los ojos sonriendo. Por la boca del tipo escapa un hilillo de baba mezclada con sangre. Le han saltado los plomos.

Ash regresa al aparcamiento y examina los vehículos estacionados. Tal como esperaba, no hay ninguno con el número de matrícula que Walls anotó en el registro. Seguramente era falsa. Un bombero se asoma por la barandilla del segundo piso. Anuncia a sus compañeros que los avispones están muertos y que la habitación estaba vacía. Ash sube a la limusina y se concentra para mandar un mensaje mental a su jauría. Ordena a sus agentes que se dirijan hacia Clarksdale y cierren todas las carreteras que conducen a ese lugar. Va a desconectarse cuando la voz de Burgh resuena en su mente como el trueno de Dios.

—¿Ash?

—¿Señor…?

—¿Dónde está?

—En Clarksdale, en el estado de Mississippi.

—¿Tiene a la niña?

—No, señor, pero no tardaré mucho en tenerla.

—¿Ash…?

—Diga, señor.

—Explíqueme cómo es posible que una cría de once años consiga escapar de una treintena de agentes atiborrados de drogas.

—Porque ya no está sola, señor. La acompañan el doctor Walls y un agente del FBI. Una mujer.

—¿Se da cuenta de lo que pasará si la Fundación o los federales encuentran a esa niña antes que nosotros?

—Soy consciente de ello, señor. Pero está cerca. Siento su presencia. He congregado a nuestros agentes. No pueden escapar.

—Estaré en Memphis pasado mañana. Reúnase conmigo allí. Como en los viejos tiempos, nos sentaremos en la terraza de un Starbucks. Pediremos un capuchino y unos
brownies
. Yo le preguntaré: «¿Ya está?». Usted me contestará: «Sí». Yo le preguntaré: «¿Está seguro?», y usted me enseñará las fotos qué habrá tomado de los tres cadáveres antes de quemarlos hasta reducirlos a polvo. Si no es así, le retiro las inyecciones de protocolos y acabará sus días debajo de un puente, entre los vagabundos de Memphis, torturado por el mono hasta morir. ¿He sido suficientemente claro, Ash?

—Sí, señor.

Mientras la limusina arranca en dirección a Clarksdale, Ash desdobla un pañuelo y escupe el coágulo de sangre que le obstruye la garganta. Consulta su reloj de pulsera. La cuenta atrás indica que han pasado dos horas y siete minutos desde el inicio de la contaminación.

100

—¡Tengo hambre!

—Más tarde, cielo.

—Tengo hambre ahora, no más tarde.

—¿Por qué no haces aparecer una hamburguesa con un chasquido de los dedos?

—Pff…

Marie sonríe a Holly por el retrovisor. Conduce con una mano mientras sostiene un cigarrillo con la otra. Una hora antes estaba en un establecimiento de vehículos de ocasión a la salida de Clarksdale, donde había conseguido endosarle al vendedor la vieja camioneta de Chester. Había tenido que añadir cuatrocientos dólares en efectivo para convertirse en la afortunada propietaria del Impala herrumbroso con el que se dirigen lo más deprisa posible hacia el norte. Acaban de pasar Friars Point y toman las carreteras secundarias que bordean el Mississippi.

—¿No me habías dicho que la residencia estaba a la salida de Clarksdale?

—Te dije eso porque eres un mutante, Gordon, y cada vez que piensas, nuestros enemigos pueden oírte.

—Entonces, ¿adónde vamos?

—A Chicago. No, a Miami. No, a Fairbanks, en Alaska.

—Marie, esto no puede seguir así.

—¿Ah, no?

Marie se vuelve hacia Gordon.

—Cariño, soy agente del FBI desde hace un montón de tiempo y sé reconocer a un panoli cuando lo veo.

—No comprendo.

—¿Qué le dijiste al dueño del motel?

—Nada. Me registré con un nombre falso y cogí las llaves.

—¿Eso es todo? Está bien, haré la pregunta de otro modo: ¿Qué le hiciste al dueño del motel?

—¡Marie, tenía que asegurarme como fuera de que los recuerdos de ese tipo estaban limpios!

—¿Todavía no te has dado cuenta de que los vampiros que nos persiguen tienen el mismo poder que tú?

—¿El de leer los recuerdos? Eso no es un problema; iba disfrazado.

—¿Estás diciéndome que no son capaces de descubrir el impulso que le enviaste a ese tipo?

—Ehhh…

—Lo que yo decía. Se confirma que eres un mutante panoli.

—¿Marie…?

—¿Sí?

—¿Podrías dejar de llamarme imitante delante de Holly?

—No. Oye, cielo, ¿te parece que «mutante» es una palabra graciosa?

—¿Qué es una niña telépata?

Marie suspira al tiempo que pega una rascada con el cambio de marchas del Impala. Acaban de entrar en un pueblucho llamado Gerald. Las aguas del Mississippi a la izquierda, un viejo caserón Victoriano rodeado de árboles a la derecha. Un cartel indica:

LAS HOJAS MUERTAS

Residencia privada

Marie cruza la verja y se adentra en el camino de grava que serpentea a través del parque en dirección al caserón.

—Bien, queridos míos, a partir de ahora, dejad de pensar y jugad una partida mental de Scrabble para evitar enviar señales en todas direcciones. Solo necesito estar veinte minutos aquí. Después, nos largaremos.

Marie frena suavemente delante de la entrada y se vuelve hacia la niña.

—¿Cielo…?

—¿Sí?

—Tienes terminantemente prohibido utilizar tus poderes, si no, tío Gordon se enfadará. ¿De acuerdo?

—¿Puedo ir contigo?

—No, cariño.

—¿Por qué?

—Porque esto está lleno de viejos que huelen a pipí y si dejas a uno de ellos frito se armará un buen lío.

—Te juro que lo de los avispones no lo hice adrede.

—Lo sé, cielo, por eso no puedes venir.

—Marie, por favor. Me portaré bien.

—¿Qué haces, Holly?

—¡Nada! ¡Te lo juro!

—¿Estás enfadada?

—No. Estoy triste. ¿Por qué?

—Porque la temperatura está subiendo.

—No… no sé cómo parar esto.

Los labios de Holly tiemblan, gruesas lágrimas caen por sus mejillas. Marie nota que se le hace un nudo en la garganta. Se da cuenta de que no ha dedicado ni un segundo a consolar a la chiquilla para ahuyentar el horror de lo que había pasado en la habitación.

—Ven aquí, preciosa.

Marie tiende los brazos hacia Holly, que pasa por encima de la palanca del cambio de marchas y se acurruca contra ella. La agente la acuna acariciándole suavemente el pelo.

—Soy un monstruo, ¿verdad?

—Te prohíbo que digas que eres un monstruo, ¿me oyes? No eres un monstruo, eres simplemente un adorable coñazo.

Holly intenta reír a través de las lágrimas. Sorbe por la nariz.

—¿Qué pasará si puedo provocar una inundación simplemente mirando un grifo, o si hago explotar todos los televisores en una tienda solo porque intento cambiar de canal con la cabeza?

—Te enseñaremos a controlar eso. Lo que tienes que hacer es intentar evitar hacer las cosas con el pensamiento. Debes seguir utilizando las manos. ¿Comprendes?

—¿Es verdad que soy un coñazo?

—Sí, cielo, es verdad. Pero me gustas así.

—¿Marie…?

—¿Sí?

—No quiero seguir siendo un chico.

Marie contempla el fino rostro de la chiquilla bajo la gorra de béisbol con la visera hacia atrás. Examina sus vaqueros demasiado anchos y la camiseta de Gap que ciñe sus redondeces incipientes. Le pone la gorra con la visera hacía delante y le da un beso en la nariz.

—De acuerdo. De todas formas, no hay nada que se parezca menos a un chico que una jovencita tan guapa como tú. Ahora, sal y espérame fuera.

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