El único tío restante del rey, Juan de Berri, vio que la situación se acercaba a una guerra civil abierta y trató de impedirla. El 20 de noviembre de 1407, logró que Juan de Borgoña y Luis de Orleáns se encontrasen en una especie de «reunión en la cumbre». Hizo que cenasen juntos y se prometiesen amistad.
Indudablemente, ninguno de ellos hablaba en serio, pero Juan Sin Miedo puso sus planes en práctica más rápidamente. El 23 de noviembre de 1407, Luis de Orleáns volvía del palacio del rey a su propia mansión con unos pocos adeptos suyos. Era bastante temprano, de modo que las tiendas debían estar abiertas y sus luces encendidas, iluminando las calles de forma que fuese más fácil ver a posibles atacantes y estar dispuestos a hacerles frente. Pero las tiendas estaban cerradas y las calles oscuras. Luis debe de haberse sentido intranquilo al observar esto, pero, si fue así, era demasiado tarde. En determinado punto del camino, él y sus hombres fueron repentinamente atacados y Luis despedazado.
Juan Sin Miedo admitió osadamente que había alquilado a los asesinos y dijo que había hecho matar a Luis por su vida lujosa y su tiranía, y para salvar al pueblo de Francia de impuestos injustos. Los comerciantes de París se deleitaron al escucharlo y Juan se convirtió en su héroe. La nobleza, en cambio, se volvió contra Juan y adhirió a Carlos, el hijo de trece años de Luis, quien ahora le sucedió como duque de Orleáns.
Entre los más enérgicos de los que se alinearon con Carlos de Orleáns contra Juan Sin Miedo figuraba Bernardo VII, conde de Armagnac, distrito de Francia meridional, situado a unos ochenta kilómetros al oeste de Tolosa. En 1410, Carlos de Orleáns se casó con la hija de Bernardo, y los miembros de su facción fueron llamados los «armañacs». Después de eso, hubo una guerra abierta entre armañacs y borgoñones. (En el curso de esta lucha, en 1414, hizo su aparición el arcabuz, el antepasado distante del rifle moderno y la primera arma de fuego portátil que entró en uso.)
Los armañacs eran fuertes entre la nobleza, en el sur y el sudeste particularmente, y eran contrarios a Inglaterra. Los borgoñones tenían fuerza en la clase media y los intelectuales, particularmente en el norte y el noreste, y favorecían un acuerdo con Inglaterra.
Durante algunos años después del asesinato de Luis de Orleáns, Juan Sin Miedo conservó el control de París. Allí alentó a la clase media, conducida por un carnicero llamado Simón Caboche. En mayo de 1413, se establecieron las «Ordenanzas Cabochianas», por las cuales el gobierno estaría a cargo de tres concejos regularmente constituidos y en las que se instituían otras reformas, destinadas a poner fin al gobierno arbitrario.
Nuevamente, se manifestó una aspiración al gobierno representativo y contra la autocracia, como en tiempo de Marcel, medio siglo antes.
Pero los seguidores de Caboche eran demasiado desenfrenados y estridentes. La gente de la ciudad más reposada se sintió atemorizada y hubo una reacción a favor de los armañacs. En agosto, Carlos de Orleáns llevó sus fuerzas a París, en la que entró en medio de los vítores del pueblo. Juan Sin Miedo no llevó su falta de miedo hasta el punto de no marcharse apresuradamente a Flandes en busca de la seguridad.
Los armañacs eran el partido de la caballería medieval e inmediatamente hicieron trizas la reforma de Caboche y restauraron las viejas costumbres.
Un desastre contra todo lo previsible
Juan Sin Miedo no pudo resistir a la fatal debilidad de otros nobles franceses del período. Como Roberto de Artois y Carlos el Malo, no vaciló en reaccionar ante su derrota apelando al enemigo nacional. Pidió ayuda a los ingleses, y recibió mucha más de la que esperaba.
El rey inglés, Enrique IV, no había podido actuar libremente en el curso de su agitado reinado. Tuvo que hacer frente a varias rebeliones y no pudo sacar ventaja de la guerra civil francesa más que enviando de vez en cuando algunos arqueros.
Pero en 1413, medio año antes de que Juan Sin Miedo fuese expulsado de París, Enrique IV murió. El llamado de Juan, pues, llegó al joven y vigoroso hijo del viejo rey que ahora gobernaba con el nombre de Enrique V. Momentáneamente, Inglaterra estaba en calma; los rebeldes habían sido derrotados. El joven Enrique V quiso mantener esta situación, de modo que sintió la necesidad de alguna gloriosa aventura externa para sofocar las divisiones internas. Brindando a la nación victorias que celebrar, quizá podía hacer que los ingleses se olvidaran de que su padre había usurpado el trono. Puesto que Francia estaba sumida en su lamentable guerra civil y la facción borgoñona se mostró más bien dispuesta a luchar junto con los ingleses que contra ellos, parecía un buen momento para iniciar una nueva invasión y volver a la situación de los días de Eduardo III.
Enrique V reclutó una fuerza de seis mil hombres con armadura y veinticuatro mil arqueros de arcos largos, y cruzó con ellos el Canal de la Mancha para desembarcar en Normandía, como Eduardo III había hecho setenta años antes.
Las fuerzas de Enrique V desembarcaron en Harfleur el 14 de agosto de 1415. Este desembarco en Harfleur, en vez de la base inglesa de Calais, fue un buen golpe estratégico. Harfleur, en la desembocadura del río Sena era por entonces el puerto más importante del Canal que estaba en poder de Francia. Si Enrique podía tomarlo, completaría la dominación del Canal y en adelante podría invadir Francia y aprovisionar sus fuerzas a su antojo.
Puso a Harfleur bajo sitio y lo mantuvo por cinco semanas sin interferencia por parte de los franceses. En Harfleur usó cañones. Estos eran de limitada efectividad, pero presentaban un gran avance con respecto a las primitivas «bombardas» de Crécy.
La inacción de los franceses durante el asedio fue en parte resultado de su adhesión a las tácticas de Du Guesclin de no ofrecer nunca a los ingleses una batalla campal importante. Por otro lado, los armañacs acababan de consolidar su dominación de París, y Juan Sin Miedo, lejos, en Flandes, seguramente retornaría si los armañacs se desplazaban aguas abajo del Sena.
Aunque la respuesta francesa tenía toda la apariencia de ser una cobardía, era militarmente correcta y era el modo apropiado de destruir a Enrique. El 22 de septiembre de 1415 Harfleur se rindió, pero a la sazón al menos la mitad del ejército de Enrique, por deserción o por muerte en batalla o por las enfermedades, había desaparecido. No faltaron quienes le aconsejaron que se contentase con la ciudad que había capturado y retornase a Inglaterra. Pero Enrique no lo hizo. Volver con sólo los restos de su ejército, con un solo asedio y una sola ciudad tomada como fruto del esfuerzo, equivalía prácticamente a una derrota, sobre todo puesto que los franceses podían retomar la ciudad tan pronto como se marchase. Tenía que disponer de algo mejor para mostrar.
Con esta idea, aparentemente, decidió marcharse rápidamente a Calais, reequipar y restablecer su ejército, tal vez reforzarlo, y realizar alguna gran hazaña antes de retornar. Contaba con que los franceses no impedirían su marcha, ya que se mostraban tan vacilantes en presentarle batalla.
Dejando parte de sus fuerzas para que cuidasen de Harfleur, se dirigió por la costa a Calais, el 8 de octubre de 1415. Su ejército, ahora constituido por sólo 15.000 hombres, realizó el viaje de 200 kilómetros siguiendo la ruta que había tomado Eduardo III, cuando setenta años antes marchó a Flandes en busca de seguridad. Eduardo no había pensado librar ninguna batalla durante la marcha, pero finalmente tuvo que combatir en Crécy. Tampoco Enrique pensaba librar ninguna batalla en su marcha.
Enrique era plenamente consciente de la debilidad de su situación. Dio orden de que no se hiciesen saqueos, pues temía despertar la ira del populacho. Los campesinos y los habitantes urbanos de Francia no podían derrotar al veterano ejército inglés, pero hasta una escaramuza victoriosa significaba pérdidas y retrasos, y Enrique no podía permitirse ningún nuevo desgaste de su ejército.
Sin embargo, sufrió tal desgaste. El tiempo era desastroso, llovía constantemente y el frío y la humedad aumentaban durante la noche. La disentería y la diarrea atacaron y debilitaron al ejército. Sin embargo, Enrique desplazó a su ejército tan rápidamente que en tres días recorrió ochenta kilómetros y había llegado a la vecindad de Dieppe. Estaba casi a mitad de camino de su objetivo. Dos días más tarde llegó a Abbeville, cerca de la desembocadura del río Somme. Cien kilómetros más allá, directamente hacia el norte, estaba Calais y la salvación. Pero los franceses seguían un plan racional, aunque poco glorioso. Se esfumaron ante los ingleses y dejaron que los rigores de la marcha completasen lo que había empezado el sitio de Harfleur. Cuando los ingleses llegaron al Somme, hallaron los puentes rotos... Enrique esperaba eso, pero también abrigaba la esperanza de utilizar el vado que en circunstancias similares había usado Eduardo III.
Los franceses también se hallaban preparados para esto. Cuando los ingleses llegaron al río, los franceses estaban esperándolos del otro lado. Si los ingleses intentaban cruzarlo, tendrían que combatir contra franceses secos mientras ellos llegaban a la orilla opuesta mojados y tiritando de frío.
Era imposible. Enrique, cada vez más angustiado, tenía que hallar otro sitio para cruzar, e inició una marcha aguas arriba para encontrarlo. Esta fue la peor parte de toda la campaña. Los alimentos se agotaron, pero el ejército inglés trató de ser lo más cauteloso posible al apoderarse de vituallas. Ya no tenía un objetivo determinado, pues no sabía dónde encontraría un vado y cada día de marcha lo alejaba cada vez más de Calais y lo debilitaba cada vez más.
Peor aún, los ingleses podían estar seguros de que los franceses, del otro lado del río, los vigilaban estrechamente. Los franceses también marcharon aguas arriba, a la par de Enrique., pero sin hacer ningún intento de cruzar el río. Los franceses se contentaban (al menos hasta entonces) con dejar fluir el río entre los ejércitos y esperar a que los invasores ingleses enfermasen y muriesen.
El 18 de octubre los ingleses llegaron a Nesle, a más de ochenta kilómetros aguas arriba de Abbeville, y sólo entonces hallaron un campesino dispuesto a mostrarles un vado al que se podía llegar atravesando una ciénaga. No había tiempo para buscar nada mejor. El ejército desarmó algunas casas de la vecindad y usó la madera para hacer un tosco entarimado sobre el cual cruzar la ciénaga. Durante la noche, cruzaron silenciosamente el Somme.
El ejército francés fue cogido desprevenido. Aparentemente, no conocía el vado, o, si lo conocía, lo consideraba difícil de cruzar. Si los franceses hubiesen estado allí y hubieran esperado hasta que los ingleses cruzasen a medias el río, para entonces atacarlos, habría sido el fin de Enrique y su ejército.
Pero no ocurrió así. Los ingleses pasaron a la orilla derecha del río Somme y el ejército estaba intacto. Pero estaba ahora a más de ciento kilómetros al sur de Calais, y a Enrique sólo le quedaban unos 10.000 hombres que estuviesen en condiciones de combatir. Entre él y Calais había un ejército francés fresco, descansado y al menos tres veces mayor. Ciertamente, cualquiera que en ese momento hubiese considerado la situación de Enrique no habría visto muchas probabilidades de que saliese vivo.
Y si los franceses hubieran conservado su sangre fría y mantenido su cauta política de evitar una batalla, continuando en cambio sus pequeñas acciones de acoso, a medida que el ejército en desintegración de Enrique apresuraba su marcha hacia el norte, los ingleses habrían sido destruidos. De hecho, el jefe de las tropas francesas, Charles d'Albret, era un discípulo de Du Guesclin y trató de hacerlo.
Desgraciadamente para los franceses, la estrategia nacional seguía siendo poco gloriosa y los caballeros franceses estaban horrorizados por la táctica de D'Albret.
A medida que Enrique marchaba hacia el norte, le suplicaron insistentemente que obligase a los ingleses a presentar batalla. Los franceses, a fin de cuentas, eran caballeros medievales, con pesadas armaduras, montaban caballos enormes y llevaban gruesas lanzas. Y se enfrentaban a una desgastada turba de soldados de infantería y arqueros a la que superaban en número con creces.
Las probabilidades parecían estar tan a favor de los franceses que para ellos evitar la batalla era seguramente una vergüenza intolerable.
D'Albret no pudo hallar argumentos contra ellos. Habían pasado sesenta años desde la gran batalla de Poitiers, más aún desde Courtrai y Crécy, y en esas batallas no habían estado los caballeros franceses de ese momento, sino sus abuelos y bisabuelos. En cuanto a Nicópolis, había ocurrido en el otro extremo del mundo.
Así, las lecciones de cuatro grandes batallas fueron olvidadas por los despreocupados caballeros franceses, y el ejército francés nuevamente hizo preparativos para detener a un ejército inglés que sólo deseaba alcanzar la seguridad. Así habían detenido a Eduardo III en Crécy, y ahora, casi en las mismas circunstancias, detuvieron a Enrique V cerca de la ciudad de Azincourt. Esta se hallaba a cincuenta y cinco kilómetros al sur de Calais y a sólo treinta kilómetros al noreste del lugar del mal agüero de Crécy.
Los ingleses hallaron al gran ejército francés en su camino el 24 de octubre. La batalla era inevitable, y si los franceses hubiesen combatido racionalmente, no podían por menos de ganar. La única posibilidad de Enrique V era que los caballeros franceses luchasen en su habitual manera indisciplinada, al estilo de los torneos, algo que ya les había costado cuatro grandes derrotas en el siglo XIV. En la suposición de que así lo harían, Enrique aprovechó magistralmente las ventajas del terreno.
En primer lugar, dispuso su lamentablemente pequeño ejército a lo largo de un frente de no más de novecientos metros, con ambos flancos bloqueados por densos bosques. Sólo tantos franceses como ingleses podían apretujarse en esos novecientos metros, de modo que los ingleses se enfrentaron con una línea que era poco más numerosa que la suya. Enrique puso a sus hombres de armas (apenas unos mil) en el centro, pero a ambos lados colocó a los formidables grupos de arqueros, ocho mil de ellos, dispuestos a atacar (pese al malestar por la difundida diarrea), y con duras y agudas estacas clavadas en el suelo delante de ellos, apuntando hacia arriba, para el caso de que la carga de los caballeros lograse llegar hasta ellos. El ojo práctico de Enrique también observó que las lluvias continuas, que habían hecho de su marcha una pesadilla, habían convertido el suelo recientemente arado en un tremedal muy inapropiado para hombres tan pesadamente armados como los combatientes de infantería franceses, y peor aún para los hombres pesadamente armados que iban a caballo. La caballería francesa había reforzado constantemente su armadura con la esperanza de protegerse de las flechas, pero sólo consiguió hacerse aún menos móvil.