Ciertamente, las declaraciones reales tenían poco peso por entonces. Peor aún, Carlos el Malo escapó de la prisión e hizo una alianza con Marcel. (No es que Carlos estuviese interesado en el pueblo o la reforma, sino que se unía a cualquiera, si ello favorecía a sus ambiciones.)
El Delfín tuvo que ceder. En marzo de 1357, aceptó un programa de reformas de largo alcance que limitaba considerablemente sus propios poderes. Pero ceder no era renunciar.
El Delfín apeló a su buen juicio. En verdad, era todo lo contrario de su padre; tenía el cerebro en la cabeza, y no en los bíceps. (Mas tarde, se le llamó «Carlos el Sabio».) Era un excelente orador, y no se avergonzaba de dirigirse al pueblo de París. En una serie de discursos, empezó a ganarse su adhesión, aprovechando las sospechas que muchos abrigaban sobre los motivos de las acciones de Carlos el Malo. Muchos parisienses no dejaron de observar que Carlos el Malo había llevado a París sus tropas, y que éstas incluían a mercenarios ingleses.
Pero entonces, en 1358, un nuevo desastre cayó sobre Francia.
Su caballería había sido diezmada por sucesivas batallas, y la peste negra había hecho una matanza entre su pueblo; pero eran los campesinos quienes habían llevado la peor parte. Los campesinos no tenían jefes, ni educación, ni armas, ni poder. Todos los despreciaban, los saqueaban, les robaban y los mataban. La nobleza les ponía impuestos y les decía que su deber era pagar; el clero les cobraba el diezmo y les decía que la voluntad de Dios era que sufrieran; los comerciantes se mantenían alejados; y para los soldados eran una presa fácil.
Y ahora eran aplastados y torturados para recaudar los rescates que necesitaban los nobles capturados en la batalla de Poitiers y que esperaban cómodamente instalados en su cautiverio. Para la masa de los campesinos, sencillamente se habían pasado los límites de lo posible.
En 1358, bandas de ellos se apoderaron de garrotes y guadañas, y empezaron a atacar las casas de la nobleza, al grito de «¡Muerte a los caballeros!». Si capturaban a alguien que no tenía callos en las manos, esto era suficiente para que le dieran muerte. Como el nombre común dado al campesino en Francia era
Jacques Bonhomme
(Santiago Buen Hombre), esa rebelión fue llamada una
Jacquerie
.
A lo largo de toda la historia ha habido rebeliones campesinas que han seguido siempre el mismo curso. Los campesinos saquean y destruyen ciegamente, y, cuando caen en sus manos miembros de las «clases superiores», los matan implacable y cruelmente, pues nunca en su vida los que están en el poder les enseñan bondad y piedad.
Pero luego el poder organizado del Estado es dirigido contra los campesinos, y entonces los rebeldes, por supuesto, son derrotados. Sobre ellos cae toda la venganza de las encolerizadas clases superiores. Por cada uno de ellos que ha caído, pagan docenas de campesinos con horrores que igualan y superan a todo lo hecho por los campesinos.
La
Jacquerie
provocó una reacción a favor de la nobleza, y la alianza entre Carlos el Malo y Etienne Marcel se derrumbó. Carlos el Malo, que gozaba matando campesinos, condujo la lucha contra la
Jacquerie
, mientras Marcel, viendo en ellos posibles partidarios de su lucha por el gobierno de la clase media, intentó llegar a un acuerdo con ellos.
Entre la conmoción de la
Jacquerie
, el descontento por la alianza con Carlos el Malo y las suaves palabras persuasivas del Delfín, este intento de Marcel de tratar con los campesinos en rebelión le hizo perder apoyo. El 31 de julio de 1358, este comerciante que intentaba crear un gobierno del siglo XIX (con todo un parlamento representativo y una política fiscal eficaz) en la Francia del siglo XIV fue derribado y muerto en el curso de un disturbio.
Y aunque Francia parecía abrumada por los infortunios, lo peor de todo era aún el rey Juan. En Inglaterra, Juan firmó un tratado que entregaba prácticamente todo el norte de Francia a los ingleses a cambio de su libertad. Convino en que las costas meridionales del Canal de la Mancha serían inglesas.
Ese acuerdo representaba una rendición tan total que, cuando sus términos fueron presentados en París, el Delfín Carlos dejó a un lado su lealtad hacia su padre y se negó a firmarlo. El 19 de mayo de 1359 los Estados Generales lo apoyaron. Si ese tratado era el único modo en que el rey Juan podía librarse de su cautiverio, entonces podía pudrirse en Inglaterra (aunque los Estados Generales se cuidaron de expresarlo con estas palabras).
El rey Eduardo decidió, pues, que era tiempo de enseñar a los franceses otra lección, ya que las batallas de Crécy y de Poitiers no habían instalado suficiente sensatez en sus mentes. El 28 de octubre de 1359, desembarcó un orgulloso y brillante ejército en Calais y se dirigió a Reims, en cuya catedral eran coronados tradicionalmente los reyes de Francia. Eduardo intentaba hacerse coronar allí rey de Francia.
Pero ahora dos circunstancias se volvieron contra él. Una de ellas fue el clima. Llovió casi constantemente, y el ejército que finalmente apareció ante Reims el 30 de noviembre estaba cubierto por el barro. En segundo lugar, por primera vez, Eduardo luchaba contra un enemigo inteligente. El Delfín Carlos no tenía ninguna intención de obligar a Eduardo a presentar una batalla campal. Cuidó de que Reims estuviese bien aprovisionada y en buena forma, y luego dejó que el ejército inglés se sentara ante sus murallas hasta congelarse.
Eduardo se instaló ante Reims durante semanas, y el tiempo era cada vez peor. Los ciudadanos de Reims se cruzaron de brazos, y no había ningún ejército francés en el horizonte para ofrecer batalla y con el que hacer estragos. Finalmente, con pena y decepción, Eduardo tuvo que marcharse con sus hombres. Pasó el invierno haciendo correrías y saqueando los campos, mientras perdían hombres por las enfermedades y se hallaba cada vez más acosado por un populacho hostil. Y aún no había ninguna gran victoria de la cual jactarse. Ahora los ingleses sintieron las desventajas de ganar grandes victorias. El marchar a Francia y no ganar ninguna gran victoria era por sí solo una terrible derrota para ellos.
Cuando el invierno llegó a su fin, Eduardo se dirigió a París, el 30 de marzo de 1360, y se dispuso a asediarlo. Seguramente, esto obligaría al Delfín a concederle la batalla que necesitaba desesperadamente. Eduardo hizo todo lo que pudo para forzar esa batalla. Hizo ostentación ante las murallas, envió a hombres a caballo para desafiar a cualquier francés a combate singular de la manera más insultante posible.
Los caballeros franceses podían sentirse irritados, pero el Delfín Carlos se cruzó de brazos. Hasta que los franceses no aprendiesen a combatir a la manera inglesa, no movería un dedo. Podía ser poco caballeresco; podía ser considerado una cobardía; pero prefería soportar la vergüenza a destruir la nación. Se negó a permitir que un solo hombre saliera de las murallas de París. Que los ingleses siguieran allí sentados.
Carlos sabía lo que estaba haciendo. El ejército inglés había quedado reducido como resultado de la anterior campaña invernal y, además, carecía de provisiones. No estaba equipado para resistir una racha de mal tiempo, y lo único que los ingleses podían esperar era que los franceses luchasen, sin una verdadera esperanza de vencer, o que se rindiesen, y Carlos no haría ni una cosa ni otra.
Más tarde, el 14 de abril de 1360, un día después del Domingo de Resurrección (un largo día que sería recordado por los ingleses como el «Lunes Negro»), una tremenda granizada cayó sobre el campamento inglés. El viento arrollador, el frío impropio de la estación, el granizo y la oscuridad no sólo arruinaron al ejército sitiador, sino que lo llenaron del supersticioso temor de que Dios se hubiese vuelto contra ellos.
El asedio fue levantado, pues la voluntad de Eduardo III se había quebrantado. Estaba harto y quería volver a su país. Aunque en ese momento no lo sabía, nunca volvería a combatir.
Dos semanas después del Lunes Negro, las negociaciones de paz entre Inglaterra y Francia se iniciaron en Bretigny, a veinticinco kilómetros al sur de París. Eduardo III no reclamó la corona y el Reino, ni siquiera reclamó todo el Imperio Angevino; se contentó con pedir la devolución de Aquitania solamente, más una pequeña ampliación de las posesiones inglesas en la región de Caláis.
Si Francia hubiese estado en condiciones de resistir, Eduardo habría tenido que transigir por menos, pero Francia se hallaba mortalmente agotada. La derrota, la peste y la insurrección hicieron necesario para ella aceptar la paz a cualquier precio, excepto el de la muerte nacional. Por ello, el Delfín cedió y entregó Aquitania a los ingleses, aunque sin la menor intención de considerar esa cesión como definitiva.
Además, el tratado del Delfín no era tan malo como el del rey Juan. De todos modos, Inglaterra poseía considerables tierras en el sudoeste, y Aquitania estaba relativamente lejos de su base principal, era relativamente difícil de defender y relativamente difícil de usar como trampolín contra el resto de Francia. En comparación, haber cedido grandes extensiones del norte de Francia inmediatamente del otro lado del Canal de la Mancha con respecto a Inglaterra habría dado a los ingleses una base que podía permitirles acabar con Francia.
Es notable que los representantes de las provincias cedidas protestasen vigorosamente contra la medida. Los sentimientos nacionales seguían fortaleciéndose.
Un astuto general
Por los términos del Tratado de Bretigny, Francia convenía en pagar un enorme rescate por el rey Juan (aunque nos sentimos tentados a sugerir que habría sido mejor pagar el rescate para mantener al incapaz rey fuera de Francia). Contra el pago de una parte del rescate, el rey Juan fue embarcado para Francia, donde su gobierno restaurado sólo se señaló por un aumento de los impuestos sin ninguna finalidad.
Tras de sí, como rehén por el pago del resto del rescate, Juan había dejado a su segundo hijo, Luis de Anjou. Este hijo escapó de Inglaterra en 1362, y el rey Juan, en un ataque de dignidad caballeresca, declaró que su honor estaba en juego y retornó voluntariamente a su lujosa prisión de Inglaterra, donde estaba más cómodo que en el trono, de todos modos. Allí murió en 1364, a la edad de cuarenta y cuatro años, más por excesos en la comida que por otra causa, después de un reinado de catorce años durante el cual se mostró más inconsciente de las responsabilidades de su posición que cualquier otro rey francés hasta su época.
En verdad, durante su breve retorno a Francia, hizo algo que, con el tiempo, resultaría más perjudicial para Francia que cualquier otro hecho de todo su incapaz reinado.
A fines de 1361, Felipe, duque de Borgoña (un nieto de Eudes IV, cuya querella con Roberto de Artois había contribuido a dar comienzo a la ruinosa Guerra de los Cien Años), murió sin dejar descendientes directos. El inefable Carlos el Malo inmediatamente reclamó el ducado, pero las tierras sin herederos normalmente pasaban al rey, y Juan se apresuró a incorporar Borgoña a los dominios reales. En sí misma, esta medida era excelente, pues esas tierras de Francia central oriental eran fértiles y prósperas. Puestas firmemente bajo el gobierno directo de la corona, habrían compensado en gran parte la pérdida de Aquitania.
Pero el rey Juan, después de obtener el ducado, pronto lo entregó como infantazgo a su hijo menor, Felipe el Audaz, el que había luchado a su lado en la batalla de Poitiers y había compartido la prisión con él en Inglaterra. Como resultado de ello, Borgoña iba a entrar en un período de gloria cultural y militar, pero Francia iba a ser herida casi mortalmente.
Cuando el rey Juan murió, lo sucedió el Delfín, con el nombre de Carlos V «el Sabio». Necesitaba usar toda su sabiduría, y la usó. Abandonó la caballería; renunció al costoso lujo de las fiestas y los torneos, y todo boato inútil y absurdo que sólo podía ser mantenido sobre los cuerpos postrados y hambrientos de los campesinos franceses.
Por criterios modernos, en efecto, Carlos V había sido más merecedor de la santificación que su antepasado Luis IX. Carlos era tan amable, casto y devoto como Luis, y sin embargo también hallaba cabida para la tolerancia. Se esforzó por disminuir el poder de la Inquisición y hasta intervino a veces para impedir que los judíos fuesen innecesariamente maltratados (una actitud inaudita).
Pero pese a su actitud ilustrada, se cuidó de enemistarse con el clero, cuyo apoyo necesitaba mucho. Reforzó aún más el clima religioso de la coronación, y se hizo ungir con óleo supuestamente enviado por el Cielo en la época de la conversión de Clodoveo, el fundador del Reino Franco, ocho siglos antes.
A cambio, esperaba que el clero lo absolviera del juramento por el cual se comprometió a observar el Tratado de Bretigny, pues tenía intención de romper ese juramento.
Como convenía a su apodo de «el Sabio», estaba interesado en el saber y protegió a filósofos y científicos. Reunió más de 900 libros (un número enorme para esa época anterior a la imprenta) y creó la primera biblioteca real en Francia.
En particular, protegió a Nicolás de Oresme, un eclesiástico de Rúan. Hizo que Oresme tradujese varios libros de Aristóteles del latín al francés, lo cual contribuyó a fijar el franciano como lengua nacional. Oresme también escribió un libro sobre teoría económica en el cual defendió vigorosamente la absoluta inviolabilidad de la acuñación como la mejor manera de estimular el comercio y la prosperidad. Carlos V adhirió a las teorías de Oresme y evitó la alteración de la acuñación, que había sido un desastroso hábito de su padre.
Pero en todo lo que hizo tuvo siempre en cuenta la continua amenaza inglesa. Necesitaba fortalecerse. Además de reorganizar la estructura financiera del Reino, reconstruyó la flota francesa, restauró y reforzó el ejército y fortificó a París (y también embelleció sus edificios públicos). Asimismo, se esforzó para mantener en la impotencia a los Estados Generales; no porque no viese lo aconsejable de las reformas urgidas por la clase media, sino porque vio en ellos una fuente de división y partidismo que, pensaba, la nación no podía permitirse frente a la amenaza externa.
Y lo más importante es que descubrió a un ayudante de gran valía en la persona de Bertrand Du Guesclin, un miembro de la nobleza inferior de Bretaña. Du Guesclin era un hombre combativo, tosco, feo, inculto y astuto. Había demostrado su temple en las batallas de la guerra civil de Bretaña entre dos aspirantes al trono ducal y se había desenvuelto bien contra los ingleses, con quienes luchó con admirable habilidad y reciedumbre. Era ya de mediana edad, pues tenía cuarenta años cuando Carlos V subió al trono.