La formación de Francia

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

BOOK: La formación de Francia
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La serie informalmente titulada Historia Universal Asimov reúne las obras dedicadas por el gran novelista y divulgador científico a la evolución política, cultural y material de la especie humana.

La Formación de Francia
cubre el amplio y turbulento periodo que se extiende desde los últimos años del siglo IX —que vieron el final de la época carolingia y la llegda de una nueva dinastía personalizada en Hugo Capeto— hasta la conclusión de la Guerra de los Cien Años, a mediados del siglo XV.

Isaac Asimov

La formación de Francia

ePUB v1.0

Dermus
08.06.12

Título original:
The Shaping of France

©1972 by Isaac Asimov

Traducción: Néstor Miguez

Editor original: Dermus (v1.0)

ePub base v2.0

1. El nuevo linaje

El último carolingio

En el mes de mayo del año 987, un joven cayó de su caballo durante una animada partida de caza en lo que es hoy la Francia del noreste. Quedó seriamente lesionado, sangrando de la nariz y la garganta. El 21 de mayo murió.

El joven tenía escasa importancia en sí mismo. Su nombre era Luis y era rey, pero esto era todo lo que podía decirse de él. Tenía veinte años de edad, había remado durante un año y su única preocupación verdadera era pasarlo bien. Entró en la historia con el nombre de Luis V, el Holgazán.

En un aspecto, sin embargo, su muerte tenía una melancólica significación. Era el descendiente en séptima generación de Carlomagno, el más poderoso monarca de la Edad Media. Esto hacía de él un «carolingio», y Luis el Holgazán fue el último carolingio que llevó el título de rey. Carlomagno, en 800, había gobernado firmemente un Imperio Franco, vasto para la época, un imperio que se extendía por las naciones que ahora llamamos Francia, Holanda, Bélgica, Suiza, Austria, Alemania Occidental y la mitad norte de Italia
[1]
. Después de su muerte, ocurrida en 814, el Imperio se desmembró.

La decadencia fue causada, en parte, por las querellas entre sus descendientes, en parte, por las destructivas correrías de los piratas nórdicos (los vikingos) en todas sus costas y, en parte, por la mera dificultad de mantener unido un dominio tan vasto en las primitivas condiciones del transporte y las comunicaciones en aquellos días. La capacidad, la fuerza y la personalidad de Carlomagno le permitieron conseguirlo, apenas, pero ninguno de sus descendientes fue más que una sombra de él. Ellos no lo lograron.

En 911, la mitad oriental del Imperio vio morir a su último gobernante carolingio. Le sucedieron gobernantes de otras familias. La región ya no era franca, en el viejo sentido del término, y puede ser llamada más exactamente, en términos modernos, Alemania, aunque aún se consideraba un Imperio y veía a sus gobernantes como sucesores de Carlomagno, ya que no sus descendientes.

La mitad occidental del Reino de Carlomagno conservó gobernantes del linaje carolingio por tres cuartos de siglo más. Aún era franca, en este sentido, y podemos llamarla, con su nombre latinizado, «Francia». El nombre subsiste hasta hoy, porque de esa mitad occidental del Imperio de Carlomagno desciende la Francia moderna.

Pero todo el Imperio, fuese el rey carolingio o no, estaba fragmentado. Bajo el terrible ataque de los vikingos, cada uno debía velar por sí mismo. La gente se agrupaba para defenderse bajo el mando de cualquier jefe local fuerte que estuviese dispuesto a combatir y prestase poca atención al rey distante, quien, de todos modos, era impotente. El rey carecía de un ejército central y no había manera alguna de que pudiese viajar rápidamente de un extremo al otro de las grandes regiones que se hallaban teóricamente bajo su gobierno.

Ciertamente, una de las razones de que Luis V fuese un «Holgazán» era que no había mucho que él pudiese hacer. Por la época en que murió el último carolingio, el título de rey no tenía ningún valor en sus dominios. El rey tenía prestigio social, la gente le hacía reverencias y se dirigía a él en términos altisonantes, pero no tenía ningún poder, y cada noble dictaba sus propias leyes.

La prosperidad del Reino disminuyó junto con el poder del rey. Las transacciones y el comercio quedaron reducidos casi a la nada, y cada propiedad tuvo que bastarse a sí misma de manera escasa y miserable. Las ciudades quedaron reducidas a aldeas, la población fue mucho menor que en tiempos romanos, y sólo unos pocos sacerdotes podían aprender lo suficiente como para leer los pocos libros religiosos que quedaban.

Sin embargo, se logró un cambio decisivo. El ingenio del hombre no había muerto. Se inventó un nuevo tipo de arado particularmente bien adaptado al suelo pesado y húmedo del norte de Europa. Entraron en uso las colleras y las herraduras, que facilitaron la utilización de la energía del caballo. La collera aumentó la eficacia de los arneses del cuello y permitió al caballo tirar con una fuerza cinco veces mayor de lo que permitían los antiguos arneses. Las herraduras clavadas en sus pezuñas las protegían y lo hacían menos vulnerable al daño físico. Cuando los caballos reemplazaron a los lentos y torpes bueyes como principal animal de trabajo en las granjas, la provisión de alimentos empezó a aumentar. Esto, junto con el nuevo arado, hicieron de las regiones que bordean el Canal de La Mancha una importante zona agrícola, por primera vez.

Al aumentar la provisión de alimentos, empezó a aumentar también lentamente, por vez primera desde la caída del Imperio Romano, la población de la zona. Los hombres siguieron muriendo como moscas por las enfermedades, pero la mortandad por hambre, aunque en modo alguno fue suprimida, empezó a decrecer.

También empezó a difundirse el uso del molino de agua. Este era un sistema por el cual la corriente de un curso de agua en movimiento rápido hacía girar una rueda que hacía mover una pesada muela. Esta podía ser usada para moler cereales o accionar herramientas simples, como sierras y martillos. Aumentó la disponibilidad de harina y madera.

El molino de agua fue una invención de tiempos romanos, en verdad, pero sólo por entonces, cuando se extinguió el linaje carolingio, alcanzó difusión. Allí donde había habido docenas de ellos en tiempos romanos, surgieron centenares y pronto millares.

Las agitadas corrientes del norte de Europa eran más adecuadas a tal fin que los tranquilos y superficiales arroyos de la región mediterránea. Además la escasez general de mano de obra (que era peor en la Francia primitiva de las Edades Oscuras que en el próspero Imperio Romano de ocho siglos antes) acuciaba la búsqueda de una fuente no viva de energía.

El molino de agua fue la primera «fuerza motriz» (cualquier mecanismo para convertir energía natural en trabajo útil) importante distinta del músculo vivo, humano o animal. Aquellos que construían y mantenían los molinos (los «constructores de molinos») fueron los primeros mecánicos modernos. El molino de agua, en efecto, no sería superado como fuerza motriz durante ocho siglos, hasta el advenimiento de la máquina de vapor.

Sin embargo, este viraje decisivo, esta gradual disipación de la oscuridad, aunque clara para nosotros, mil años después, cuando la contemplamos retrospectivamente, no podía ser visible para la gente de la época. No podían haber adivinado que lo peor ya había pasado, que ahora el progreso material, lentamente, llevaría de nuevo la Tierra, después de la larga decadencia, a una economía mejor, una mayor riqueza, una población creciente y una intensificación del saber y la cultura.

¡Muy por el contrario! En 987, la gente miraba el futuro con pesimismo. El año mismo parecía amenazante.

En el místico libro bíblico del Apocalipsis, en el capítulo 20, se habla de un período de mil años después del cual habría un enfrentamiento final con las fuerzas del mal, un juicio final, y el fin de la vieja Tierra. Algunos creían que los mil años debían ser contados desde el nacimiento de Jesús, y en tal caso, ¿no señalaría el año 1000 el fin del mundo? ¿Y acaso no llegaría apenas trece años después?

Era posible argumentar que todas las calamidades que se habían abatido sobre la Tierra desde la caída del Imperio Romano eran parte del largo deslizamiento hacia tal fin. Y ahora, a pocos años del místico año 1000, llegó el fin del linaje de Carlomagno, el único gobernante bajo el cual pareció —sólo por un momento— que podrían revivir de algún modo las glorias de Roma. Sin duda, ése era el último signo.

No sabemos cuántas personas creían realmente en el juicio del año 1000; tal vez, sólo unos pocos místicos. Pero seguramente incluso quienes no creían realmente deben de haberse sentido intranquilos y desalentados.

Pero, cualquiera que fuese la melancolía y la depresión, la vida (aunque sólo fuese por el momento) tenía que seguir. Alguien tenía que ser rey, y correspondía a los grandes nobles, a los señores del Reino, elegir a ese alguien.

Sin duda, aún existían carolingios. El difunto Luis XV tenía un tío, Carlos de Lorena. Pero ese tío reconoció al monarca alemán como soberano de sus propias tierras de Lorena. Los señores franceses no admitían tener como rey al subordinado de un extranjero y, además, Carlos era impopular por otras razones. Los señores no querían saber nada de él.

Pero, si no era Carlos, ¿quién, entonces? Los señores alemanes habían sentado el precedente de elegir a uno de ellos como gobernante cuando murió su último rey carolingio, y parecía que los señores franceses no tenían más opción que imitarlos.

El primer Capeto

El más poderoso de los señores del norte de Francia era Hugo Capeto. «Capeto» no era un apellido, sino un apodo derivado de una capa particular que acostumbraba usar cuando desempeñaba ciertas funciones como abad. Pero el apodo ganó carácter de apellido, y Hugo y sus descendientes son generalmente conocidos como los «Capetos».

Las tierras de Hugo Capeto se centraban alrededor de París, la ciudad más importante de Francia ya entonces, y se extendían por trece kilómetros al noreste, hasta Laon, y a ciento treinta kilómetros al sudoeste, hasta Orleáns. También poseía trozos dispersos de tierras fuera del conjunto principal de sus dominios. No era un ámbito compacto, pero incluía zonas que eran, para los patrones de la época, populosas y ricas.

Era suficientemente poderoso como para haber podido arrebatar el trono por la fuerza a cualquiera del último par de carolingios, y también lo había sido su padre antes que él. De hecho, su abuelo Roberto había hecho el intento y había gobernado con el nombre de Roberto I durante un año, aproximadamente, más de medio siglo antes. Pero este gobierno fue desafortunado y se había disipado enteramente en el intento, y el fracaso, de Roberto de obtener la aceptación de los otros señores.

Hugo y su padre juzgaron más conveniente ser los poderes que estaban detrás del trono. Esta posición tenía menos
status
y quizá fuese desagradable ver a un carolingio incapaz llevar la corona, el manto real y tener el título de rey, pero también era más tranquilo.

Tampoco significaba la renuncia permanente a las ambiciones. Podía llegar el momento en que las condiciones hiciesen posible que un no carolingio accediese a la realeza, y cuando esto ocurriese, Hugo y su padre estarían preparados.

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