«Matadlos a todos —dijo—, pues ya el Señor sabrá.» Así fueron muertos varias decenas de miles de hombres, mujeres y niños.
Raimundo VI, temiendo no poder resistir a los arrolladores barones del norte sin ayuda, se dirigió a Pedro II de Aragón, reino español que estaba inmediatamente al sur de los Pirineos. La cultura y la lengua aragonesas eran afines a las provenzales y, además, Pedro era cuñado de Raimundo, de modo que respondió al llamado.
La batalla decisiva se produjo el 12 de septiembre de 1213, en Muret, ciudad situada a unos veinte kilómetros al sur de Tolosa. Las fuerzas de Raimundo y Pedro, que estaban poniendo sitio a la ciudad, eran superiores en número a las de Monfort, pero los aliados cooperaron imperfectamente. Monfort, en una audaz maniobra, hizo una salida de la ciudad con sus caballeros como si tratasen de escapar y luego retrocedieron para caer sobre las tropas de Pedro en un ataque de sorpresa, mientras Raimundo permanecía inactivo. Pedro II fue muerto en la acción, y cuando sus fuerzas se dispersaron, las de Raimundo se desmoralizaron y fueron rápidamente barridas también. Fue una completa victoria para los norteños.
Los herejes resistieron tenazmente, pero sus fortalezas fueron barridas una por una. El mismo Monfort murió en la lucha, en 1218, frente a las murallas de Tolosa, y sólo en 1226 la herejía fue sofocada en sangre y con toda crueldad. (En verdad, restos de los valdenses sobrevivieron a todas las dificultades y permanecieron en aislados valles alpinos hasta el siglo XX.)
Con los cataros, la floreciente cultura provenzal quedó destruida y se abrió el camino para la expansión del poder Capeto hasta el Mediterráneo. Como ejemplo de esto, el provenzal perdió su rango como lengua distinta y lentamente cedió terreno ante el franciano.
Pero al morir, la cultura provenzal independiente tuvo influencia sobre el mundo más rudo del Norte. Por ejemplo, el derecho romano (tal como había sido sistematizado por el emperador bizantino Justiniano, en el siglo VI) fue redescubierto en Italia poco después del 1100. El derecho romano fue enseñado primero en la Universidad de Bolonia y de allí pasó a la Universidad provenzal de Tolosa. Realizada la asimilación del Sur, el derecho romano, con sus principios más humanitarios y metódicos que los basados en la doctrina teutónica, llegó a París.
Pero la «Cruzada Albigense» dejó un mal legado en la forma de un temor a la herejía casi paranoico por parte de muchos.
Mientras los enemigos de la Iglesia fuesen judíos y musulmanes, podían ser reconocidos fácilmente. Los herejes, en cambio, que creían en Jesús y reverenciaban sus enseñanzas, habitualmente eran más difíciles de identificar. Muy a menudo, sólo parecían cristianos excepcionalmente virtuosos (hasta el punto, de hecho, de que la virtud misma daba pábulos a las sospechas de herejía.) Si los herejes hubiesen sido un peligro menor, podían ser combatidos localmente. Pero los cataros habían hecho necesaria toda una guerra antes de ser destruidos, por lo que se pusieron en práctica métodos más drásticos para hacer frente a la herejía.
Un organismo judicial llamado la «Inquisición» fue creado en 1233. Examinaba las sospechas de herejía, investigaba la cuestión (usando la tortura si era necesario, lo cual era un procedimiento judicial común por la época) y luego, si la sospecha se confirmaba, se entregaba el hereje a la autoridad secular para que le diese muerte.
La Inquisición sirvió para suprimir las disidencias de todo género, y en los distritos donde fue más activa, tuvo un mortal efecto sobre la actividad intelectual y el fermento cultural. Donde tuvo más éxito en establecer la unidad de la opinión, lo hizo creando un desierto intelectual.
El último destello angevino
Pese a la ortodoxia oficial de Felipe y sus duras acciones contra aquellos que no se ajustaban a la rígida estructura católica, no vaciló en oponerse a la Iglesia en cuestiones personales.
En 1193, por ejemplo, Felipe tenía veintiocho años y era viudo. Tenía ya un hijo y heredero de seis años, pero su condición de soltero ofrecía al rey una oportunidad para dar un golpe político. Por ello, Felipe convino en casarse con Ingeborg, la hermana de Canuto VI de Dinamarca, a fin de poder hacer uso de la flota danesa contra los angevinos (el formidable Ricardo estaba en guerra con él por entonces).
Llegó Ingeborg. Lo que pasó durante la noche de bodas nadie lo sabe, pero, fuese lo que fuese, no fue del agrado de Felipe. A la mañana siguiente la repudió, con flota o sin ella, y dispuso que una asamblea de obispos anulase el matrimonio. Cuando la humillada Ingeborg se negó a volver a Dinamarca, Felipe la puso en un convento y tres años después tomó otra esposa.
El rey danés, furioso por el insulto a su hermana, llevó la cuestión al papa, que era por entonces Celestino III.
Celestino ordenó a Felipe que abandonase a su nueva mujer y restableciese a Ingeborg, pero Felipe no le prestó la menor atención. Luego fue hecho papa Inocencio III.
En 1200, Inocencio III perdió la paciencia con Felipe y puso a Francia bajo el interdicto. Felipe podía haber resistido aún así, pero era el momento de su duelo con Juan y no quería complicaciones: no quería señores que alegasen no poder luchar por él a causa de la condena del papa. Con la mayor renuencia, cedió y convino en hacer volver a Ingeborg. En realidad, no lo hizo, sino que la mantuvo en el convento, pero tuvo que otorgarle el título de reina.
Luego, después de tomar Chateau Gaillard e invadir Normandía, Felipe tuvo el torvo placer de ver a Juan de Inglaterra enfrentarse a su turno con el autoritario papa Inocencio. Juan resistió más tenazmente que Felipe, pues el rey inglés estaba empeñado en una difícil disputa de principios sobre el control de los obispos y el dinero de la Iglesia, no sobre una dificultad marital particular. La disputa duró años.
El rey francés esperó pacientemente a que el papa Inocencio concretase una amenaza de deposición de Juan. En tal caso, Felipe podía, si lo deseaba, invadir Guienne o hasta la misma Inglaterra, con el argumento de que no hacía más que cumplir las órdenes de la Madre Iglesia, y algunos señores ingleses que aceptasen el argumento podían pasarse al bando francés.
Juan sabía perfectamente que Felipe estaba listo para efectuar tal invasión en un caso semejante. También sabía que sus propios vasallos, algunos disgustados por los fracasos de Juan en la guerra, otros por el enfrentamiento con la Iglesia y todos por la dura política fiscal de Juan, necesaria por la pérdida de rentas francesas, estaban inquietos.
Por ello, finalmente Juan se vio obligado a someterse humildemente al papa en 1213. Esto, para gran decepción de Felipe, puso fin a las dificultades de Inglaterra en esa dirección. Entonces, Juan se dispuso a invertir la situación y a invadir Francia. No había perdido las esperanzas de restablecer el Imperio Angevino.
A tal fin, hizo una alianza con el emperador alemán Otón IV, cuya madre había sido una hermana mayor de Juan. Juntos, tío y sobrino planearon un movimiento de tenazas contra Felipe. Juan iba a llevar un ejército a Guienne y a atacar a Felipe desde el sudoeste. Otón, en alianza con el conde de Flandes, simultáneamente invadiría a Francia desde el noreste.
Desgraciadamente para los aliados, no actuaron sincronizadamente. Si Otón y Juan hubiesen actuado juntos, Felipe habría tenido que dividir sus fuerzas y posiblemente habría sido derrotado. Pero Otón se retrasó, y Juan atacó solo desde Guienne. Allí, fue derrotado.
Cuando Otón finalmente se movió, junto con los contingentes flamencos e ingleses que se habían incorporado a su ejército, tuvo que librar una guerra de un solo frente y Felipe pudo trasladar todas su fuerzas al noreste.
La caballería con armadura, que llevaba el peso principal del combate, era aproximadamente igual en ambas partes, pero Felipe logró obligar a Otón a combatir en un terreno donde las fuerzas francesas llevaban ventaja. Los dos ejércitos se enfrentaron el 27 de julio de 1214 en Bouvines, una aldea situada a dieciséis kilómetros al sudeste de Lila; fue una de las pocas batallas cámpales decisivas en esa época de guerras de asedio.
Pero fue otra de esas batallas en las que cada caballero se enfrentaba con otro caballero con mucho ruido y poco daño. (Sólo los infantes sin armadura debían temer la matanza.) En un momento, en verdad, el mismo Felipe fue capturado y derribado de su caballo. Los soldados enemigos trataron de hallar algún resquicio de su armadura por donde clavarle una lanza, pero fracasaron. Antes de que pudieran abrir el caparazón metálico, Felipe fue rescatado.
Finalmente, el resultado del mutuo vapuleo fue que Otón huyó y sus fuerzas fueron rechazadas. La victoria de Felipe fue completa y la esperanza de Inglaterra de recuperar sus dominios franceses fue anulada por más de un siglo.
El fracaso de Juan hizo su posición aún más precaria en Inglaterra, donde los señores pasaron a una rebelión abierta. En 1215 impusieron a Juan concesiones, compendiadas en lo que se llamaría la «Carta Magna», con lo que se inició un proceso que fijó limitaciones al poder real en Inglaterra e impidió que llegase a ser tan absoluto como en el Continente.
No todos los señores se contentaron siquiera con eso. Algunos convinieron en ofrecer la corona a Luis, el hijo mayor de Felipe II, como manera de chantajear a Juan para arrancarle aún más concesiones. Luis aceptó la oferta y condujo un ejército a Inglaterra en mayo de 1216.
Esta fue la única invasión de Inglaterra por un ejército extranjero que hubo después de la conquista normanda, y tuvo algunos éxitos. El príncipe Luis hasta ocupó Londres por un tiempo. Pero Juan murió en octubre, y los señores ingleses empezaron a dar su apoyo al hijo de nueve años de Juan, quien le sucedió con el nombre de Enrique III. Luis fue derrotado en 1217 y abandonó Inglaterra (aunque no antes de aceptar un soborno de diez mil marcos para hacerlo).
El 14 de julio de 1223, pues, cuando Felipe murió en Mantés, a cincuenta kilómetros al oeste de París, pudo contemplar en perspectiva su reinado de cuarenta y tres años, llenos de realizaciones y hazañas mucho más importantes que la ostentación de su gran adversario, Ricardo. Felipe dejó un ámbito real que era el doble, en tamaño, que el que había heredado. Había destruido el Imperio Angevino, que, cuando subió al trono, era más fuerte que su reino. Había extendido aún más el poder del gobierno central sobre los señores feudales, había incrementado constantemente la prosperidad del país
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y dejado un sustancial excedente en el tesoro.
Fue también en su reinado cuando se produjo un importante avance literario. Un noble francés, Geoffroi de Villehardouin, tomó parte en la «Cuarta Cruzada». Esta fue apartada de su objetivo inicial y, en 1204, capturó y saqueó la gran capital bizantina, Constantinopla, que nunca se recuperó totalmente.
Cuando Villehardouin retornó, publicó una crónica:
La Conquista de Constantinopla
. Esta no sólo fue un libro bien escrito y una obra histórica muy valiosa, sino también la primera obra de prosa histórica de la Edad Media no escrita en latín. Estaba escrita en franciano. Si sumamos esto a la destrucción de la cultura provenzal, podemos, de ahora en adelante, referirnos al dialecto parisino como el francés, y considerarlo como prácticamente una lengua nacional. Esto significó que, por primera vez, pudo existir un nacionalismo francés que trascendiera de los límites provinciales y listo para su explotación por aquellos reyes suficientemente inteligentes como para saber aprovecharlo.
Sin embargo, quizá el signo más impresionante de la mayor fortaleza de la dinastía Capeta sea uno en apariencia secundario. Desde 987, siete reyes Capetos habían gobernado en París. Cada uno de los seis primeros, para asegurarse la sucesión, había hecho coronar a su hijo en su presencia, ligando así a los señores de antemano al nuevo rey. Felipe II, el séptimo del linaje, no sintió necesidad alguna de hacer esto. Había impuesto la monarquía Capeta en el corazón de los franceses de tal modo que estaba totalmente seguro de que nadie soñaría con disputar la sucesión. Además, su hijo Luis era un hombre maduro, de treinta y seis años, por la época de la muerte de Felipe y se había ganado sus laureles en la invasión de Inglaterra. Y así ocurrió. El hijo de Felipe subió al trono sin problemas y reinó como Luis VIII. A veces se lo llama Luis Corazón de León, una obvia referencia al gran adversario de su padre, Ricardo, y por ende una bofetada a los ingleses cuyo territorio había invadido.
Pero no tuvo tanto éxito como podría indicar el apodo. Continuó la política de Felipe, pero sin brillo. Trató de expulsar a los ingleses de Guienne, pero fracasó. Continuó con mayor éxito la tarea de extirpar la herejía albigense en el Sur.
Estableció un pernicioso precedente que, en años futuros, iba a ser fatal para Francia, a saber la política de ser demasiado bueno con los hijos menores.
Los primeros reyes Capetos tuvieron que trabajar demasiado duramente por arrancar de los señores el control de las tierras reales para ceder mucho de ellas. Luego, cuando las tierras y el poder aumentaron, se dio el hecho afortunado de que Felipe II era único hijo y recibió la herencia en su totalidad. Felipe, a su vez, tuvo dos hijos, pero, juiciosamente, contentó al más joven con un título secundario y, nuevamente, legó todo a su sucesor.
Luis VII, en cambio, tuvo cuatro hijos, y si bien el mayor heredaría el Reino, el amor paterno lo indujo a hacer a cada uno de los hijos menores señor de una provincia de considerables dimensiones. Esto era llamado en francés un «apanage» [«infantazgo», en español], de una expresión latina que significa «proporcionar sustento», pues las rentas permitían mantenerse a los hijos menores de un modo digno de un vástago de la familia real.
Sin duda, las provincias fueron elegidas entre las conquistadas recientemente a los angevinos o del Sur, sin tocar el dominio real originario. También, en teoría, los infantazgos estaban totalmente sujetos a la autoridad real y podían ser quitados. Pero había siempre la posibilidad de que, si el rey era débil o negligente, un infantazgo pudiera heredarse de padre a hijo, hasta que una larga costumbre y una relación distante hiciese parecer que no era francés y que su gobernante era un soberano independiente.
Lo que hizo Luis VIII, pues, fue iniciar una costumbre que creara una nueva clase de señores, más poderosos y peligrosos que los viejos, aunque sólo fuese porque los nuevos eran Capetos y podían aspirar al trono. Llegaría un tiempo en que la existencia de infantazgos estaría a punto de destruir el Reino.