Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Con los ojos entornados, Marie está a la vez en su coche y en medio de la muchedumbre. Ha entrado en el cuerpo de Holly. El elfo le sonríe, sabe que se acerca. Ella oye que murmura algo en medio del guirigay. La visión se desvanece. Marie siente que el corazón le da un vuelco; acaba de ver a lo lejos unos fogonazos a través de la lluvia. Un puesto de control del 1
er
batallón MSOB, las fuerzas especiales de los marines que acaban de volver de Irak. Creen que todavía están en Bagdad. Marie frena a unos metros de la barrera. Cuatro M-16 y una ametralladora ligera la apuntan. Un marine grita algo. Marie conecta el altavoz y dice que es del FBI. El tipo le ordena que apague el motor y ponga las manos a la vista sobre el volante. Ella obedece.
El hombre se acerca, protegido por otros miembros del comando. Su fusil de asalto apunta a la cara de Parks. Se pasa una mano por los ojos para retirar el agua que chorrea del casco. Sabe que si la riada de refugiados se rebela, el dispositivo aguantará como máximo diez minutos. Disparo quirúrgico, esa es la orden que ha recibido. Su trabajo es matar. No vacilará ni un segundo en abrir fuego al primer gesto de más. Marie permanece inmóvil como una estatua y ni siquiera lo sigue con la mirada cuando da la vuelta al vehículo. Una ráfaga de lluvia azota su rostro cuando baja la ventanilla y clava la mirada en los ojos metálicos del marine. Un teniente. Lee su nombre en su pecho: Kemper. Sus pupilas están muy dilatadas. Mantiene las mandíbulas permanentemente apretadas. Hace por lo menos tres días que no ha dormido y el muy cretino se atiborra de anfetaminas para aguantar el tipo.
—Documentación.
Marie tiende su identificación del FBI. Los labios del teniente Kemper hacen una mueca de desprecio. Un agente gubernamental no tiene ningún valor para él. Solo cuenta la orden de impenetrabilidad del dispositivo que acompaña el decreto de ley marcial. Y la ley marcial es él. Él y su fusil, con el que sigue apuntando al rostro de Marie mientras examina la identificación.
—¿Qué ha venido a hacer a este sector, agente especial Parks?
—Vengo a recoger un paquete humano en el Superdome.
—¿Tiene una orden de misión?
Marie tiende a Kemper una hoja de ruta que ha preparado en un motel antes de dejar atrás Jackson. Ha tenido que rebuscar entre sus sellos oficiales a fin de obtener un documento suficientemente convincente para que la dejen pasar en los puestos de control. La orden lleva el membrete de la dirección del FBI y la firma de Stuart Crossman y de Connor Fogharty, secretario de Defensa.
—Nadie va al Dome.
—Yo sí. A no ser que quiera usted explicarle a Fogharty que, su hija se ha quedado atrapada ahí dentro por su culpa.
El teniente retrocede. Las anfetaminas agudizan las reacciones. Marie va a tener que tranquilizarlo: no hay nada más peligroso que un combatiente que tiene miedo.
—Relájese, Kemper. Es una misión de rutina. Entro, calmo a la niña, salgo con ella y le cuento a Fogharty maravillas de usted.
Marie se muerde los labios mientras el teniente levanta el
walkie-talkie
para verificar la información que ella acaba de darle. Está a punto de jugarse el todo por el todo cuando los olores del Superdome invaden su mente. Ve de nuevo a la muchedumbre apiñada en las gradas. El elfo le sonríe. La utiliza para penetrar en la mente del teniente. La mirada de Kemper se enturbia. Baja la mano con la que sostiene el
walkie-talkie.
—¿Dice que solo entra y sale?
—Sí, teniente, así de sencillo. Las pupilas del oficial se dilatan cada vez más. Unas pequeñas venas rojas están apareciendo en el blanco de sus ojos. Lucha contra el mensaje mental del elfo. Levanta de nuevo el
walkie-talkie
y llama a las unidades que rodean el Dome para anunciarles que una agente del gobierno se dirige hacia allí para recoger un paquete prioritario. Les ordena que se pongan a su disposición. El 2ºbatallón MSOB da acuse de recibo. La mirada de Kemper se pierde en el vacío. Ni siquiera repara en el hilo de sangre que sale de su nariz y se diluye en las ráfagas de lluvia. Coge el salvoconducto plastificado que cuelga sobre su pecho y lo coloca en el retrovisor de Marie.
—Tiene dos horas. Pasado ese plazo, si no se ha presentado en el siguiente puesto de control con su paquete, el paquete será usted. ¿Está claro?
—Clarísimo, teniente.
A una señal del oficial, Marie avanza lentamente. Los cañones de los M-16 apuntan ahora a sus neumáticos. Echa un vistazo por el retrovisor; Kemper está inmóvil bajo la lluvia. Mira a lo lejos. Se encuentra en pleno rebote mental.
Instalado en el asiento trasero del taxi, Walls mira cómo se desliza la lluvia por los cristales de las ventanillas. El taxista ha tomado carreteras secundarias para evitar la riada de refugiados. Un negro viejo y muy delgado. Nació allí y conoce al dedillo los atajos de la región. Pese a la ausencia de carteles indicadores y a que el GPS no cubre el sector, conduce hábilmente su viejo Buick a campo traviesa dirigiéndose sin vacilar a los caminos de tierra. De vez en cuando echa un vistazo por el retrovisor para ver la cara de ese extraño cliente que subió a su taxi dos horas atrás.
Atrapado en los embotellamientos, Shelby volvía a su casa cuando alguien dio unos golpes en su ventanilla. Se volvió y vio a ese hombre. Tenía aspecto de llegar de no se sabía dónde, con aquella vieja mochila y una barba de varios días. Un extraño polvo rojo cubría su ropa. Polvo del desierto. Shelby había pasado sus últimas vacaciones recorriendo las carreteras de Utah. Quince días de camping en caravana con su mujer, Alice. Ese maldito polvo rojo… Le dijo que su jornada había terminado. El tipo lo miró con ojos raros. Los ojos de alguien que ha estado al borde de la muerte. Shelby había servido en la Guardia Nacional de Mississippi. Conocía esa mirada. Era la de los tipos a los que devolvían a la vida in extremis. Recordaba en particular a uno de ellos, un hombre de unos sesenta años que había evitado que una decena de excursionistas se ahogaran un día de tornado. Los bomberos no entendían cómo un hombre de esa edad había podido efectuar tantas idas y venidas antes de desplomarse en la orilla. Shelby se había inclinado sobre la camilla y había cogido la mano de ese tipo con la suya. En ese momento había sentido una especie de descarga eléctrica, como si el herido estuviera aspirando toda su energía. Aquello había hecho algo más que cambiar su vida. Había transformado el sentido de las cosas. Por eso, el viejo Shelby preguntó al desconocido adónde iba. Este respondió que a Crandall, cerca de la frontera con Alabama. Shelby sonrió. Alice iba a matarlo. Le había preparado buñuelos de gambas. Cuando el hombre había golpeado la ventanilla, ella acababa de llamarlo para decirle que se disponía a poner la sartén al fuego. Con la mirada perdida, el desconocido añadió que no llevaba ni un céntimo encima. Shelby se echó a reír mientras quitaba el seguro de la puerta. Ese resplandor en su mirada… Pero no era solo eso… Cuando se dejó caer en el asiento, Shelby intentó entablar conversación.
—Un mal día, ¿no?
—Un mal año.
Shelby sonrió.
—¿Va a buscar a su familia a Crandall?
—Voy a recoger a mi abuelo a la residencia de ancianos. —¿A LakeView?
—No, a la otra.
La otra era Parchman, un pudridero reservado a los que no tenían con qué pagar un seguro médico. Shelby meneó la cabeza mientras salía del caos circulatorio para atajar a campo traviesa. Alice llamó una decena de veces. A la undécima, Shelby desconectó el móvil.
Walls apoya la cabeza en la ventanilla. No había estado tan cansado en toda su vida. Cuando salió del estado de trance en el aparcamiento del aeropuerto, la formidable descarga emitida por su mente se había disipado. Quedaba un olor a quemado y una especie de campo magnético que vibraba sordamente en su cabeza. Como esas ondas que se perciben cuando se anda bajo una línea de muy alta tensión. Vio que los faros del coche habían explotado y que el capó se había combado por efecto del choque. Del parabrisas solo quedaban trocitos de cristal fundido. Él mismo había amortiguado el exceso de energía cuando la descarga había atravesado a los hombres de negro. Eso les había chamuscado los sesos y la piel de la cara hasta los hombros, y había dejado un olor a carne quemada y cabellos calcinados. Seguía saliendo humo de su nariz y sus orejas. Walls contempló las facciones de Prescott. Parecía que su piel se hubiera momificado y que su cráneo hubiera encogido. El cuello del abrigo se había fundido y en las ampollas que cubrían su epidermis se había incrustado cuero líquido. La vibración había hecho subir de golpe su termostato interno. Habían pasado de 37,5 a 375 grados en unos segundos y sus órganos se habían apergaminado como un filete de hígado olvidado en el fuego.
Walls cogió su mochila y bajó la rampa del aparcamiento hasta la Interestatal 20, donde se quedó un rato observando los monstruosos atascos. Escuchó los pensamientos de la gente. La mayoría de las personas procedían de Nueva Orleans, donde lo habían perdido todo. Los demás intentaban volver a su casa. Tenían miedo, estaban furiosos.
Walls centró su atención en los vehículos que tenía más cerca. Los pensamientos más apacibles provenían de ese viejo negro, sentado al volante de su taxi. Iba a dirigirse hacia él cuando notó que una bruma helada le invadía el alma. Volvió la cabeza hacia la izquierda e intentó atravesar la cortina de lluvia que azotaba la hilera de coches. Una berlina se acercaba en sentido contrario. Un Cadillac que venía del este. Tres hombres descansaban en el asiento posterior. Asesinos de la Fundación. El que conducía se llamaba Sarkis. Hacía horas que circulaba a tumba abierta por la 20 en dirección a Jackson. Estaba furioso porque no tenía noticias de Prescott. Un odio frío.
Mientras el taxi salía de la carretera para ir a campo traviesa, Walls apoyó la nuca en el reposacabezas. El Cadillac acababa de dejar atrás Brandon y Sarkis intentaba una vez más reunirse con Prescott. Walls miró las agujas de su reloj, que brillaban débilmente en la oscuridad. Las doce de la noche. Menos de una hora después, el tiempo necesario para que Sarkis encontrara los cadáveres y transmitiera la información a todos los servicios de la Fundación, se declararía la alerta general.
—Crandall, fin de trayecto.
Walls se sobresalta. El taxi acaba de detenerse en el aparcamiento de un asilo de paredes sucias y desconchadas. Parchman.
A través de las puertas de cristal, ve a un guarda y a un enfermero de noche. Examina las dependencias prefabricadas que rodean un jardín en un estado deplorable. Nota que las lágrimas le queman los ojos. Ahí es donde, desde hace más de veinte años, su abuelo agoniza sin llegar a morir.
—Estoy seguro de que lo comprenderá.
Walls se vuelve hacia el taxista, que lo mira por el retrovisor. Una extraña luz brilla en los ojos del viejo negro. Se siente feliz. Está recordando lo que es. Walls carraspea.
—¿Le importa si le pido que nos espere?
—Alice me freirá en aceite hirviendo, seguro…
El viejo Shelby apaga el motor. Sonríe mientras mira cómo Walls se aleja.
De su recorrido por Nueva Orleans, Marie solo conserva flashes que se promete olvidar lo más deprisa posible. Primero, los daños causados por el viento. Le costó mantener un ojo puesto en la carretera cuando pasó junto al aeropuerto: varios aviones, entre ellos dos de gran capacidad, habían quedado levantados como si fueran maquetas. Marie vio el esqueleto estrujado de un 747. El mastodonte había salido proyectado a los campos que bordeaban la pista principal. Pero lo que más le llamó la atención fueron los hangares. El viento había penetrado en el interior y había hecho volar las chapas a kilómetros de distancia. Parecía un gigantesco desguace, en el centro del cual un demente hubiera hecho explotar una tonelada de dinamita. Luego, Marie se adentró en el barrio de Kenner. Jamás había visto tantas viviendas derruidas y árboles partidos. Algunas casas habían quedado literalmente pulverizadas por la potencia del viento. Calles cementerio.
Zigzagueando entre los escombros, veía soldados que patrullaban por todas partes, fieras de la 82ª, con el M-16 armado y apoyado por la culata en la sangría del brazo. La mayoría de los habitantes se habían marchado de los barrios altos; tan solo se habían quedado algunos hombres corpulentos, para tratar de proteger sus bienes.
Había tantos cadáveres en las calles que Marie tardó un buen rato en distinguirlos claramente, como si su mente se negara a hacerlos entrar en la ecuación. Más adelante, pasó frente a una hoguera a la que los marines arrojaban cuerpos de perros y de gatos. Encendió inmediatamente el reciclado del climatizador para evitar los olores a gasolina y a pelo chamuscado. Al final de Metairie Road, un anciano sentado en el bordillo de una acera lloraba ante un cuerpo que había tapado con una lona. El resto del barrio de Kenner estaba desierto.
Circulando despacio por la 10, Marie vio a continuación la parte baja de la ciudad. Un lago. Eso era todo lo que quedaba de esa zona. Calles sumergidas de las que solo sobresalían algunos postes, tejados a flor de agua o el último piso de los edificios más altos. Allí, las Zodiac de la Armada patrullaban barriendo las fachadas con focos. Marie se negó a ver el resto. Encendió un cigarrillo y se obligó a mirar hacia delante.
Acaba de llegar al último puesto de control que impide el acceso al Superdome. Más allá, la hilera ininterrumpida de autocares que recogen a los refugiados con cuentagotas. Marie baja la ventanilla y está a punto de desmayarse al respirar el hedor que se eleva del Dome. Tiende el salvoconducto a un joven sargento de pelo rubio y ojos muy azules. El chico masca una enorme bola de chicle y lleva la pistola ametralladora colgada del hombro. Tiene unos grandes bíceps de los que parece sentirse muy orgulloso. Anchos cercos de sudor mojan su guerrera. Parece medio loco. Una mezcla de terror y de excitación. Marie conoce esas miradas; de hecho, son su especialidad.
El sargento le devuelve el salvoconducto haciendo una bomba con el chicle.
—¿Es usted la que viene a por el paquete?
Marie asiente. El sargento silba metiéndose dos dedos en la boca. Cuatro hombres se acercan.
—Asigno a estos cuatro hombres a su protección. Son de los buenos.
—No hace falta, sargento, ya soy mayorcita.
—No era una pregunta, señora.
El sargento apunta el cañón de su arma en dirección al Superdome, de donde se eleva un rumor continuo de gritos y sollozos. El tipo de gritos que solo pueden proferir seres a punto de perder la razón.