Read La hija del Apocalipsis Online
Authors: Patrick Graham
Neera oye a lo lejos la voz de Eko, que grita en su mente. Demasiada energía. Demasiado tiempo desde que su corazón ha cesado de latir. Entre los brazos del cazador, el cuerpo de la joven está poniéndose rígido. Eko tiene miedo. Está triste. Ella no puede hacer nada para consolarlo. Ha entrado en los mundos mentales que protegen la mente de Alya y ahora debe conseguir que la reconozca cuanto antes, para evitar que la Reverenda la confunda con el Enemigo y la mate con un solo pensamiento. La voz de la joven Aikan resuena en el silencio.
—Tierra Madre, soy Neera Ekm Gila, la última Aikan de la séptima tribu del clan de la Luna. El hielo, los precipicios y la bruma son mi círculo de protección. Sin embargo, me presento ante ti desnuda y sin armas. Apelo a ti, Tierra Madre. Por el ámbar que llevo, te suplico que me reconozcas como sustancia de ti misma y humilde fragmento del todo que te constituye. ¿Qué es el precipicio sin la roca? ¿Qué es el árbol sin la corteza y la hoja? ¿Qué queda del agua, del aire y del fuego, si el agua, el aire y el fuego olvidan lo que los constituye? ¡Escucha mis palabras, Tierra Madre! Apelo a vosotros también, Padre luminoso y Madre Luna. Permanezco desnuda ante vosotros y no siento ningún miedo, pues soy Neera Ekm Gila, la última y más joven de vuestras servidoras.
Ninguna respuesta. Neera nota que los latidos de Eko se espacian. Debe apresurarse a cruzar las barreras mentales de Alya. Debe encontrar a toda costa la manera de establecer contacto con esa parte de su mente todavía intacta. La joven busca en su memoria un recuerdo común que solo conozcan ellas. Rememora los grandes bosques en el corazón de los cuales Alya y ella paseaban cuando Neera no era más que una niña. Recuerda el contacto rugoso de la mano de la anciana envolviendo su manita mientras avanzaban entre helechos y árboles gigantes. Recuerda que en la brisa flotaba un olor a hojas muertas. Y el zumbido de los insectos revoloteando en verano en el aire caliente e inmóvil del bosque. Y los olores a lluvia, a hielo y a piedra helada que subían a la superficie del suelo los días de invierno en los que el viento agrietaba los labios y enrojecía los rostros.
Con los ojos cerrados, Neera revive aquel día en el que se echó a llorar tras torcerse el tobillo al tropezar con una raíz. Susurrándole palabras tranquilizadoras, la vieja Alya se desató los cordones de sus zapatos de piel y le pasó un dedo deformado y rasposo por el tobillo hinchado. Ella se tragó valientemente las lágrimas mientras el dedo de Alya pasaba una y otra vez sobre la herida, dejando una extraña sensación de calor que se extendió por toda la articulación. Luego, la anciana interrumpió su gesto y el dolor la asaltó de nuevo como un animal. Con las lágrimas derramándose de sus ojos, Neera miró cómo Alya desenterraba unas raíces secretas y las machacaba largo rato en un cuenco de arcilla. Se acuerda del olor que emanaba del cuenco al mezclarse las plantas con la saliva de la anciana. Un perfume a menta, a roca y a azúcar. Después, Alya extendió la pasta verdusca sobre una tira de piel con la que envolvió delicadamente el tobillo de la niña y el dolor empezó a ceder terreno de inmediato. A continuación, aplicó sobre la herida otra venda más apretada y, antes de ponerse en marcha, cogió a Neera en brazos con una fuerza sorprendente. Una fuerza serena y controlada. Una fuerza masculina.
Permanecieron largo rato en silencio mientras Neera, acurrucada entre los brazos nudosos de la anciana, contemplaba las copas de los árboles. La Reverenda caminaba con paso lento y seguro, adoptando el ritmo adecuado para no aumentar el dolor de la niña. Neera, que a través del emplasto sentía cómo palpitaba el tobillo mientras el ungüento penetraba en su piel, preguntó a Alya por qué no había continuado utilizando el poder de Gaya para curarle la herida.
—Vamos, Ekm Gila, ¿todavía no lo has entendido?
—¿El qué, madre?
—El poder es todo. Los árboles, las rocas, las plantas. Cada pizca del aire que respiras. Todo lo invisible y todo lo que se ve. Todo es Gaya.
—Entonces, vuestro dedo en mi piel también, ¿no?
—No. Eso no es el poder sino el instrumento del poder.
—No lo entiendo.
—Lo sé, Ekm Gila, y eso me entristece. Estás pendiente de tu dolor y suplicas a Gaya que te alivie. Muy pronto, aliviarte tú misma mediante el pensamiento te será fácil, pero, entonces, ¿qué habrás aprendido, aparte de adaptar el poder de Gaya a tus designios?
—¿Por qué utilizar el rayo del cielo para encender una fogata, o el agua de todo un océano para apagarla? Es eso, ¿verdad?
—Sí, niña, es eso. En mí está Gaya, la Eterna es Gaya, pero yo no soy Gaya. Yo no soy sino su instrumento. El bastón del caminante, pero no el caminante. La hoja que tiembla en la copa del árbol, pero no el árbol. La gota de agua que compone el océano, pero no el océano. Debes recordarlo. De lo contrario, si utilizas el poder de Gaya en su totalidad cuando un simple fragmento de ese poder bastaría, el fuego del cielo te quemará y el agua del océano te engullirá.
—Porque yo no soy Gaya, sino su humilde servidora.
Alya sonrió en la sombra de su capucha y sus brazos nudosos se cerraron un poco más alrededor de Neera, que sintió cómo sus viejas manos le acariciaban el cabello.
—Eso es, Ekm Gila. No es más que eso. Las plantas con las que he preparado un remedio para tu herida son la cantidad exacta del poder de Gaya que necesitaba para aliviar tu dolor. El tiempo hará lo demás. El tiempo y la paciencia.
—Comprender el tiempo que necesitan todas las cosas para ser, para estar y para dejar de ser.
Neera murmuró esas palabras mientras se dormía poco a poco entre los brazos de Alya Piel de Piedra. Sintió que los latidos de su corazón se acompasaban a los suyos. Durante un instante, justo antes de dormirse, percibió los insondables conocimientos de la Reverenda. Los miles de millones de recuerdos y de pensamientos que componían la inmensidad de su saber. Por espacio de un instante, comprendió que Alya no era solo Alya, sino que era también todas las demás Reverendas que se habían transferido hasta ella desde el nacimiento del mundo. Todos los conocimientos, toda la sabiduría y la fuerza de todas las servidoras del linaje de Tierra Madre. Así percibió Neera, medio en sueños, el inmenso océano helado e inmóvil del poder de Gaya. Toda la creación, todo el antes y el después, todo lo que había sido, todo lo que era y lo que sería. Justo antes de dormirse entre los brazos de la vieja Reverenda, se convirtió en ella, caminó como ella, canturreó como ella, estrechó entre sus brazos, como ella, a una niña dormida. Una niña que contenía en sí misma todo el poder venidero de Gaya. El peligro y el refugio. La pregunta y la solución. El fin y el nuevo inicio. Alya Ekm Gila.
Neera está agotada. Hace demasiado rato que su sustancia carnal se ha separado de su envoltura. Ya casi no oye los latidos del corazón de Eko. Solo queda el silencio y el aroma a roca que llena el aire inmóvil de la caverna.
Aquel día, cuando Neera despertó entre los brazos de Alya Piel de Piedra, se dio cuenta de que estaban llegando a las grutas de la séptima tribu y de que el crepúsculo iluminaba los acantilados. Muchas cosas parecían haber cambiado. La luz, el paisaje lunar de los barrancos, la fragancia de las cosas. El cielo también. Luego, mientras los contornos de su cuerpo se dibujaban poco a poco en su mente, Neera comprendió que lo que había cambiado no eran las cosas sino ella. Se sintió mucho más pesada entre los brazos de la Reverenda. Sin embargo, Alya caminaba al mismo paso y seguía canturreando como si las horas que habían pasado desde que Neera se había dormido no la hubieran afectado en absoluto. O más bien como si esas horas solo hubieran durado unos segundos. En ese momento fue cuando Neera se percató de que sus brazos y sus piernas se habían estirado, de que su cuerpo había crecido, de que sus caderas se habían ensanchado y de que su cintura parecía haberse estrechado. Sus cabellos también eran más largos y sus pechos tensaban la tela de su vestido. Al dormirse entre los brazos de Alya, Neera tenía seis años. Pero cuando recobró la conciencia en las inmediaciones de las grutas de Neg tenía casi doce. La anciana Reverenda se detuvo a unos metros de la entrada y murmuró:
—Ahora estoy cansada, Ekm Gila. Voy a dejar que sigas tu camino. No sientas ningún miedo, porque Gaya ya está en ti.
A continuación, Piel de Piedra dejó tiernamente a la adolescente en el suelo y Neera oyó cómo crujían sus viejas articulaciones mientras se incorporaba. Allí, de pie a la luz ocre y cremosa del crepúsculo que bañaba su rostro, Neera comprendió que su aprendizaje había finalizado y que Alya la había devuelto a su tribu antes de regresar sola a su Santuario. Permanecieron un rato sin cruzar palabra. Luego, después de besar a Neera en la frente, Alya le puso alrededor del cuello una piedra de ámbar ensartada en un cordón de cuero. Al sentir el calor de la joya contra su piel, la adolescente murmuró entre sollozos:
—Perdón, madre.
—¿Perdón por qué, hija mía?
—Perdón por llorar. Por ser tan débil.
—Es normal que sientas pena, Ekm Gila. Piensas que vas a perder a tu madre, pero muy pronto comprenderás que jamás estaré tan cerca de ti como cuando me haya ido. Porque, a partir de ahora, tú eres yo y yo soy tú.
Justo antes de que la Reverenda se alejara, Neera notó que sus viejos dedos huesudos secaban las lágrimas que le bañaban las mejillas. Los mismos dedos que acarician ahora su rostro mientras, arrodillada en la gruta, termina de revivir este recuerdo. Abre los ojos. Alya Piel de Piedra la contempla. Su mirada es muy triste, muy profunda. Ella también se acuerda.
Las manos de Neera se unen a las de la Reverenda y se cierran sobre los dedos que acarician su rostro. La anciana se pone rígida cuando la energía de la Aikan penetra en su mente. Se ha vuelto muy poderosa. Casi invulnerable. Por eso Gaya la ha elegido. Para pronunciar el final y el nuevo inicio.
—No me olvides cuando ya no esté, Ekm Gila.
—Te lo prometo, madre.
La Reverenda echa la cabeza hacia atrás y deja caer las últimas barreras mentales que protegen su mente. Siente que Neera registra su memoria. La joven sabe lo que busca. Ha alcanzado esa parte del poder que accede a la oscuridad vista. La conciencia suprema. Ahora sabe que unos supervivientes de la Luna han escapado de la matanza. Ve que avanzan en pequeños grupos, protegidos por los árboles. Sonríe al reconocer el rostro de siete niñas muy pequeñas, envueltas en pañales de pieles; unos Guardianes las llevan a la espalda. Las últimas descendientes, a las que han sacado de las guarderías justo antes de que los servidores del Enemigo las mataran. Avanzan de noche y se esconden durante el día. Llevan suficiente leche en odres para alimentar a las niñas. Remueven la tierra para coger raíces de
klek
, con las que hacen una papilla hipernutritiva que acelerará su maduración. Su mente ya empieza a estructurarse, sus ojos viran hacia el azul y sus poderes aumentan. Los Guardianes siguen los arroyos. Beben agua de los ríos para orientarse. Se dirigen hacia los territorios prohibidos y los grandes pantanos sin fondo que forman la desembocadura del Padre de las Aguas. Ahí es donde Gaya les ordena ir. El último Santuario de los de la Luna.
A medida que lee estas imágenes en la mente de la anciana Reverenda, Neera las aspira para que no caigan en manos del Enemigo. Alya la contempla. Está tranquila. Sabe que el fin está cerca. Ella misma pronuncia las primeras palabras de la Transferencia; a su voz áspera no tarda en sumarse la clara y fuerte de Neera, que termina todas las frases del gran encantamiento:
La Eterna es Gaya. En mí está la Eterna. En Gaya jamás muere ni termina nada. Porque en Gaya toda muerte da vida. Todo fin es simplemente la conclusión de lo que precede. Toda conclusión, el comienzo de lo que sigue.
A medida que las dos voces se unen y que la de Neera se vuelve cada vez más ronca, la joven siente que los dedos de Alya se rompen como cristal en sus palmas. Su piel se reduce a polvo en la suya. La Reverenda se ha callado. Solo Neera habla ahora, y finaliza el encantamiento con voz trémula. Sus cabellos encanecen y crecen. Su piel se vuelve flácida y las arrugas la surcan. Sus mandíbulas se crispan mientras el chorro ardiente del poder de Gaya invade su mente. Siente cómo se relaja conforme los mundos mentales de las siete Reverendas se suman al suyo. Ve miles de mundos antiguos, miles de millones de imágenes y recuerdos que chocan de frente. Oye el murmullo de los miles de Reverendas que se han sucedido en el linaje de Gaya. Aspira sus recuerdos, su conciencia y la profundidad insondable de su saber. Entrevé otros mundos lejanos, estrellas en los confines del universo. Ciudades maravillosas y gigantescas naves colonia que avanzan a la velocidad de la luz.
Mientras Alya se seca, Neera tiene la sensación de estar convirtiéndose en un inmenso océano helado y sin fondo. Entrevé el gran comienzo, así como todos los fines y todos los nuevos inicios que se han encadenado desde el nacimiento del mundo. Y de repente, comprende. Ve. Sabe. Es el océano. Avanza en el seno del océano. Es Gaya.
El chapaleteo de las pagayas, el ulular de los pájaros nocturnos. Los perfumes del mundo han cambiado. Huele a descomposición, a podredumbre y a algas. Neera acaba de despertarse. Está sentada en la parte trasera de una barca. El agua frota el casco por debajo. A través de la ranura de sus párpados, ve la superficie lisa del Padre de las Aguas bañado por la luz del crepúsculo. Parece un espejo líquido, un espejo de color rojo sangre.
El curso de las aguas se vuelve más lento. Neera abre los ojos. Los destellos del crepúsculo le arrancan unas lágrimas que se pierden en su rostro arrugado. Contempla sus manos huesudas y sus muñecas esqueléticas. Tiene la piel tan fina y arrugada que parece la de un reptil. Neera observa a los cazadores que se arrodillan en la embarcación y le rinden homenaje. A la mayor y más poderosa de las Reverendas de la Luna solo le quedan unas horas de vida. Sabe que Eko ha muerto sosteniéndola en sus brazos. Sabe que ha empezado a envejecer y a secarse al mismo tiempo que ella, a medida que el Ghan-Tek aspiraba su sustancia. Lee en la mirada de los cazadores que, hasta el final, se ha negado a soltarla. Si lo hubiera hecho, si se hubiera apartado de ella, habría dejado de envejecer. Por el contrario, mientras sus labios se agrietaban y su rostro se ajaba, ha seguido estrechando el cuerpo de Neera. Hasta el último instante le ha dado su sustancia, su energía y su vida.