La forja de un rebelde (67 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Me habían sido simpáticos los frailes y por un tiempo di lecciones de francés elemental y de dibujo lineal. Pero las únicas ventajas que obtuve fueron tener que asistir a todos los actos religiosos, cenar tarde e incurrir en la hostilidad de los obreros. Al cabo de unas semanas deserté de los agustinos y comencé a estudiar cálculo integral con un compañero de hospedaje.

Cuando fui llamado para el servicio militar, elegí el Segundo Regimiento de Ferrocarriles. Me aceptaron como dibujante y tuve la esperanza de aprender una especialidad. Pero entonces vino el sorteo para África y me tocó ir allí. Servía en Ingenieros, sí, pero mis conocimientos técnicos sólo me habían servido para convertirme en un escribiente.

Me quedaba aún la posibilidad de comenzar como un simple mecánico después de licenciarme. Tendría que entrar como aprendiz en un taller, pero ¿podía hacerlo? Las organizaciones obreras no toleran aprendices de veinticinco años y, menos aún, aprendices que paguen por aprender. Los aprendices adultos suponían que, en tiempos de crisis industrial, a los obreros se les tomaría a bajo precio, bajo el disfraz de aprendices; y los aprendices que pagan por aprender el oficio quitan el jornal a un obrero. Yo sabía que podía ser un excelente mecánico, y sin embargo en el orden establecido no había para mí sitio, ni como mecánico ni como ingeniero. El camino estaba cerrado y había que aceptarlo así.

Podía ser un escritor.

Ésta había sido la segunda ambición de mi juventud. En la escuela Pía se publicaba una revista infantil bajo el título Madrileñitos. Cuando yo tenía diez años era un colaborador asiduo. Publicaban mis cuentos y mis versos, todos profundamente religiosos y morales. Había olvidado todos, con excepción de dos contribuciones importantes: una biografía de san José de Calasanz, fundador de la Orden, y una biografía de Pablo de Tarsos, que me valió una edición de las Epístolas a los Corintios. Todavía las tenía en casa.

A los dieciséis años, cuando aún estaba en el banco, traté de entrar en el mundo literario. Un colega mío, Alfredo Cabanillas, y yo, nos animábamos uno al otro para enviar nuestros trabajos, él sus versos y yo mi prosa, a cada concurso literario que organizaban las revistas. Nunca ganamos un premio; a él le publicaron algunos poemas y a mí dos cuentos cortos; naturalmente, sin pagarnos un céntimo. Cuando se publicó el segundo de los cuentos, mi vecino en las buhardillas, Rafael, el hijo de la cigarrera, me llevó un día al Ateneo para presentarme a los grandes maestros de la literatura española. Rafael era el barbero del Ateneo.

—Si tienes talento, haces tu carrera aquí —me dijo.

Me encontré al lado del círculo de los grandes intelectuales del país, intimidado y sacudido en mi confianza en aquella atmósfera de ardiente discusión. De alguna forma me encontré de pronto distinguido por el hombre que llevaba con todo desenfado el apodo que él mismo se había dado, el Último Bohemio, Emilio Carrére, a quien conocí otro día, en un café.

Tenía cara de luna, una gran melena, un sombrero blanco con alas enormes, una bufanda atada al cuello y el corpachón de un campesino, fumando incesante una pipa que, a veces, rellenaba con colillas. Sentí como un gran honor que se dignara permitir que le invitara a un vaso de cerveza. Una tarde que tenía dinero, le sugerí que fuéramos a casa de Álvarez, una cervecería famosa por su cerveza y sus mariscos en la esquina de la plaza de Santa Ana y la calle del Prado. Comenzó a hablarme: —¿Así que tú quieres ser un escritor? Pues, te daré unos cuantos consejos. En España, ser un escritor es hacer oposiciones a muerto de hambre. La única manera de ganar dinero escribiendo, es escribir teatro o pornografía. Mejor dicho, no hay más que una manera de ser escritor. ¿Qué autor de los vivos te gusta más?

—No sé, realmente. Benavente, Valle—Inclán, muchos otros también.

—Da lo mismo. Escoge el que te sea más simpático. Te arrimas a él, le das coba, te las arreglas para pagarle el vaso de café, y que se entere, y un buen día, cuando esté de buen humor, le lees una de tus cosillas. Pero ten buen cuidado de esperar hasta que sepa quién eres y que se haya fijado en que tú aplaudes siempre lo que dice, aunque sea un disparate. Entonces te dará una tarjeta de introducción a un periódico y te publicarán la cosa, sin pagarte, claro. Después, si realmente sabes escribir y tienes suerte, en diez o doce años tendrás un nombre y te pagarán diez duros por un artículo o un cuento. Es mucho más difícil que le acepten a uno una comedia, pero el procedimiento es el mismo. De todas formas, una vez que hayas elegido tu maestro, perteneces a él incondicionalmente. Si es de derecha, tu perteneces a las derechas; si de izquierda, a las izquierdas. No importa lo que escribas. En este país se es de un lado o del otro, derecho o torcido.

Hablaba bien, pero mi reacción fue en contra, lo mismo que me ocurría con sus escritos. Emilio Carrére había hecho su camino en las letras españolas especializándose en la novela galante. Sus historias de mendigos, prostitutas, borrachos y calaveras estaban siempre construidas alrededor de sí mismo como el héroe que presenta en su narración, que no sólo puede aclimatarse a cualquier ambiente, sino hasta sobrepasarlo. Pensé que sus explicaciones eran malicia y calumnia juntas y decidí adquirir mi pronta experiencia.

En el saloncillo del Ateneo unos señores graves discutían política, ciencias y letras, pero pronto me aburrí del papel de audiencia en interminables discusiones sobre La República de Platón, o la significación esotérica de Don Quijote. Carecía de interés y de conocimientos suficientes. Me atraían mucho más las varias tertulias literarias que se formaban por las tardes en los cafés de Madrid, y comencé a explotarlas.

El círculo más aristocrático era el del Café de Castilla, presidido por don Jacinto Benavente, que estaba entonces en el pináculo de la gloria como dramaturgo. El Café de Castilla era un salón único con columnas de hierro fundido, divanes rojos y paredes cubiertas de espejos y de caricaturas, en el cual nadie escapaba a las miradas de los demás, pero se veía a sí mismo y a los otros multiplicados bajo ángulos innumerables en las interminables reflexiones de los espejos.

Una tarde fui allí, titubeando, y me engarfié a la cortina roja de la puerta, paseando la vista por el pequeño salón que me parecía enorme en la multiplicidad de las lunas. Alguien frente a mí me hizo señas con la mano desde una de las mesas; un muchacho que había encontrado en el Ateneo. Me senté al lado suyo, recobrado ya mi aplomo. Entonces reconocí a don Jacinto en medio de una gran reunión, un par de mesas más lejos. Estaba recostado a medias en el diván y parecía más pequeño que nunca; todo lo que veía de su cara era un cigarrillo entre una barbita canosa y una frente calva y enorme.

Don Jacinto escuchaba los argumentos de uno de la peña, que explicaba los defectos de una comedia de gran éxito que se representaba entonces en Madrid. En apoyo de cada uno de sus puntos, citaba como comparación una escena o un párrafo de la obra de Benavente. Tan pronto como el hombre terminó, entre murmullos de aprobación de toda la mesa, otro comenzó la dilección de una segunda obra de teatro, con una nueva serie de citas de obras de Benavente. Don Jacinto se acariciaba la barbita y escuchaba. Daba la impresión de estar profundamente aburrido. Cuando terminó el otro, se quitó el cigarrillo de la boca y dijo con voz meliflua:

—Bien. Todos estamos de acuerdo, señores, en que yo soy un genio. Pero ¿quién se lleva los cuartos? ¡Todos esos que ustedes han mencionado!

—¡Ah, pero el arte!... —exclamó alguien—. El arte, señor, es la gran cosa. El dinero, por otra parte...

—Usted no tiene razón de quejarse, don Jacinto —interrumpió otro—. Usted llena siempre el teatro.

—Sí, lleno el teatro, pero el teatro no me llena a mí los bolsillos.

Y la conversación volvió a recaer en el tema de la obra superlativa de Benavente. Don Jacinto escuchaba y daba chupaditas a su cigarro.

El joven del Ateneo me dio un codazo y nos fuimos.

—¿Sabes? Siempre es la misma historia aquí. La única cosa que oyes es alabar a don Jacinto. Claro que es necesario venir para que te vayan conociendo, pero si quieres aprender algo, debes ir a otro sitio. Vamos a La Granja, seguramente don Ramón está allí.

La Granja, un café con un techo bajo, paredes y gruesas columnas cubiertas de paneles de madera de un ocre ligero, estaba lleno y su atmósfera era fétida. Don Ramón del Valle—Inclán estaba allí en el centro de una reunión, para hacer sitio a la cual se habían juntado mesas y sillas tan estrechamente que formaban una masa sólida de mármol, madera y gente. Cuando entramos, don Ramón estaba inclinado sobre la mesa, su barba flameando como un banderín, sus gafas de concha saltando incesantes de una cara a la otra, para ver si alguno se atrevía a contradecirle.

Una tarde me tomé la libertad de disentir de una de sus manifestaciones, que como muchas que hacía, era un patente absurdo que no tenía más fin que humillar a sus oyentes.

Don Ramón se volvió a mí:

—¿Así que el jovencito piensa que me he equivocado?

—Yo no creo que se haya usted equivocado, lo que creo es que lo hace usted a sabiendas y que todos estos señores lo saben también.

Se levantó un murmullo de protesta a mi alrededor. Don Ramón impuso silencio con un gesto altivo.

Comenzó a disputar conmigo y yo a replicarle, herido por el desdén que mostraba hacia todos nosotros. Pero don Ramón cortó de repente la discusión:

—Y ahora, jovencito, ¿cuál es su profesión? ¿Usted escribe?

—Me gustaría escribir.

—Entonces, ¿qué pinta usted aquí? ¿Viene usted a aprender a escribir?

—Podría decir que sí.

—Entonces no lo diga y se evita decir una idiotez. Usted viene aquí a tomar café, mejor si otro lo paga, a hablar mal de todos los demás y a mendigar un día una presentación. Pero si lo que usted quiere es aprender a escribir, quédese en casa y estudie. Después es posible que pueda empezar a escribir... Usted se imagina que le estoy insultando, pero se equivoca. No le conozco, pero me merece una opinión mejor que la mayoría de los que están aquí mirándonos como bobos. Y por eso le digo, no venga a estas tertulias. Siga con su trabajo, y si quiere usted escribir, escriba. De aquí no va usted a sacar más provecho que, si acaso, un puesto de chupatintas en un periódico y la costumbre de tragarse todos los insultos.

Alfredo Cabanillas me llevó al viejo Fornos, un café donde iban maletillas aprendices de torero y la morralla de cómicos y literatos. Allí se sentía uno como en una casa de locos. Discutían a gritos los últimos ensayos en arte y en literatura. Se recitaban unos a otros trozos de verso y de prosa, de los cuales yo era incapaz de entender una palabra.

Cabanillas tenía un gran papel en estas tertulias, porque acababa de publicar un libro de versos y se había pagado él mismo la edición, un acontecimiento insólito entre aquella pandilla de bohemios hambrientos. Todos alababan su libro desmesuradamente, le pedían ejemplares gratis, y le dejaban que pagara el café. Se indignaban a coro cuando Cabanillas contaba y recontaba sus experiencias:

Primero, había mandado el manuscrito de su libro a un editor y luego a otro, quienes se lo iban devolviendo sin leerlo. Tenía la seguridad de esto, porque en el manuscrito había pegado algunas hojas una con otra y siempre volvían pegadas. Cuando agotó la lista de editores, decidió imprimir el libro a su costa, mejor dicho, a expensas de su familia. Se fue a ver a uno de los más famosos editores y el gerente le escuchó muy atento.

—Desde luego, estamos dispuestos a publicar su libro, si usted hace frente a los gastos. Un libro de poemas, ha dicho, ¿no? ¿Qué clase de poesía?

—Poesía moderna, desde luego.

Y Cabanillas se lanzó con todo el entusiasmo de sus dieciocho años.

—Poesía moderna, una revolución en el arte poético, en la ' línea de las nuevas corrientes que se desarrollan en Francia, pero puramente española...

—Bien, bien. Poesía revolucionaria, ¿eh?

—Sí, en el sentido poético, claro. Yo no soy un anarquista... Poesía romántica en una forma moderna...

—Bien, bien. Y usted ¿qué es?

—Pues... un empleado de banco.

—Oh, no. No quiero decir eso... Quiero decir ¿cuáles son sus ideas políticas? A mí me suena como si usted fuera uno de esos jóvenes modernos avanzados, llenos de ideas, ¿no?

—Sí. Naturalmente, hay que llevar la revolución al arte y...

—Sí. Comprendo, comprendo. Pero, mire usted, nuestra casa es una firma seria. Usted es un autor novel. Comprendo que esté usted dispuesto a pagar para que nuestro nombre figure en la cubierta, porque el público sabe que nosotros sólo publicamos cosas serias; y esto, no. Lo siento mucho, pero no po demos publicar su libro.

Cabanillas visitó otros editores. Uno de ellos era de la izquierda. Sobre el respaldo de su silla tenía un grabado impresionante de una matrona con una teta al aire, envuelta en un peplo rojo y tocada con un gorro frigio, que simbolizaba la República. Pero Cabanillas no era republicano. Su poesía no era repúblicana, ni revolucionaria, simplemente lírica con su saborcillo de modernismo. El editor lo sentía mucho. Rechazó el libro sin ni siquiera mirarlo.

Comencé a pensar que, al fin y al cabo, Emilio Carrére tenía razón. Pero para mí era imposible convertirme en un adulador y tampoco tenía ni el tiempo ni el dinero necesarios para convertirme en un miembro regular de las tertulias.

Existía entonces un centro cultural en Madrid, la Institución Libre de Enseñanza, que había fundado Giner de los Ríos. De allí y de su Residencia de Estudiantes estaba saliendo una nueva generación de escritores y de artistas; yo creía que mi manera de pensar estaba de acuerdo con los fines de ambas instituciones. Pero cuando intenté establecer un contacto, me encontré con una nueva aristocracia, que nunca había pensado pudiera existir. Una especie de aristocracia de la izquierda. Era tan caro ingresar en una de estas instituciones como en una de las aristocráticas escuelas de los jesuítas. Sí, había cursos y conferencias gratuitos, pero para seguirlos tenía que abandonar mi trabajo, es decir mi único medio de vida. Me convencí que la obra magnífica de Giner de los Ríos adolecía del mismo defecto de toda la educación española: que sus puertas estaban cerradas para las clases trabajadoras. No creo que ésta fuera la intención del maestro, quien lo que quería era crear con sus discípulos maestros de las futuras generaciones.

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