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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (36 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Agente especial Marie Parks. Médium, bisexual y alcohólica. Hija de un asesino en serie y también ella asesina. Dejó morir a su hermano menor adoptivo y a su propia hija. Ultima relación estable conocida: Archibald, su oso de peluche, al que desgarra con los dientes desde su estancia en el psiquiátrico. Hará lo mismo contigo, Holly. Te mimará y, cuando beba más de la cuenta o se harte de tus caprichos, se tumbará encima de ti y te desgarrará con los dientes.

—Suelta el arma o te frío.

Marie vigila el dedo del viejo negro sobre el gatillo. Espera que se curve para disparar.

—¿Te das cuenta de la suerte que tienes, querida Holly? Tu nueva madre es una asesina alcohólica. Oye, Chester, ¿es este tu nuevo ejército de Guardianes?

—Libera su mente, Ash. Libérala y toma la mía.

—Buen intento, viejo, pero no estoy tan loco para violar tu santuario mental y para… Walls… ¿Qué haces, Walls?

Marie se vuelve hacia Gordon. Una ligera sonrisa estira sus labios. Parece que murmura algo. Está haciendo retroceder la mente de Ash justo lo necesario para que Shelby recupere el control. Imposible ir más lejos, ya que el viejo negro sangra y un impulso potente haría estallar su cerebro.

—Tu turno, Shelby.

La Glock se aparta despacio de la frente de Chester. Shelby suda a mares. Le tiemblan los brazos como si llevara un peso descomunal.

—No tienes ninguna posibilidad contra mí, Shelby —dice Ash con voz sibilante. Tiene miedo.

La voz de Shelby, en cambio, es ronca.

—¿Lo tienes, Gordon?

Walls asiente moviendo despacio la cabeza. Acaba de bloquear la mente de Ash en la del viejo negro, que lucha con todas sus fuerzas para dirigir el arma contra sí mismo. La boca del cañón se acerca a la suya. Shelby deja escapar un sollozo. Lágrimas de sangre corren por sus mejillas mientras Ash se esfuerza en destruir su cerebro. El arma de Marie va de Shelby a Walls. La Glock se adentra entre los labios del viejo negro. La joven apenas tiene tiempo de poner una mano sobre los ojos de Holly. La detonación restalla. Justo antes de que Shelby dispare, Marie ha visto cómo se apagaba el brillo de odio puro de su mirada. Estrecha a la niña contra sí mirando al viejo Chester.

—¡Creía que los santuarios eran inviolables! —El poder de las Reverendas decrece. Tienen que irse. Tienen que ponerse en marcha sin perder un minuto.

90

Desplomado en el asiento trasero de la limusina, Ash se incorpora y vomita en el suelo. Estaba tan ocupado intentando acabar con Holly que no había detectado a tiempo la maniobra de Walls. Los dos minutos más largos de su vida.

Se esfuerza en ralentizar su ritmo cardíaco. Walls había cerrado todas las puertas salvo una. Miles de puertas atrancadas y una sola accesible. Ash la encontró en el último segundo. En la última fracción de segundo, en realidad, justo en el momento en el que la bala de 9 milímetros salía del cañón para destrozar el paladar de Shelby. Ash hace una mueca. Huele a pólvora y a carne carbonizada. Se ha llevado consigo las sensaciones olfativas y el dolor. Un mensaje nervioso compacto que se ha propagado por sus neuronas. Un nanosegundo más y la vibración hubiera devastado sus tejidos cerebrales. Ash se estremece al pensarlo. Habría muerto a la vez que Shelby. Un envoltorio vacío en el asiento trasero de una limusina de la Fundación.

Apretando un torniquete alrededor de uno de sus brazos, se inyecta un protocolo de reparación. El dolor empieza a remitir. Queda el olor a carne chamuscada, que permanecerá semanas en los senos de su cráneo. Indica al chófer que arranque. Cierra los ojos. Está agotado.

91

El Chalet, cuartel general de la Fundación

Hace quince minutos que Brannigan vigila a los asistentes. Modula su elocución y juega imperceptiblemente con las frecuencias siguiendo rigurosamente sus notas. Veinte minutos de un ejercicio peligroso antes de dejar paso al nuevo presidente de la Fundación. Un discurso ansiógeno cargado de palabras estímulo destinadas a provocar reacciones de estrés imposibles de manejar para unos cerebros contaminados. Brannigan acaba de pronunciar varias en una misma frase. Hace una pausa y examina las expresiones de pánico que se leen en algunos rostros. Las miradas se entrecruzan, se interrogan. Brannigan está exultante. Esos estúpidos arrogantes han comprendido por fin que no son más que jefes títeres, peones de un millón de dólares al año con coche y alojamiento a cargo de la empresa. Han comprendido que sus lujosos despachos montados en las capitales más bonitas del mundo son un simple decorado, un bello acuario para grandes peces bien cebados. Ahora saben que sus casas están repletas de micrófonos, así como sus yates y los suntuosos apartamentos que la Fundación pone a su disposición en las estaciones de deportes de invierno más exclusivas del planeta. Hace años que los reguladores los vigilan y lo saben todo acerca de ellos: sus pecados, sus vicios, las consumiciones que toman en sus clubes privados, sus relaciones, sus pequeñas manías, sus existencias vacías y sus pesares.

Brannigan interroga a sus reguladores con la mirada. Nada que mencionar por el momento. Pasa a las palabras que activan los Protocolos 15 a 17. Los más peligrosos. Desgrana las frases una a una recordando los diferentes artículos del reglamento interno que los expertos han vuelto a formular a su conveniencia.

—Artículo 28 y siguientes. Les ruego que vayan a las páginas de los artículos correspondientes que han firmado con su sangre.

Brannigan observa a los asistentes. Algunos directores sonríen nerviosamente ante lo que creen que es una broma de mal gusto La mayoría de ellos se revuelven en el asiento hojeando las cuatrocientas páginas del reglamento. Creyendo haber detectado un movimiento anormal, un regulador pendiente de su auricular hace una discreta señal a Brannigan. Este último prosigue:

—Artículo 28. Las modificaciones son las siguientes, el resto no cambia: «El personal directivo de la Fundación está obligado al máximo secreto, tanto en la esfera profesional, en lo que se refiere a la gestión de las relaciones entre servicios, cuanto en la esfera privada, donde le está estrictamente prohibido hablar con sus allegados sobre cualquier expediente. Le está igualmente prohibido beber alcohol en público, consumir sustancias desinhibidoras, nadar entre los tiburones o comer perro crudo».

Una señal sonora en el auricular de Brannigan. Le confirman que la vibración mental aumenta en el cuarto posterior izquierdo de la sala. El jefe de seguridad alza los ojos en dirección a una decena de directores sentados en butacas alineadas ante una pared decorada con las fotografías de los primeros dirigentes de la Fundación. Parecen tranquilos. La mayoría de ellos toman notas. Algunos escuchan religiosamente.

—Artículo 29. Las modificaciones son las siguientes, el resto no cambia: «Las esposas y los maridos del personal directivo de la Fundación también están obligados al secreto. La Fundación no fomenta el matrimonio y prohíbe formalmente toda aventura extraconyugal. Los directores y directoras que sientan esa necesidad podrán requerir los servicios de profesionales del sexo, pero les está estrictamente prohibido entablar una relación con un desconocido o una desconocida. En lo que se refiere a un cónyuge que haya descubierto un secreto del grupo, es responsabilidad de un director o una directora de la Fundación destriparlo y devorar sus intestinos».

Al levantar la cabeza, Brannigan sorprende una expresión de asco en la mayoría de las miradas. Otras expresan incomprensión, incomodidad o una excitación morbosa. Su atención se centra en el rostro, al fondo de la sala, de una mujer guapa, rubia, de unos cuarenta años. Miranda Stern, directora de la Fundación en Indonesia, que sonríe mientras bebe sus palabras. Un chisporroteo en el auricular de Brannigan. El regulador confirma que la vibración procede de ese sector.

—Artículos 30 y 31. «Los hijos del personal directivo de la Fundación también están obligados al secreto. Si no tienen la edad suficiente para comprender esta noción, es responsabilidad exclusiva de los padres asegurarse de que su progenie no tenga acceso a los expedientes sensibles. Si, pese a todo, un niño accede a ellos por algún medio, podrá ser ahogado en una bañera, o asfixiado con una bolsa de plástico, o incluso desmembrado.»

El jefe de seguridad alza los ojos hacia Miranda. De las fosas nasales de la atractiva rubia salen don hilos de sangre.

—¿Qué opina usted, señora Stern?

—Bueno, ya sabe lo difícil que es criar a los hijos hoy en día.

Todas las miradas convergen ahora en la directora en Indonesia, cuya voz se quiebra al pronunciar algunos sonidos. Sus vecinos se remueven en los asientos. Algunos se aflojan la corbata, otros se secan la frente.

—¿Usted tiene?

—¿Qué?

—Hijos.

Miranda sonríe de una forma extraña.

—Sí, dos.

—¿Los quiere?

—No.

—¿Por qué?

—Los niños son muy sucios.

—¿Más sucios que los peces de colores?

—Más sucios que los asquerosos caniches, querrá decir. Más sucios que unos asquerosos caniches llenos de gusanos.

Los directores que están junto a Miranda se levantan. Brannigan prosigue su interrogatorio repitiendo las preguntas que su especialista le dicta a través del auricular. Atrae la atención de Miranda mientras los reguladores se acercan a ella por detrás.

—¿Estaría dispuesta a matarlos?

—¿A quiénes? ¿A mis asquerosos caniches?

La mirada de la directora en Indonesia se vuelve turbia. Se nota que está luchando.

—Sueño todas las noches con ello. A veces entro en su habitación y les miro el cuello. Sueño que cojo un cuchillo de cortar carne y que les rebano el cuello mientras duermen.

Unos gritos de horror se elevan en la sala mientras el bonito cabello rubio de Miranda empieza a volverse blanco. Su rostro se funde, su piel se estira y empieza a chorrear como si fuese cera. Un regulador apoya el cañón de su arma contra la nuca de la mujer. Miranda se pasa las manos por el pelo y mira los mechones que se le quedan pegados a las palmas. Levanta los ojos hacia Brannigan. Su voz tiembla, se quiebra, se vuelve cada vez más ronca.

—No… no entiendo qué está pasando, se lo aseguro.

—No es usted bien recibido aquí, señor Kassam.

Una extraña sonrisa deforma los labios arrugados de Miranda. Una voz húmeda escapa de su garganta.

—Maldito Brannigan. De todas formas, ya he oído bastante.

Brannigan hace una seña al regulador. La detonación restalla. Luego ordena a su equipo que se lleven el cadáver de Miranda Stern y pregunta a sus técnicos si han localizado la fuente del impulso. Escucha la respuesta en su auricular y marca un número de emergencia en su teléfono móvil.

92

Burgh Kassam, tendido en su cama, se pone rígido y abre mucho la boca para aspirar aire como si estuviera ahogándose. El corazón, desbocado, le golpea el pecho. Se asfixia. Tiene que reducir a toda costa su ritmo cardíaco. Un torrente de dolor sube a lo largo de su nuca y se extiende como una telaraña por las sienes y la frente. Tiene la impresión de que cada uno de sus nervios está al límite, tensado como una cuerda a punto de romperse. Kassam entreabre los párpados y siente que unas oleadas de luz blanca atraviesan sus globos oculares como cuchillas. Se pasa los dedos por la cara. Excepto en la zona de los nervios, que le arranca un chillido de dolor, todo lo demás está insensible. La sangre se le hiela en las venas. Acaba de detectar unas pulsaciones anormales en la superficie de las meninges: decenas de aneurismas están formándose a lo largo de sus arterias. Se hinchan como globos de chicle y luego se deshinchan para inflarse de nuevo. Burgh comprende que se ha llevado consigo el rebote de Miranda y que eso es lo que está destrozándole las neuronas. Reprime un gemido. Sabe que no conseguirá hacer suficiente acopio de fuerzas para levantarse. También sabe que los reguladores han localizado su escondite y que no tardarán. El fin de Kassam.

Está decidido a presionar con todas sus fuerzas para hacer estallar sus meninges cuando un ruido espantoso atrae su atención. Como un trueno en plena montaña. Llaman a la puerta. El servicio de habitaciones. Entre las imágenes de caniches destripados y de niños degollados que atormentan su memoria, Kassam acaba de recordar que había pedido champán unos minutos antes de concentrarse en el Chalet. El mismo ruido atronador, mucho más fuerte. Burgh consigue articular una palabra confiando en que sea la correcta. La puerta se abre frotando la moqueta. Hace tanto ruido como una roca rodando sobre grava. Burgh hace una mueca. Cada sonido le arranca lágrimas de dolor. Debe aguantar como sea. Otro trueno. Una voz, tan potente y lejana como la de Dios. El camarero acaba de verlo tendido en la cama. Deja la bandeja sobre la mesa y se acerca.

—¿Señor…?

Burgh se esfuerza en no moverse pese al eco destructor del sonido que se refleja en su cerebro. Entreabre de nuevo los párpados y distingue una cara deformada que le parece muy próxima y a la vez a miles de kilómetros. En realidad, no es exactamente una cara, sino más bien un amasijo de moléculas que, juntas, forman un rostro. Kassam se da cuenta de que tanto la zona cerebral que rige su visión como la que rige su audición están dejando de funcionar.

—Señor, ¿está enfermo?

Burgh se esfuerza en comprender las palabras del camarero, pero los sonidos han perdido su significado. Confía en su olfato, que todavía conserva, y husmea el aliento del tipo. Un olor a hamburguesa y cerveza. Está muy cerca ahora. Se inclina. Como un escorpión, Burgh aguarda hasta tener a su presa al alcance. Sabe que solo dispondrá de una oportunidad. Agarra al joven del cuello y lo atenaza con los dedos a la altura de la tráquea, para neutralizarlo lo más rápidamente posible. Con la otra mano, palpa la nuca reluciente de sudor. El joven se ahoga, intenta desasirse. Es mucho más fuerte que el científico, pero malgasta su energía debatiéndose en lugar de defenderse. La sangre refluye ya de su cerebro. Kassam aprieta más. Sufre tanto que solo quiere clavar los dientes en los cartílagos y los tendones que ceden bajo sus dedos. Se contiene. El joven se ahoga. Los labios ya se le están amoratando y los ojos se le están tiñendo de rojo. Su cuerpo se crispa y, tras emitir un último gorgoteo, cae, inerte.

Burgh afloja la presión y concentra sus fuerzas en transferir todos sus datos mentales al cerebro de su víctima. Un último impulso mientras los aneurismas ceden uno tras otro. Luego, Burgh ve cómo su cuerpo se desploma sobre la cama, con la cara manchada de sangre y los ojos desorbitados. Se incorpora y analiza los contornos de su nueva envoltura. Se llama Andrew Billings y reside en el 105 de Durango Drive. Tiene dos gatos y vive con su madre. Ha estacionado su Lincoln rojo en el aparcamiento del casino.

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