La formación de Francia (13 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: La formación de Francia
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Por entonces, también, un peligro aún mayor que los turcos amenazó a Europa. Las tribus mongólicas de Asia Central se unieron bajo el notable liderazgo de Temujin, luego llamado Gengis Kan, o «Rey Muy Poderoso». Y lo era, pues antes de morir, en 1227, inmediatamente después del ascenso al trono de Luis IX, Gengis Kan había conquistado toda China y gran parte del resto de Asia; sólo quedaron libres India e Indochina, protegidas por la barrera del Himalaya.

Bajo el hijo y sucesor de Gengis Kan, Ogadai Kan, los mongoles se lanzaron sobre Europa y se apoderaron de toda Rusia. En 1240, avanzaron aún más hacia el Oeste. Derrotaron hábilmente a polacos, húngaros y alemanes, y la única fuerza que parecía interponerse en su llegada al Atlántico era el ejército de Luis IX.

Parece dudoso que ese ejército, o cualquier ejército europeo de la época, hubiese podido resistir a los ágiles jinetes mongoles bajo el mando de su notable general Subotai, pero nunca se produjo el ensayo. En 1241, Ogadai Kan murió, y los ejércitos mongoles de Europa retornaron para tomar parte en la elección del sucesor. Nunca volvieron a Europa Occidental, aunque Rusia permaneció bajo su dominación durante siglos.

Pero Luis IX ignoraba que se había salvado por los pelos; sus ojos permanecían fijos en Tierra Santa y en la amenaza, mucho menos seria, de los turcos.

Por entonces, Constantinopla aún estaba en manos de franceses, gracias a los hombres de la Cuarta Cruzada que tomaron y casi destruyeron la ciudad. Pero su dominación era endeble, y el «emperador latino» Balduino II, también de ascendencia Capeta, hizo repetidas visitas a Francia en 1236, para pedir ayuda. Esto afectó fuertemente a Luis. Luego, a fines de 1244, padeció una enfermedad en el curso de la cual pensó que podía morir, pero no fue así y, mientras se recuperaba, llegaron las noticias de que Jerusalén hacía caído nuevamente en manos de los musulmanes. Luis pensó que había sido salvado de la muerte con una finalidad determinada, y pronto hizo un voto formal de realizar una cruzada.

Le llevó algún tiempo desembarazarse de los asuntos domésticos, y la madre de Luis, Blanca de Castilla, le rogó que no se marchase. Luis tal vez habría escuchado a su reverenciada madre, pero en 1245 Balduino estuvo nuevamente en París, llevando consigo algo, decía, que era la corona de espinas que Jesús había tenido en la Cruz. Luis no dudó ni un instante de que tenía en sus manos el verdadero objeto que había desempeñado un papel en la Crucifixión, doce siglos antes. Hizo construir para albergarla una encantadora iglesia, la «Saint-Chapelle», y luego intensificó sus preparativos.

En 1248 zarpó con su ejército, iniciando la llamada «Séptima Cruzada» y dejando a su madre como regente en su ausencia. Fue el tercer rey francés que marchó a una cruzada.

El plan de Luis era no atacar directamente a Tierra Santa. Esto concordaba con la mayor complejidad del movimiento cruzado. Por entonces era evidente que tener

Tierra Santa era como sujetar a un león de la cola dejando libres su cabeza y sus garras. Era necesario golpear en la cabeza, en el centro principal del poder musulmán, y luego la cola caería sola. El centro principal, en aquella época, estaba en Egipto, y hacia allí condujo Luis IX su ejército.

En particular, Luis examinó los sucesos de la Quinta Cruzada, de una generación antes. En 1218, los cruzados habían atacado a Egipto y puesto sitio a Damietta, ciudad de la parte oriental de la desembocadura del Nilo. El asedio duró dieciocho meses y la ciudad fue tomada. El sultán egipcio ofreció entonces entregar todas las posesiones musulmanas en Tierra Santa, si los cruzados abandonaban sus conquistas en Egipto. Desgraciadamente, el éxito había encendido el entusiasmo del emisario apostólico, y éste rechazó la oferta, ordenando a los cruzados conquistar todo Egipto, aunque el Nilo estaba desbordado y era imposible avanzar. Naturalmente, los cruzados sufrieron una completa derrota.

Luis razonó que Damietta era tan importante para el sultán egipcio ahora como antes. Si la tomaba, podía cambiarla por Jerusalén. Así, hizo desembarcar su ejército en la desembocadura del Nilo y en junio de 1249, con mucha mayor facilidad que la Quinta Cruzada, tomó Damietta.

Exactamente como había ocurrido treinta años antes, el sultán egipcio ofreció el mismo intercambio: Jerusalén para los cruzados si entregaban Damietta. Increíblemente, Luis IX, pese a la lección de la Quinta Cruzada, cometió el mismo error. Alentado por la victoria inicial, rechazó Jerusalén y decidió, en cambio, capturar la ciudad egipcia de El Cairo, situada a más de ciento sesenta kilómetros aguas arriba.

Luis IX había aprendido lo suficiente de la Quinta Cruzada como para esperar a que el desbordamiento del Nilo cesara. Se abrió camino hasta Mansura, a unos sesenta y cinco kilómetros río arriba, y allí finalmente halló la oposición de los musulmanes. Luis actuó bien. El 8 de febrero de 1250 lanzó un ataque por sorpresa que tuvo gran éxito, pero Roberto de Artois, hermano del rey, ensoberbecido por el éxito, se lanzó a una persecución con sus columnas, en vez de esperar para cooperar con el resto del ejército. Su ansiedad de gloria personal terminó en la destrucción de sus hombres.

Los musulmanes pudieron, entonces, contraatacar eficazmente a las debilitadas y desalentadas fuerzas de Luis. Este tuvo que retirarse, mientras las enfermedades aumentaban los estragos. Los musulmanes los persiguieron y el 6 de abril los rodearon, aniquilando prácticamente al ejército y tomando prisioneros a sus Jefes, incluido el mismo Luis.

Luis pudo liberarse pagando un rescate de 800.000 libras de oro y entregando Damietta. Luego marchó, con lo que sobrevivía de su ejército, a Tierra Santa. Allí permaneció cuatro años, esperando obtener la ayuda de enemigos no cristianos de los musulmanes, inclusive los mongoles y una violenta secta musulmana llamada de los «Asesinos», que consumían a su antojo el hachís (de aquí su nombre) y practicaban el asesinato político para conseguir sus fines.

Mientras tanto, en Francia, Blanca, capaz hasta el fin, mantuvo la paz en ausencia de Luis y reunió hombres y dinero para él, incluido el dinero necesario para su rescate. Ella murió en 1252; fue, en total, probablemente la mujer más notable (excepto una) de la historia francesa.

Cuando le llegaron a Luis las noticias de la muerte de su madre, comprendió que debía retornar. En 1254 estuvo de vuelta en Francia; toda la aventura había sido un fracaso. El hecho de que la cruzada de Luis terminase tan ignominiosamente, aunque él era un modelo de piedad, contribuyó mucho a desacreditar todo el movimiento de las Cruzadas.

El mismo Luis IX sintió la ignominia. Habiendo fracasado con los musulmanes, no quiso más guerras con cristianos y dedicó los mayores esfuerzos a lograr un acuerdo final con Inglaterra y dar fin a las guerras crónicas que duraban desde la época de Guillermo el Conquistador.

En 1258 firmó en París un tratado con los representantes de Enrique III de Inglaterra. Ese tratado no estaba escrito en latín, como era la costumbre, sino en francés; y tampoco en francés normando, que era todavía la lengua oficial de la corte inglesa, sino en franciano. Este tratado fue el primer paso del proceso que hizo del francés la lengua diplomática general entre las potencias europeas, posición que conservaría por seis siglos.

Según los términos del tratado, Inglaterra finalmente aceptaba la pérdida de Normandía y Anjou, junto con otras provincias de las que Felipe II se había adueñado medio siglo antes. A cambio, Luis reconocía la posesión por Enrique de Guienne y su derecho al título de duque de Aquitania (heredado de su abuela Leonor). Por la ansiedad de mantener la paz y por un sentimiento de justicia feudal, hasta entregó a Inglaterra partes del sudoeste que habían estado bajo la dominación de Francia.

Esto último se hizo contra los expresos deseos de los habitantes de las regiones entregadas (signo de un creciente nacionalismo entre los franceses). Y lo hizo, también, pese a la sombría aflicción de los consejeros de Luis, quienes señalaron que Enrique obtenía lo que no poseía, mientras Luis entregaba lo que poseía.

Luis siguió adelante de todos modos, con la esperanza de alcanzar un acuerdo permanente y una paz definitiva. (Cuando esas medidas fracasaron, un siglo después, en condiciones que Luis no podía haber previsto, las concesiones de éste pusieron a Francia en una posición innecesariamente desventajosa.)

Luis hizo un tratado similar con Jaime I de Aragón, permitiéndole conservar la provincia del Rosellón, inmediatamente al norte de los Pirineos, sobre la costa mediterránea, siempre que renunciara a toda pretensión sobre otros dominios.

Habiéndose librado de sus enemigos, tanto ingleses como aragoneses, en el sudoeste, Luis inició inadvertidamente un innecesario embrollo en Italia que tendría enredada a Francia durante siglos, generalmente para su perjuicio. Ocurrió del siguiente modo.

Durante la primera parte del reinado el emperador alemán era Federico II, quien pasó la mayor parte de su reinado en una violenta lucha contra el papado. Murió en 1250, mientras Luis estaba prisionero en Egipto, y la disputa por la sucesión empezó inmediatamente. Esa disputa se centró en Sicilia e Italia meridional, donde Federico II había preferido vivir y desde donde había gobernado a su Imperio.

El papado temía que un hijo de Federico II continuase la lucha contra el poder pontificio, y removió cielo y tierra para eliminar a la odiada dinastía. El hijo de Federico, Conrado IV, logró apoderarse de Nápoles, pero murió en 1254.

Pero Federico tenía un hijo ilegítimo, Manfredo, quien ahora reanudó la lucha con éxito considerable. Condujo por toda Italia a las fuerzas antipapales, y los papas sucesivos se vieron obligados a buscar en el exterior a algún príncipe que combatiese contra Manfredo, lo derrotase y luego gobernase en el sur de Italia y en Sicilia como real amigo y aliado del papa.

Los reinos más fuertes, fuera del Imperio Alemán, eran Inglaterra y Francia. En 1255, el papa Alejandro IV trató de que Edmundo, hijo de Enrique III de Inglaterra, reanudase la lucha contra Manfredo. Esto fracasó.

Diez años más tarde, otro papa, Urbano IV, ofreció lo mismo a Carlos de Anjou, el hermano menor de Luis IX, y esta vez las cosas fueron diferentes.

No debían haberlo sido. El evitar aventuras extranjeras había formado parte de la política Capeta. Con excepción de las Cruzadas y la breve invasión de Inglaterra de 1216, todas las guerras Capetas se habían librado en suelo francés, con el único fin de la unificación interna, nunca de conquistas extranjeras. Esta era una política inteligente que conservó el vigor de Francia y había hecho de ella lo que era, en agudo contraste con la política opuesta del Imperio Alemán y que lo arruinó, con penosos resultados que se han hecho sentir hasta hoy.

Pero Carlos de Anjou se sintió tentado. El Este lo atraía. Había combatido en Egipto con su real hermano y había estado prisionero allí con él.

Tampoco eran Egipto y Tierra Santa lo que le fascinaba; era algo más maravilloso; nada menos que la ciudad de Constantinopla, que por mil años había dominado el Este y que aún tenía la aureola de la gloria romana, aunque, en verdad, estaba semidestruida y en decadencia.

El emperador latino, Balduino II, que tanto había contribuido a que Luis se lanzara a la Séptima Cruzada, era también un Capeto, pues el padre de su padre había sido hermano de Luis VII. Sin duda, en 1261 Balduino había sido expulsado de su débil trono, y los bizantinos nativos recuperaron nuevamente la sombra de su imperio bajo el emperador Miguel VIII; pero esto se podía invertir. Después de todo, Carlos de Anjou había casado a su hija con el hijo de Balduino II, de modo que podía alegar un vínculo. ¿Por qué no podía otro Capeto reinar como Emperador Romano en Constantinopla? ¿Y acaso Sicilia y el sur de Italia —y la ayuda del papa— no eran una base perfecta para tal salto al Este?

Carlos no podía hacer nada de esto sin permiso de Luis, desde luego, y se dispuso a obtenerlo. Carlos, nacido pocos meses después de la muerte de Luis VIII, era el bebé de la familia, y una de las virtudes de Luis IX era su amor a la familia. No podía resistirse, probablemente sin un juicio reflexivo, a enviar a Carlos de aventuras al exterior, y así enredar a Francia con Italia.

En junio de 1265, Carlos logró abrirse camino hasta Roma, eludiendo la flota de Manfredo. Allí fue coronado rey de Nápoles y Sicilia, reunió un ejército y marchó al sur, hacia Nápoles. El 26 de febrero de 1266 se libró una batalla cerca de Benevento, a cincuenta kilómetros al noreste de Nápoles. Allí Manfredo, que manejó sin habilidad su ejército, fue derrotado y muerto. El hijo de Conrado IV, Conradino, nieto de Federico II, reanudó la lucha contra el papado. El 25 de agosto de 1268 sus fuerzas se encontraron con las de Carlos de Tagliacozzo. Carlos mantuvo parte de sus fuerzas ocultas y en reserva. Cuando Conradino derrotó al resto y se dispersó en la persecución, apareció la reserva de Carlos, que derrotó por partes a los fatigados contingentes de Conradino.

Conradino huyó, pero fue capturado y llevado a Nápoles, donde Carlos lo hizo ahorcar. De este modo, el linaje de Federico II fue extirpado totalmente y Carlos de Anjou se sintió seguro en el trono, que ocupó como Carlos I de Nápoles y Sicilia.

Mientras sucedía todo esto, un nuevo sultán llegaba al poder en Egipto. Era Baybars, un esclavo que logró apoderarse del trono después de haber sido nombrado jefe de la guardia de corps del sultán anterior. En 1260, fue el primero en infringir una derrota a los mongoles que lo conquistaban todo y en medio siglo no habían perdido una sola batalla. Bajo su gobierno, Egipto se hizo más poderoso que nunca, y casi todas las posesiones que aún tenían en las manos los occidentales cayeron en las suyas.

Luis IX, inquieto por estos nuevos desastres de los cruzados y recordando el humillante fracaso de sus propios esfuerzos, ansiaba hacer un nuevo intento y empezó a pensar en atacar a Egipto una vez más.

Pero Carlos de Anjou, desde su nueva posición eminente, tenía otras ideas. Carlos aún pensaba en Constantinopla y, para él, los bizantinos eran los enemigos. En verdad, consideraba a Baybars de Egipto como un amigo y aliado potencial. Carlos no deseaba que Luis atacase a Egipto, pero argüía en cambio que debía atacar a Túnez, que a fin de cuentas también era musulmán.

Túnez estaba mucho más cerca de Francia; estaba a sólo ciento cuarenta y cinco kilómetros al oeste del extremo más occidental de Sicilia. Una fuerza unida franco-siciliana seguramente lograría establecer allí una fuerte base que pondría firmemente el control del Mediterráneo central en manos capetas. Luego sería posible avanzar hacia el Este vigorosamente y con libertad. (Carlos veía este empuje hacia el Este como dirigido contra Constantinopla, pero presumiblemente no se molestó en explicar este detalle a su idealista hermano.)

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