Intentaron hacerlo sin artificio de ninguna clase y en varias oleadas. Cabalgaron sobre sus propios ballesteros que chapoteaban en el canal, atascados en el fango, y subieron por la pendiente, mientras los ciudadanos flamencos, con las picas en ristre, esperaban calmadamente.
Inmediatamente, la línea francesa cayó en un total desorden. Algunos caballeros fueron arrojados de sus caballos por la presión de quienes los seguían. Algunos cayeron al canal o las ciénagas, y su pesada armadura les impedía levantarse nuevamente. Y luego los flamencos cayeron sobre ellos.
Ahora bien, los caballeros luchaban entre ellos descargando y recibiendo algunos golpes hasta que uno de ellos daba el grito de rendición. El caballero derrotado era luego tratado con una gran cortesía ceremoniosa y era retenido para pedir un rescate por él. Esto es admirado por gente de corto alcance, que olvida que esa gentil consideración sólo era para los caballeros. Los soldados de infantería de humilde origen que se veían obligados a acompañar a un ejército no tenían caballos en los cuales escapar ni armaduras para protegerse, y habitualmente eran objeto de una implacable matanza, sin la posibilidad de rendirse. Después de todo, no tenían con qué pagar un rescate.
Por consiguiente, cuando los hombres de las ciudades de humilde origen tuvieron a su merced a los caballeros, no siguieron en modo alguno las reglas de la caballería. Esas reglas eran sólo para caballeros. Las largas picas se elevaron y cayeron metódicamente y, sin el menor remordimiento, los caballeros enfangados fueron muertos. El mismo Roberto de Artois fue muerto, y otros setecientos caballeros nobles de alto rango hallaron allí la muerte.
Se conoce el número porque los flamencos recogieron setecientos pares de espuelas de oro, por lo que la batalla de Courtrai es mucho mejor conocida como la «Batalla de las Espuelas».
Felipe IV no aceptó la derrota de Courtrai como definitiva, claro está, y condujo nuevos ejércitos a Flandes. Ganó victorias suficientes como para restablecer su orgullo, pero las ciudades flamencas conservaron, en lo esencial, su independencia, y Felipe no consideró juicioso llevar las cosas demasiado lejos.
La batalla de Courtrai enseñó una valiosa lección. La guerra era algo más que un conjunto de combates singulares entre caballeros que combatían como si estuvieran en un torneo o viviesen en una especie de cuento de hadas arturiano surgido de la mente de un trovador. Soldados de a pie bien disciplinados y adecuadamente armados podían hacer frente a una muchedumbre desorganizada de jinetes y hacer estragos entre ellos.
La lección podía ser aprendida, pero la nobleza francesa prefirió no aprenderla. Renuente a renunciar a su mundo trovadoresco y su mitología de cruzada, culparon de su derrota en Courtrai a su mala elección del terreno. (Pocos años más tarde, piqueros suizos derrotaron a caballeros alemanes de manera igualmente implacable, y esta vez el resultado fue atribuido a las montañas, y no a la existencia de firmes y resueltos guerreros de humilde origen.) La aristocracia francesa pasó más de un siglo sufriendo periódicas derrotas tan desastrosas como la de Courtrai, o peores, antes de aprender finalmente que la caballería se había convertido en algo apropiado para los libros de cuentos solamente.
El Papa se doblega
Aunque las derrotas militares en Sicilia y Flandes fueron espectaculares, a fin de cuentas sólo fueron alfilerazos. Bajo la mano firme y algo implacable de Felipe IV, el proceso de centralización prosiguió y Francia se hizo cada vez más fuerte. Tres siglos de gobierno Capeto habían unificado el país hasta el punto de que, en el siglo XIV, sólo quedaban cuatro regiones bajo la soberanía nominal del rey francés suficientemente fuertes como para emprender acciones independientes si lo deseaban. Todas estaban en la periferia del Reino.
Estaba Guienne en el sudoeste, que era gobernada, desde luego, por el rey inglés, y Flandes en el noreste, que se aliaba, tan a menudo como se atrevía, a Inglaterra. En el este se hallaba Borgoña, gobernada por un duque de remota ascendencia Capeta y que habitualmente colaboraba con el gobierno real. Y en el noroeste estaba Bretaña, que era un caso especial. En los siglos VI y VII había recibido una constante afluencia de refugiados britanos en huida de los ejércitos sajones que invadieron Britania. Por ello, esa región adquirió un distintivo matiz céltico, y hasta se hablaba allí una lengua céltica, el bretón. Sus habitantes se sentían menos franceses que los de cualquier otra provincia, pero no llevaron una política activamente anticapeta. Más bien hicieron lo posible por permanecer neutrales y apartados. Cuando se vieron obligados a tomar partido, lo hicieron lo más suavemente posible.
Pero la centralización territorial no bastaba. Francia necesitaba también la centralización económica, para que el gobierno pudiera ser fuerte. El sistema feudal quizá estaba prácticamente muerto desde el punto de vista militar y político, pero existía financieramente. Felipe IV se halló atado por un sistema feudal para recaudar dinero que era sumamente ineficiente y se basaba en las intrincadas interrelaciones legales de diversos vasallos. Los ingresos reales nunca llegaban a los costos de recaudación, y Felipe IV, que gobernó un ámbito más vasto e inevitablemente más costoso que el de los reyes precedentes, tuvo que obtener dinero de todas las maneras posibles.
Más aún, la corte, atascada en el pegamento de la tradición feudal, tuvo que experimentar la frustración de ver enriquecerse a algunos súbditos mientras la nación seguía siendo pobre.
Los burgueses florecían. Alrededor del 1200, el matemático italiano Leonardo Fibonacci había introducido un nuevo sistema de números en Europa que había tomado de los árabes, por lo que se los llamaba «números arábigos». Estos, mucho más fáciles de manejar que los números romanos tradicionales, fueron gradualmente adoptados por los comerciantes. Además, alrededor del 1300, se inventó en Italia la contabilidad de doble entrada. Ambos avances sirvieron para aumentar la eficiencia y tomar decisiones más rápidas y más seguras (que tuvieron el mismo efecto sobre los negocios del siglo XIV que las computadoras sobre los negocios del siglo XX), y los burgueses prosperaron.
No cabe extrañarse de que un monarca como Felipe IV no vacilase en adoptar métodos discutibles para mantener a su gobierno en la prosperidad. Por ejemplo, degradó la acuñación, poniendo en ella menos oro y plata y guardándose la diferencia. Esquilmó implacablemente a aquellos sectores de la población por los que la gente, en general, no sentía simpatía. Obligó a entregar grandes sumas a los judíos y a los prestamistas italianos. Cuando no pudo sacar más dinero a los judíos, los expulsó del Reino. Vendió títulos de caballero a los burgueses ricos por grandes sumas. (Esto les daba prestigio social y exención de impuestos, de modo que era una pérdida a largo plazo a cambio de una ganancia a corto plazo.) Felipe IV también ofreció la libertad a los siervos (campesinos que no eran exactamente esclavos pero que no podían abandonar la tierra que cultivaban para sus señores), no por humanidad, sino por dinero, si podían obtenerlo.
Una fuente de dinero que siempre brillaba tentadoramente ante los monarcas de la Edad Media eran las bien provistas arcas de la Iglesia. Muchos reyes medievales no habían podido resistirse a incautarse de parte de ese dinero, pero la Iglesia siempre se oponía y, casi siempre, ganaba. El rey Juan de Inglaterra lo había intentado y el papa Inocencio III le había obligado a someterse.
Pero los tiempos estaban cambiando, y la Iglesia medieval ya no estaba en el apogeo de su poder. Los últimos en reconocer esto eran los mismos papas.
El 24 de diciembre de 1294 fue elegido un papa que adoptó el nombre de Bonifacio VIII. Era un hombre colérico y arrogante que contemplaba el poder papal como si fuera lo que había sido en tiempos de Inocencio III, y era tan impulsivamente precipitado como para decirlo.
Se consideraba el árbitro de las disputas regias. Dio su aprobación oficial a la dominación de Aragón sobre Sicilia, que era un hecho, aun sin su aprobación, desde las Vísperas Sicilianas. También trató de imponer la paz entre Felipe IV y Eduardo I en la guerra que se estaba librando en el momento de subir Bonifacio a la silla pontificia.
Quería la paz, naturalmente, porque, bajo la presión de la guerra, ambos reyes cobraban impuestos al clero sin permiso del papa. La guerra continuó y los impuestos se mantuvieron, y el irascible temperamento del papa explotó.
En 1296, Bonifacio VIII promulgó un anuncio oficial, o bula
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, llamada
Clericis laicos
, que amenazaba con la excomunión automática a quienquiera que pusiese impuestos al clero sin permiso del papa.
El gobierno inglés se sintió intimidado por la bula, pero no Felipe IV. Su necesidad de dinero era superior a todo, y se dispuso a romper con una tradición fundamental de la política Capeta. Hasta entonces, los Capetos se habían querellado con el papa por problemas personales, pero nunca por principios básicos. Inglaterra y el Imperio Alemán habían derrochado energía y esfuerzos en batallas con la Iglesia por los intentos de controlar al clero y obtener dinero de las arcas clericales, pero Francia había hecho muy pocas tentativas de este género. En verdad, cuando el papa debía huir de ejércitos alemanes, siempre podía contar con que hallaría la seguridad en dominios franceses.
Pero ahora Felipe entró en una enemistad abierta con el papa. Empezó prohibiendo totalmente la exportación de oro o plata del Reino. Esto suprimía una parte sustancial de las rentas pontificias y se produjo en un mal momento para Bonifacio, pues tenía problemas con los nobles romanos locales. Muy contra su voluntad, se vio obligado a volverse atrás, y hasta a hacer un gesto conciliador en 1297 santificando a Luis IX, el abuelo de Felipe. Pero más importante fue que permitió las imposiciones fiscales al clero francés para sufragar las guerras de Felipe en Flandes.
Pero luego, en 1300, Bonifacio VIII proclamó un jubileo, o Año Santo, para celebrar el décimo tercer centenario del nacimiento de Jesús. Multitud de peregrinos acudieron a Roma y cantidades increíbles de dinero afluyeron al tesoro pontificio por las ofrendas piadosas. Bonifacio estaba lleno de alegría ante esta prueba del poder del papado y su capacidad para inspirar veneración en la gente. Entre eso y el respaldo financiero que le dio el Jubileo, estaba dispuesto a luchar nuevamente con Felipe.
La ocasión se presentó en noviembre de 1301, cuando un obispo francés fue juzgado por varios delitos en un tribunal real. Esto chocaba frontalmente con la teoría apostólica, de acuerdo con la cual los eclesiásticos sólo podían ser juzgados por tribunales eclesiásticos. Inmediatamente se produjo un intercambio de palabras violentas entre el rey y el papa. Bonifacio apeló a las habituales amenazas papales, pero Felipe IV puso a prueba una nueva arma, de la que no disponían reyes anteriores: el creciente sentimiento de orgullo nacional entre los franceses.
Para el papa, aún había una sola «cristiandad», dentro de la cual podían distinguirse diferentes reyes y diferentes lenguas, pero que estaba unida por la herencia única del Imperio Romano, la lengua latina única, el único emperador y, sobre todo, la única Iglesia conducida por el único papa.
Felipe estaba mejor informado. El fortalecimiento y extensión de los dominios reales, los cuentos heroicos sobre las Cruzadas —franceses en su mayoría—, la literatura popular en lengua vernácula, todo contribuía a hacer que los franceses se sintiesen primero franceses, y sólo en segundo lugar miembros de las cristiandad.
Felipe empezó audazmente a hacer propaganda contra Bonifacio, acusándole de una variedad de delitos en un lenguaje que le hacía aparecer como un sacerdote italiano, un extranjero, un no francés, antes que un papa.
Felipe también convocó una asamblea de miembros representativos de los tres «estados» —la nobleza, el clero y los burgueses—, para poder consultarlos, obtener su acuerdo con su línea de acción y dar a la nación el sentimiento de estar participando en sus decisiones. Esto se había hecho a escala local o provincial en tiempos anteriores, pero ésta fue la primera vez que se reunió a toda Francia. Por ello, esa reunión nacional fue llamada los «Estados Generales». (Felipe obtuvo beneficios de esa reunión en otro aspecto. Cuando los Estados Generales autorizaban un nuevo impuesto, la decisión se tomaba por la voluntad de la nación no por una arbitraria tiranía real, y el impuesto se recaudaba con mucha menor oposición.)
Hasta para el clero fue difícil olvidar que sus miembros eran franceses, cuando participaron de este modo en lo que era, visiblemente, una deliberación del pueblo francés.
Bonifacio podía haber retrocedido frente a la clara intención de Felipe de tomar medidas extremas, si era necesario, pero justo en ese momento se libró la batalla de Courtrai, y Bonifacio pensó que Felipe tendría que retroceder. En noviembre de 1302, cuatro meses después de la batalla, promulgó triunfalmente la bula
Unam sanctam
. En esta bula, Bonifacio declaraba clara y explícitamente que el papa no era sólo un gobernante en el sentido espiritual, sino también en el sentido temporal, que todos los reyes del mundo debían lealtad al papa; y que quienes la negasen eran heréticos. Ningún papa anterior a Bonifacio había jamás osado hacer una declaración tan tajante y omnímoda.
Felipe no se dejó amilanar por la derrota de Courtrai ni por las pretensiones papales. En cambio, en mayo de 1303, convocó una conferencia en París a la que asistieron hasta eclesiásticos franceses, e hizo que sus abogados redactasen una lista de acusaciones detalladas contra Bonifacio. Este fue acusado de delitos religiosos: de herejía, de hechicería, de colocar imágenes suyas en las iglesias y de hacerlas adorar, de haber obligado a renunciar a su predecesor y de hacerlo asesinar. Más eficaces, quizá, fueron las acusaciones de ataques contra el sentimiento nacional francés: de llamar herejes a los franceses y amenazar con destruirlos, de decir que prefería ser un perro antes que un francés, etc.
La única réplica que podía dar Bonifacio era excomulgar a Felipe, declararlo incapacitado para gobernar y liberar a todos sus vasallos de cualquier Juramento de lealtad hacia él.
Era posible que algunos de los vasallos de Felipe se sintieran tentados a aprovechar la situación alegando piedad religiosa, por lo que Felipe actuó rápidamente. La bula de excomunión iba a entrar en vigencia el 8 de septiembre de 1303, y para este día Felipe tuvo en Roma un contingente dispuesto a entrar en acción. Estaban bajo el mando del abogado Guillaume de Nogaret, quien se había destacado entre quienes habían hecho la lista de acusaciones contra el papa. Aprovechando las querellas entre los romanos y aliándose con la familia Colonna, que odiaba a muerte al papa, Nogaret sorprendió a éste en su residencia de verano en Anagni, a cincuenta kilómetros al este de Roma.