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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (33 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—¿Su tío?

—Sí, ya sabe, hermano de su madre o de su padre.

—SÍ.

—¿De su madre o de su padre?

—¿Su padre?

—¿Entiende las preguntas que le hago?

—Sí.

Crossman frunce el entrecejo. Hay algo raro en los ojos de ese hombre. El jefe del FBI hace una mueca al sentir una punzada de dolor en la cabeza.

—Es muy negra para ser su sobrina, ¿no le parece?

Kano acaba de comprender que el hombre que tiene enfrente no oye el mensaje mental que está enviando, así que lo pronuncia en voz alta:

—Nací en 1670 en la colonia de Old Haven, en Maine. Tengo dos hermanos, Cyal y Elikan. No tenemos hijos. Somos los servidores del Agua.

—¿Le parece divertido?

Kano se dispone a jurar que no cuando de repente se abre la puerta de los lavabos. Marie le dice a Holly que se lave bien las manos; luego coge a Kano de un brazo y le murmura, furiosa:

—¿Kano…?

—¿Qué?

—Que hagas el tonto con una niña de once años, pase, pero ahora se trata del jefe del FBI. Puede decidir poner a Holly en manos de los servicios sociales y encerrarte de por vida en una celda acolchada. ¿Es eso lo que quieres?

—¿Representa una amenaza para la niña?

—Potencialmente, sí.

Marie ve que Kano se concentra.

—¿Qué haces?

—Intento comprender.

—Muy mala idea. Lleva a Holly al coche. Enseguida me reuniré con vosotros.

—¿Holly…?

—Kano, deja de fruncir el entrecejo. Sé que estás preparando un impulso de neutralización. Si cometes ese error, Holly está perdida. ¿Comprendes?

Las arrugas que surcaban la frente de Kano desaparecen. Coge a Holly de la mano y vuelve con Cyal y Elikan. Mientras el mago hace subir a la niña en la camioneta, Marie observa cierta inquietud en los agentes de Crossman. Unos hacen muecas, otros se masajean las sienes. La joven suspira. Esos estúpidos con abrigo blanco están removiéndoles las meninges. Crossman se reúne con ella en el aparcamiento.

—Marie, tenemos otro problema.

—Me importa un huevo.

—Hemos encontrado a cuatro desconocidos carbonizados en el aparcamiento del aeropuerto de Jackson. Transportaban una caja blindada que contenía unos frascos vacíos y volvían de dar la vuelta al mundo.

—¿Y qué?

—Su descripción se corresponde con la de los asesinos que algunos testigos vieron en los lugares donde los científicos del proyecto Idaho Falls fueron asesinados.

—¿Qué contenían los frascos?

—Si tomaron la precaución de utilizar una caja hermética, supongo que no era para transportar muestras de un desodorante revolucionario.

—¿Crees que los dos casos están relacionados?

—Eso es lo que me temo. Por eso quisiera que continuases investigando.

Crossman tiende a Marie un grueso sobre con las siglas impresas del FBI.

—Dentro encontrarás un informe completo, así como una lista de todos los científicos que han tenido acceso a informes relacionados con una momia descubierta durante las pruebas nucleares del proyecto Manhattan. La mayoría de ellos han muerto en extraños accidentes. Los demás están bajo la protección del gobierno. Hace años que se esconden. Ve a verlos y te contarán qué pasó.

—¿Has oído que tenía intención de dimitir?

—¿Marie…?

—¿Qué?

—Deja el móvil conectado por si necesito ponerme en contacto contigo.

—Ni lo intentes siquiera. Te llamaré yo.

Marie monta en su coche. Va a añadir algo, pero cambia de opinión y hace girar la llave de contacto. Crossman mira cómo se aleja. Le gustaría que sintiera lo que siente él. Espera que le dirija una mirada por el retrovisor, pero ella se incorpora a la 10 en dirección al norte y acelera. Un agente se acerca al director y le tiende un teléfono móvil.

—Crossman al aparato.

—Agente especial Barnes, señor. Las noticias no son buenas. He comprobado los pasaportes de los desconocidos. Los sellos corresponden. He interrogado también a las grandes compañías internacionales. Les he preguntado si habían tenido reservas de ese tipo en los últimos días. Billetes con enlace para vuelos entre varias grandes ciudades a intervalos de tiempo cortos.

—¿Cuál ha sido el resultado?

—He encontrado una treintena.

—Dios mío, ¿una treintena?

—Treinta y cinco, para ser exactos. Hemos confirmado los diferentes destinos. Forman una red compacta que cubre la totalidad de los grandes núcleos urbanos del planeta. En todos ellos, los tipos en cuestión solo se detuvieron unas horas en espera del siguiente vuelo.

—Dime que se quedaron en la zona de tránsito.

—Negativo, señor. Una limusina con chófer los esperaba en todas las etapas. Hemos pedido los itinerarios a las compañías de alquiler. Se hicieron pasar por hombres de negocios que contaban con muy pocas horas para firmar un puñado de contratos antes de embarcar de nuevo. Hicieron un gran recorrido en cada ciudad: centros de negocios, lugares turísticos y zonas populares como los zocos, las favelas o los gigantescos barrios de chabolas que rodean las megalópolis.

—¿Tenemos los resultados del frasco?

—Todavía no.

Un silencio. Voz de Barnes:

—¿Qué hacemos, señor? ¿Esperamos?

—Ya hemos esperado demasiado.

Crossman devuelve el móvil a su agente.

—Llame urgentemente a Ackermann al gabinete de Presidencia. Dígale que hemos entrado en alerta terrorista de nivel 1. Dígale también que despego inmediatamente para Washington.

85

Instalado en la parte trasera de la limusina que acaba de detenerse en el aparcamiento de Parchman, Ash intenta conectarse a la mente de Kassam para transmitirle un informe. Busca en el octavo sótano de Puzzle Palace y capta un largo chisporroteo, como una banda de radio vacía. Explora el resto de la base en busca de cualquier mente viva: los militares en los primeros niveles o los investigadores en los pisos inferiores, reservados a la Fundación. Frunce el entrecejo. Absolutamente ningún cerebro en actividad en el complejo. Acaba detectando una forma viva y primitiva que se desplaza por los corredores del nivel 7. Una rata. Ash se introduce en su mente. La boca del roedor se abre y deja escapar un largo chillido de dolor. Ash le envía pequeños impulsos de relajación hasta que toma el control de sus funciones motrices y le ordena que vaya por la escalera de incendios para recorrer las diversas plantas.

Ash siente que se le hiela el corazón al descubrir los cadáveres de los investigadores de la Fundación. La mayoría de ellos se han desplomado sobre su mesa en medio de sus instrumentos de trabajo. Otros han caído fulminados en los pasillos. Tienen la expresión de terror de aquellos que saben que se mueren. Se han llevado las manos al cuello, como si de repente hubieran empezado a asfixiarse. Algunos se han arañado profundamente la cara intentando arrancarse la piel. Otros parecen haber sido abatidos por los soldados. Todos tienen el cuello y la cara hinchados. Ash reconoce los daños provocados por la cepa K, un neurotóxico que hace estallar la envoltura de las células y la pared de las arterias.

Ash sale de la mente del roedor y regresa a su cerebro. Amplía el campo de búsqueda y acaba encontrando el rastro de Kassam en la ruleta del casino Four Queens de Las Vegas en el momento en el que arrambla con el dinero de las apuestas entre el ruido de las máquinas tragaperras y el guirigay de los clientes. Se estremece al percibir que la locura se extiende por la mente de su jefe; ha sido él quien ha liberado el lote K.

Ash abre los ojos y examina otra vez el aparcamiento desierto de Parchman. A continuación, baja de la limusina y se dirige hacia las cristaleras. Sonríe con frialdad al guarda sentado en un taburete. El hombre lee una y otra vez la misma página de su revista porno mientras un hilillo de baba escapa de entre sus labios. En el mostrador de información, el enfermero de guardia mira su televisor portátil. Los impulsos de Walls se han cargado la antena, pero el infeliz no aparta los ojos de la pantalla cubierta de nieve. Ash contrae los puños cuando sus ojos encuentran la mirada vacía del enfermero. Acaba de detectar los restos de pensamiento que su mente todavía emite. Fragmentos de frases y de recuerdos. Walls lo ha llevado al máximo, como si fuera una olla a presión olvidada en el fuego. Y como no ha apagado el fuego al irse, hace horas que las neuronas de ese tipo revientan una tras otra. La tortura suprema, lo que indica que Walls se ha vuelto peligroso.

Ash explora los recuerdos del enfermero. Perfusiones, moribundos, bolsas de goma llenas de orina, fotos de mujeres en bañador, espasmos. El rostro de Walls. Un rostro deformado, defectuosamente retransmitido por las neuronas destrozadas. Walls se inclina hacia delante preguntando algo. Un gusto de sangre estalla en la boca del enfermero. Walls lo presiona. Está furioso. Nada más.

Neutralizando la vibración de rebote que intenta propagarse por sus neuronas, Ash visualiza la abultada vena que late bajo el cráneo del enfermero. Se concentra. La vena se hincha. Un chasquido húmedo. Los ojos del moribundo se tiñen de rojo mientras la sangre inunda sus meninges. Esboza una extraña sonrisa antes de desplomarse.

Segundo piso. Ash avanza por los pasillos rozando las puertas débilmente iluminadas por las luces de emergencia. Capta los pensamientos de los residentes. Cuánto sufrimiento, miedo y tristeza. Cuántos recuerdos. Cosas viejas que no consiguen morir. Algas.

Habitación 27. Ash empuja la puerta y olfatea el aire inmóvil. La cama está deshecha, la aguja del gotero que alimentaba al paciente está clavada en la almohada, sobre la que se extiende una mancha a causa del líquido. Ash compara la cadencia del gota a gota con el tamaño de la mancha. Sonríe: Walls lleva menos ventaja de lo que temía. Una corriente de aire agita los jirones de papel de regalo dejados en el suelo. Ash toma la salida de emergencia. El viento fresco y las ráfagas de lluvia le azotan la cara. Baja por la rampa de hormigón y se detiene en el centro del aparcamiento. Ahí se pierde el rastro de Walls y de su viejo. El agente de la Fundación se concentra para alcanzar el taxi en el que han subido. Unos flashes se reflejan en su mente. La lluvia que azota los cristales de un coche. El ruido de los limpiaparabrisas. Pegada junto a la radio, la placa con la matrícula y el nombre del conductor: Shelby Newton. La luz de los faros ilumina fugazmente un cartel indicador:
CARTHAGE, 3 MILLAS
.

Ash abre los ojos y manda un mensaje mental a las siluetas con abrigo oscuro que emergen de la bruma. Les dice que el blanco prioritario es la niña y que hay que eliminarla a toda costa. Los agentes montan en potentes motos y se dispersan en la noche. Ash entra en la limusina y ordena al chófer que tome la dirección de Carthage. Consulta su reloj de pulsera para saber cómo va la cuenta atrás: faltan treinta horas para que comience la contaminación.

86

Una brisa fresca y salada. Marie está de pie en el puente de Bay Bridge y respira los efluvios de San Francisco. Detrás de ella, cientos de coches vacíos forman un gigantesco embotellamiento. Ni el menor ruido, excepto el viento que silba enrollándose alrededor de los cables. Marie se adentra en el
skyway
que baja en suave pendiente hacia la ciudad. Oye el chasquido regular de sus zapatos que resuena en el silencio. Hasta donde alcanza su mirada, nada se mueve. Toma un intercambiador y se adentra en la Cuarta en dirección al centro de negocios. Al fondo, ve el bloque azul del
megastore
Apple. Detrás de las cristaleras del primer piso, innumerables cadáveres están desplomados sobre sus respectivos teclados. Decenas de cuerpos yacen en la calle o en las escaleras. Se han desplomado mientras esperaban su turno para enviar un último mensaje a sus seres queridos. Internet había resistido hasta el final. Hasta el último segundo.

Marie acaba de llegar al barrio de Chinatown. Las tiendas se han quedado abiertas. Los transeúntes han caído sobre los puestos de especias y han derribado los tarros de polvos multicolores, que la brisa dispersa. Pasa cerca del Pyramid Building y contempla los ascensores exteriores inmóviles en las fachadas de los hoteles como burbujas de aire. De pie tras las paredes de vidrio, los cadáveres parecen observarla con sus ojos muertos; hombres y mujeres trajeados, fulminados en unos segundos. Marie camina ahora por Columbus. Ni el menor rumor, salvo el grito de las gaviotas. Muy de cuando en cuando, capta el crepitar de una radio o el ronroneo de un electrodoméstico cuyas pilas todavía no se han consumido.

Marie se desvía hacia Fisherman's Wharf avanzando junto a los coches detenidos. Se diría que los semáforos se han apagado de golpe mientras el azote se abatía sobre la ciudad. Algunos coches han quedado atravesados; otros han chocado frenando bruscamente en los cruces. La mayoría de ellos están prudentemente alineados uno tras otro, con el conductor desplomado sobre el volante. Decenas de rostros contraídos. Mujeres aterradas que ni siquiera han tenido tiempo de soltar el móvil cuando han empezado a vomitar sangre negra. Hombres que se han destrozado los labios a causa del insoportable dolor. También niños, sujetos con los cinturones a sus sillitas, cuyos ojos resecos parecen seguir a Marie mientras avanza. Sale música de los habitáculos, donde los CD continuarán sonando hasta que se descarguen las baterías. Las radios que han quedado conectadas a las ondas chisporrotean en el vacío. La última emisora había dejado de emitir unas horas antes. KPFK en Los Angeles. Nadie entendía cómo había resistido tanto tiempo cuando era allí donde se había registrado el primer caso mortal en suelo estadounidense: una mujer embarazada de seis meses que regresaba de Sidney. Luego, con el paso de los días, habían estallado otros focos en las grandes ciudades, las localidades medianas y los pueblos.

Durante las últimas horas de emisión, los supervivientes de KPFK se habían relevado al micrófono. Estaban al límite de sus fuerzas. Decían que los perros y los cuervos habían tomado posesión de la ciudad de Los Angeles, donde ya nada se movía. Ni siquiera las hordas de policías rabiosos que hasta entonces habían peinado las calles ejecutando a los saqueadores y a los indigentes. Contaban que hacía casi una semana que nadie recogía los cadáveres. Al principio los apilaban en ambulancias que recorrían la ciudad. Después se habían encargado de efectuar la recogida los camiones de los servicios municipales de limpieza, y finalmente los del ejército. Fantasmas con trajes estancos que llevaban los cadáveres a los vertederos situados en las afueras de la ciudad, donde los arrojaban a hogueras. Los periodistas de la KPFK contaban que un denso humo negro había envuelto la ciudad. Luego, las hogueras se habían apagado y los cuerpos putrefactos se habían amontonado en las calles, en los balcones, en las terrazas y en los vestíbulos de los inmuebles.

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