Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
El presidente, pensativo, enciende un cigarrillo.
—Estamos perdidos.
—Quizá quede una solución.
—¿Cuál?
—Esperar a que acabe la epidemia. Según las estimaciones de Kassam, el virus tardará unos ocho meses en matar a algo más de seis mil millones y medio de individuos. Quedarán trece millones de supervivientes repartidos por el planeta. Suponiendo que consigan controlar las infraestructuras vitales, como las centrales nucleares, y que esa población cuente con suficientes hombres y mujeres, nos bastaría encerrar en un búnker subterráneo la codificación del virus de Kassam y la fórmula del antídoto para que lo fabricaran, confiando también en que suficientes sabios hubieran sobrevivido a la epidemia. El problema es que como el virus de Kassam ya habrá contaminado el ADN humano, ya no se tratará de neutralizarlo sino de provocar otra mutación, inversa en este caso, la cual condenará a su vez al 99,8 por ciento de los supervivientes a una muerte segura.
A medida que Brooks desarrolla su idea y garabatea líneas de cifras y curvas de propagación en la pizarra, su voz suena cada vez más insegura.
—Siempre según nuestros cálculos, al término de esta nueva mutación quedarán algo menos de veintiséis mil supervivientes, cuyo ADN contendrá de nuevo el factor muerte inicial. Habrá que confiar entonces en que la distribución de hombres y mujeres sea viable y en que los supervivientes no se hayan vuelto estériles como consecuencia de la doble mutación.
—¿Brooks…?
—¿Señor…?
—Estamos perdidos.
—Lo siento, señor.
—La culpa no es suya, Brooks, la culpa no es suya.
El presidente está a punto de cortar la comunicación con Puzzle Palace cuando la voz de Crossman rompe el silencio.
—Brooks, le habla Crossman, el director del FBI.
—Le escucho.
—Supongamos que consiguiéramos proporcionarles ADN idéntico al de la momia del proyecto Manhattan. ¿Cuánto tiempo haría falta para aislar su antídoto y producirlo en cantidad suficiente?
—Aislar el antídoto solo llevaría unas horas. Con los laboratorios de la Fundación y los nuestros, producir cepas a gran escala apenas requeriría unos días, pero…
—Después, harían falta tres o cuatro días más para distribuir el antídoto por el planeta. Es factible, ¿verdad?
—Señor Crossman, perdone que insista, pero olvida los seis meses necesarios para producir el ADN.
—Sí, pero ¿y si les proporcionamos ese ADN?
—Entonces, sí, sería factible, pero no sé cómo van a arreglárselas cuando Kassam ha necesitado diez años de intensos trabajos para descifrar ese nuevo genoma.
—¿Señor presidente…?
—¿Sí…?
—Quizá tenga una solución. Es completamente descabellada, pero puede funcionar.
—¿Brooks…?
—¿Señor…?
—Le llamo luego.
El presidente cierra el interfono conectado a la base de Puzzle Palace. Después apoya la barbilla en sus manos.
—Le escucho, Crossman.
Crossman se levanta y tiende al presidente el informe de varias páginas que acaba de entregarle uno de sus agentes. En la subcarpeta azul, alguien ha escrito tres palabras con rotulador: Holly Amber Habscomb.
Sentada en el embarcadero que se adentra en el Mississippi, Marie observa sus pies mientras agita la superficie del río. Lleva un sencillo bañador y una rebeca que ciñe sus pechos desnudos. No obstante, ha dejado la pistolera al alcance de la mano y saborea la caricia del agua templada sobre su piel. Encima de ella, la bóveda estrellada parece sacada de una película de ciencia ficción. Marie aspira despacio los olores a hierba y a piedra caliente que se elevan de las orillas. No se sentía tan bien desde hacía años. Casi feliz, en realidad. Como si la vida se hubiera detenido allí, junto a esa cabaña de pescador a orillas del Mississippi. Como si el mundo más allá del Santuario hubiera desaparecido y nada más contara.
Sin dejar de chapotear con los pies, Marie se tumba sobre el embarcadero y mira el cielo. Se sorprende mordisqueándose los labios como una niña que espera ver una estrella fugaz. Si tuviera que formular un deseo, sería quedarse allí para siempre. La magia de los santuarios. Holly, Gordon y ella acababan de pasar los dos días más sencillos y deliciosos que se podía imaginar. Dos días bañándose, comiendo y durmiendo a la sombra del viejo olmo. Dos días pescando kilos de truchas que Gordon asaba sobre un lecho de piedras calientes ante los ojos chispeantes de Holly. Dos días peleándose, soñando, olvidando.
Poco a poco, la tristeza que invadía la mirada de Holly dejó paso a un poco de azul. Marie notaba que se le hacía un nudo en la garganta cuando oía su risa clara mientras levantaba nidadas de pájaros en el bosquecillo. Se preguntaba cómo una niña que había vivido tantos horrores podía seguir teniendo fuerzas para reír. Luego, ella también se dejó vencer por el encanto del Santuario. Se diría que estaba vivo y que bastaba respirar el aroma de las flores que crecían allí para que la tristeza y la cólera se desvanecieran.
A medida que los recuerdos de Gardener eran menos vivos, Marie sentía que su corazón se llenaba de recuerdos sencillos y agradables. Olor a tiza y a pizarra. A cola blanca, a tinta y a papel secante. Y sobre todo, poco a poco, las miradas que cruzaba con Gordon se habían vuelto cada vez más largas, más directas y más frecuentes.
El día anterior, cuando por fin consiguieron acostar a Holly después de pasar una hora mirando cómo saltaba sobre su cama de campaña, Walls apagó el quinqué y se reunió con Marie en la puerta. Sus labios se unieron pero, mientras Walls acariciaba suavemente la espalda de Marie, cuya respiración ya empezaba a acelerarse, oyeron una vocecita en la penumbra.
—Os estoy viendo, ¿sabéis? Es asqueroso. Cuando pienso que ni siquiera os habéis lavado los dientes…
Después de aquello, tardaron dos horas más en acostar de nuevo a la chiquilla intentando no responder a sus preguntas, tras lo cual, agotados también ellos, se durmieron.
Marie está a punto de adormilarse cuando nota que las tablas del embarcadero vibran ligeramente bajo los pies de Gordon. Se incorpora mientras él se sienta al lado de ella y sumerge los pies junto a los suyos. Como la noche anterior, el corazón de Marie se acelera al tocarse sus dedos. Walls va vestido con unos simples pantalones cortos. Marie sabe que debajo no lleva nada. Contempla los músculos de su torso a hurtadillas y, con el pretexto de cambiar de postura, se acerca imperceptiblemente a él. Justo lo necesario para que sus hombros se rocen. Ya está, una deliciosa sensación de calor le inunda el vientre. Se aclara la voz.
—¿Duerme?
—Sí.
—¿Seguro?
—Le he contado cuatro veces el cuento de «James y el melocotón gigante». Se ha dormido a la tercera. A la cuarta, he cambiado expresamente sus pasajes preferidos introduciendo animales como arañas y lombrices, y no ha pestañeado.
—¿Le has dejado una luz encendida?
—Sí, mamá.
—¿Y si de todas formas se despierta?
—Es una niña, Marie. Si se despierta, se dará de bruces contra las puertas y se quedará en la terraza llamando con todas sus fuerzas para que vayamos a buscarla. No creerás que una niña de esa edad andaría descalza por la hierba en plena noche, ¿verdad?
—Por cierto, qué cachas estás.
—Es para comerte mejor, pequeña.
Las palabras mágicas. Gordon las ha dicho con una bonita voz grave. Marie suspira. Desde hace unos segundos, sus pezones se han endurecido y los músculos de su vientre se han contraído. Piensa en Hezel y en su príncipe azul. El suyo es a la vez arqueólogo y guerrero prehistórico. Marie siente los músculos de Walls contra su hombro. Aspira su olor acercando la cara a su cuello. Un olor de hombre. Sus labios se unen. Ella deja escapar un suspiro al notar que la mano de Walls sube por sus muslos y le acaricia el sexo a través del bañador. Marie no puede creerlo. Ese cabrón ni siquiera ha intentado besarla en el cuello o juguetear con sus pechos. No ha dedicado ni un segundo a decirle que es guapa o a acariciar su vientre plano y duro. Se impacienta intentando desabrochar los botones de la rebeca. Marie sonríe. Exactamente el tipo de hombre para el que un corchete de sujetador será siempre un misterio. Retira ella misma los últimos obstáculos mientras los labios de Walls se posan por fin sobre sus pechos y su mano se adentra bajo el bañador. Gime al notar que sus dedos la penetran. Agarrada a su antebrazo, mueve la pelvis. Él aminora el ritmo. Se retira. Ese tío es un jeta. La tumba sobre el embarcadero y le quita el bañador. Marie araña con las uñas la madera mientras la lengua de Walls le explora el sexo. Ella pone las manos sobre sus cabellos. Él va despacio. Sube un poco más y baja de nuevo. Marie se crispa. Le encanta eso. A regañadientes, nota que la lengua de Walls se desliza por su vientre y sube hasta sus pechos. Después de mordisquearlos, se incorpora y se desabrocha los pantalones. Su lengua vuelve a la carga y Marie se muerde la muñeca profiriendo débiles gritos de placer y de rabia mientras el orgasmo que intenta contener le devora el vientre. Deja que los espasmos incendien sus muslos y se extiendan hacia sus pechos. Trata de recobrar el control, pero Walls ya ha puesto las manos sobre sus caderas.
Ella le deja hacer. Walls cree que es él quien domina, pero es ella quien lo guía permaneciendo inmóvil. Quien lo guía y quien lo excita. La respiración del cazador se acelera. La agarra para penetrarla lo más profundamente posible. Mientras ella goza de nuevo, rabiosa consigo misma por ceder tan deprisa, oye que Gordon profiere extraños gruñidos, como de dolor. Permanece con los ojos cerrados. Eso le evita ver la cara de su cromañón mientras alcanza el orgasmo. Siempre ocurre lo mismo con los hombres: parece que les duela cuando lo hacen.
Walls se tumba al lado de ella y le besa con dulzura los hombros. Marie mira la luna. Se siente bien. Enciende un cigarrillo y va a tendérselo a Walls cuando este se vuelve hacia ella y le susurra:
—Te quiero.
Marie da un respingo como si le hubiera picado una avispa. Se incorpora apoyándose en los codos y mira al ser pegajoso que está tumbado a su lado. Todas sus fantasías bucólicas acaban de rasgarse de golpe como el cielo en una noche de tormenta.
—¡Gordon, no puedo creer que hayas dicho eso!
—¿El qué?
—¡Es justo LO que no hay que decir, Walls! ¿Qué quieres que conteste a algo tan idiota? ¿Quieres que ronronee como una gata frotándome contra ti? Ya puestos, ¿por qué no te inclinas sobre mi oído y me preguntas susurrando si soy feliz?
Walls coge el cigarrillo de Marie y acerca los labios a los de ella.
—Un confejo, Wallf, aparta ahora mifmo la boca o te muerdo.
Walls profiere un grito al notar que los dientes de Marie atraviesan la piel de sus labios. Ella se levanta sacudiéndose las nalgas.
—¡Eres un auténtico coñazo, Gordon!
Marie recoge la pistolera y se la cuelga al hombro. Va a alejarse cuando suena un crujido en la maleza que rodea la cabaña. La joven se agacha y desenfunda la Glock.
—¿Qué pasa? ¿Qué he hecho ahora?
—Vístete, tenemos visita.
Sentado en la terraza del Starbucks de Memphis, bajo las farolas de Peabody Place, Ash mira la muchedumbre de transeúntes. Aunque habitualmente están abarrotados de turistas, ese día los antiguos barcos de palas han permanecido en el muelle. Los cascos gimen contra el hormigón. El Mississippi está a punto de desbordarse. Debido a la tormenta que ha azotado Nueva Orleans y a la lluvia que cae sin tregua sobre la ciudad mártir, ya no evacúa agua. Así que su caudal crece. Se enfurece. Es lo que percibe la multitud. El río que crece y el cielo que se carga de nubes negras como malos presagios. Eso y los rumores difundidos por la televisión y los periódicos. En todos los lugares, en restaurantes, hoteles y casas, televisores encendidos ofrecen sin cesar partes informativos que también escapan de casi todos los coches atrapados en los embotellamientos. Parece que algo está subiendo del sur. Algo que se extiende. Una plaga. De eso es de lo que hablan en voz baja los que están sentados al lado de Ash. Al igual que los transeúntes, cuyos ojos aterrorizados se encuentran, se agarran un momento y después se sueltan. Pavesas de terror y de sospecha. Ash reprime con dificultad una sonrisa al ver a un voluminoso Elvis que cruza la plaza sudando bajo el peso del estuche de su guitarra. La llovizna que está cayendo le moja el tupé mal hecho. Parece un payaso triste desmaquillándose después de un espectáculo que ha resultado un fracaso.
Ash se concentra en la conversación que mantienen en la mesa contigua. Un hombre dice que el primer caso se detectó en Los Angeles y que desde entonces la ciudad está acordonada. Otro cuenta que su prima Rose, que vive en Nueva York, lo ha llamado hace un rato y que eso también está extendiéndose por el Bronx. Según la televisión, los casos se multiplican en todo el mundo. Incluso afirman que el ejército ha derribado un avión de línea regular en aguas de Miami. Unos dicen que es obra de los islamistas, que han diseminado una cepa bacteriológica. Otro aventura que los negros son los más afectados. Y, tras dar un sorbo a su cerveza, concluye en tono de confidencia:
—Los maricas y los negros, por ahí empiezan siempre estas cosas.
Ash reprime un sordo deseo de presionar al tipo para hacer que sangre en su cerveza. Siempre ha detestado a los gilipollas en general y a los racistas en particular. Los encuentra primarios, aunque reconoce su utilidad para agravar el azote que se acerca. La clase de tipo que debe de sacar brillo a su fusil y acumular reservas de azúcar y de café en el refugio antiatómico que ha encargado construir, con un crédito, al fondo de su jardín. El ejército de los imbéciles. Dentro de unos días, los tipos como él serán los que avivarán las llamas participando en los primeros linchamientos y provocando motines e incendios. Tras lo cual, el ejército empezará a acordonar las ciudades y a disparar contra los fugitivos. Eso es lo que Ash presiente a medida que las aguas del Mississippi crecen: el fin.
Ash dirige la mirada hacia las colas interminables que se han formado ante las tiendas de alimentación y las estaciones de servicio todavía abiertas. Unos ya se marchan de la ciudad. Otros clavan tablas en las ventanas de sus casas. Algunos han saqueado las tiendas de 24 horas y llevan mascarillas protectoras. Desconfían del aire que respiran. Hacen bien.
—¿Tiene fuego?