Mientras se sentaba, don César notó que la mirada de Irina estaba fija e interrogadora en él. ¿Qué podía hacer allí Irina? ¿Bajo qué personalidad se había presentado?
—¿Quién es la señora que está sentada ante aquella mesa? —preguntó a Marcos cuando éste se inclinó para servirle un ardoroso plato de chile con carne.
—Es la señora de Mariñas —respondió Marcos—. Su esposo está a su izquierda, ¿La conoce?
—Recuerdo haberla visto en Sacramento. Gracias, no me sirva más.
—Excuse las deficiencias de la comida, don César —pidió Marcos—. Esas indias son lamentables.
Lo más disimuladamente que le fue posible, don César procuró observar a los que se sentaban a la otra mesa. Desde el primer momento advirtió que Francisco Redondo parecía conocerlos a todos, pero que la amistad que le unía a ellos no era muy grande. También observó que Mariñas no parecía sorprenderse de que Redondo estuviese vivo.
La compañía fue tan silenciosa como lo hubiera sido en un convento. El comedor estaba alumbrado por grandes hachones metidos en pesados candelabros de reluciente bronce. En una mesita algo apartada se hallaba Carmen Coronel. El ambiente de la sala era sumamente opresor y más que una cena de seres humanos, aquélla parecía una comida de fantasmas. El rojo contenido de los platos acentuaba esta impresión, pues parecía que cada uno de los invitados tenía ante él un recipiente lleno de sangre.
El segundo plato fue cerdo asado y la cena terminó con abundancia de frutas.
—Tiburcio no ha bajado —dijo de pronto Carlos Morales, cuya voz llegó a todos los rincones del comedor, atrayendo hacia él las miradas de cuantos se encontraban allí.
—Los muertos no bajan nunca a los comedores de los vivos —dijo Hancock, el jugador profesional.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Romualdo Pacheco, mirando con irritación a su compañero de viaje.
Éste le devolvió una despectiva mirada y estas palabras:
—Porque usted y yo sabemos que nuestro conductor ha muerto, ¿no?
—Yo no sé nada —replicó Pacheco cuya frente se perló de grasientas gotitas de sudor que lo mismo podían ser provocadas por el fuego del chile con carne que por las palabras del tahúr.
Éste replicó:
—¿No sabe lo que vio en la habitación de Cadenas? Entonces, ¿por qué entró en ella y se apresuró a salir, pálido como un fantasma?
—No sé de qué me habla —respondió, con violento tartamudeo, el grueso viajero—. No sé nada. No vi nada…
—Usted vio lo mismo que yo —dijo Hancock—; pero si tiene miedo de decirlo, puede callárselo; mas no trate de fingir asombro por la ausencia de Tiburcio Cadenas.
—Cuando quieran podemos pasar al salón —dijo en aquel momento Pablo Marín, levantándose—. De acuerdo con las cláusulas del testamento, deben asistir a su lectura todos los que se encuentren en la casa y no sean criados o empleados. Usted, Marcos, queda libre de esa prohibición y debe escuchar las últimas disposiciones del que fue su amo.
—Yo preferiría acostarme… —dijo Romualdo Pacheco.
Pero cuando vio que ninguno más de sus compañeros de mesa le hacía coro y pensó en que tendría que subir solo al pasillo donde estaban sus habitaciones, decidió seguir a los demás al salón donde se iba a dar lectura al testamento.
El salón era muy espacioso y estaba amueblado con riqueza y severidad, a base de muebles oscuros y más sólidos que cómodos. Frente a una mesa de estilo renacimiento español se alineaban trece sillones de alto respaldo, formando un pronunciado arco en cuyos extremos se encontraban varios sillones frailunos hacia los cuales fueron guiados los viajeros. Irina se hallaba ya sentada en uno de ellos y sus ojos pidieron a don César que se sentase en el que estaba libre junto a ella.
—Buenas noches, princesa —saludó César de Echagüe al hacer lo que se le pedía.
—¿Quién le envía? —preguntó Irina, con voz tensa.
—Nadie.
—¿Por qué ha venido?
—Porque alguien que dice ser
El Diablo
nos detuvo el tiempo suficiente para matar a uno de los viajeros y llevársenos los caballos.
—Juan no ha hecho eso. ¿Viene usted como
Coyote
?
—¡
El Coyote
! ¿Quién es
El Coyote
?
—No se burle de mí. ¿Es cierto que han asesinado a uno de sus compañeros?
—Yo vi su cuerpo; pero no se ha encontrado su cadáver.
—El hombre que extendió el testamento que va a oír, era un ser diabólico. Legó una fortuna con el solo objeto de que sus herederos se mataran entre sí.
Pablo Marín se había instalado detrás de la mesa, frente a los sillones que ya estaban ocupados por entero, y tras un agrio carraspeo comenzó:
—El testamento que voy a leer es ya conocido por todos ustedes, o sea, los herederos de don Fernando Coronel que en gloria esté. A cada uno de los trece herederos le envié, a su debido tiempo, una copia del mismo junto con una citación para que en un plazo que termina a las doce de esta noche se personaran en esta casa. En realidad podría ahorrarme la lectura del testamento que, por otra parte, no puede ser más breve. Sin embargo, en dicho testamento se exige que sea leído ante los herederos para que se tenga la seguridad de que cada uno de ellos se hace perfecto cargo de las condiciones del mismo. Quienes acepten la herencia, deberán entregarme, firmada, la copia del testamento que les remití.
El notario carraspeó de nuevo y miró interrogadoramente a los herederos, luego prosiguió:
—El testamento de don Fernando Coronel es ológrafo, o sea que lo extendió con su propia mano y es perfectamente válido. Su fecha es la de dos días antes de su muerte. Dice así:
Yo, Fernando Coronel, natural de San José, California, de sesenta y ocho años de edad, viudo, en pleno uso de razón y con plena conciencia de cuanto aquí escribo, dispongo: Que mi hacienda conocida por el rancho Coronel, que ocupa por entero los límites del condado de San Fernando, pase, con todos los rebaños, máquinas, casas y demás bienes, muebles e inmuebles, a poder de mi hija Carmen Coronel, disponiendo que para los primeros gastos de explotación, reciba mi citada hija todo el dinero que se encuentre en los bancos, a mi nombre, y cuya suma total se eleva a ciento ochenta mil pesos, más los intereses que devengue hasta el momento en que sea retirado.
A mi criado Marcos Ibáñez lego la suma de treinta mil pesos, con la cual sufragará los gastos que se originen en la casa hasta el momento en que la herencia sea percibida por mis otros herederos.
A mis otros herederos, y en recuerdo de la buena amistad que en lejanos tiempos nos unió, lego la suma de un millón de dólares contenidos en un cofre de hierro que se hallará en el lugar conocido por mi fiel criado Marcos Ibáñez, quien de esta suma habrá de recibir la cantidad de cien mil dólares en el momento en que sea abierto el cofre.
Los herederos de la suma citada son:
Francisco Redondo
Mariano Vázquez
Luis Vanegas, hijo de Roberto Vanegas
Pedro Ugarte
Juan Nepomuceno Mariñas
Mario Arcos
José Maldonado
Jaime Sola
Denis Riley
Hugo Serrano
Fortunio Jiménez
Antonio Zúñiga
Arcadio Bandini
Cuyas direcciones incluyo en documento aparte, afín de que cada uno de ellos reciba, con el tiempo suficiente, una copia de este testamento y pueda acudir, si lo desea, a escuchar la lectura del mismo que hará en mi casa el notario de la ciudad de San Francisco, Pablo Marín, quien, por dicho trabajo, así como por todos los relativos a la adjudicación de la herencia, recibirá la suma de diez mil dólares que le entregará mi hija Carmen Coronel.
Sólo tendrán derecho a su parte de los novecientos mil dólares aquellos de los herederos antes citados que permanezcan en mi rancho Coronel durante treinta días a contar de las cero horas un minuto del día siguiente a aquel en que se proceda a la lectura ante ellos de mi testamento. Aquellos que no acudieran a la lectura o que en el curso de los treinta días siguientes se ausentaran por más de veinticuatro horas del rancho Coronel o fallecieran de muerte natural o violenta perderán todo derecho a su parte de la herencia, pasando dicha parte a engrosar la de los otros herederos, quienes transcurridos los treinta días, se reunirán en el lugar que les indicará mi criado Marcos Ibáñez a fin de abrir el cofre que él les entregará. En ese momento distribuirán entre ellos la suma de novecientos mil dólares, a partes iguales. Los otros cien mil dólares, como ya he indicado, serán para premiar la fidelidad con que siempre me ha servido mi citado criado, Marcos Ibáñez.
Siendo yo la única autoridad legal en el condado de San Fernando, después de mi muerte no existirá ley alguna y por ello debo recomendar a mis herederos que se abstengan de violencias, pues ellas engendrarían otras violencias que nadie podría castigar hasta que el rancho tenga un dueño, es decir, hasta que mi hija se case.
Habiendo fallecido Roberto Vanegas, la parte de herencia que debía corresponderle pasa a su hijo Luis, ya que Luis también estuvo en Mina Remedios.
Esta es mi voluntad y es mi deseo que se cumpla en todos sus detalles, sin que pueda ningún acuerdo entre mis herederos alterar en lo más mínimo los términos del testamento ni anticipar la entrega de la herencia.
Y para que así conste y se verifique, firmo la presente en presencia de mi criado Marcos Ibáñez, que así podrá atestiguarlo.
FERNANDO CORONEL.
—Como ya habrán notado, se trata de un testamento redactado con bastante incorrección; pero que cubre todos los puntos que don Fernando deseaba dejar bien aclarados —dijo el notario—. La herencia de la señorita Coronel ha sido ya entregada y dentro de un mes ella se verá libre de la presencia de los otros trece herederos.
—¿Cómo podemos tener la seguridad de que existe realmente esa herencia de un millón de dólares, es decir, de novecientos mil dólares? —preguntó Mariano Vázquez.
Don César observaba atentamente a todos los herederos del extraño don Fernando Coronel, en especial a Mariano Vázquez. Era curioso que todos ellos tuvieran, poco más o menos, la misma edad: unos cuarenta años escasos. El hecho de que entre ellos figurase Juan Nepomuceno Mariñas hacía pensar en cuál debía de ser la calidad moral de los otros.
—Sólo podemos fiarnos de la palabra de Marcos Ibáñez —replicó el notario—. Es indudable que don Fernando obtenía beneficios enormes de su hacienda, con los cuales la fue ensanchando hasta alcanzar y sobrepasar los límites del condado donde en un tiempo existió la población de Remedios, donde estaba la mina que, al quedar agotada, provocó la emigración de todos los habitantes del lugar. Desde hace unos cinco años don Fernando no compró más tierras, y los beneficios acumulados durante dicho tiempo pueden calcularse en un millón de dólares; por lo menos así se desprende del repaso de los deficientes libros de contabilidad que el difunto llevaba.
—¿Es cierto que existe un arca con un millón de dólares dentro? —preguntó Mario Arcos, mirando al criado.
—Si alguno duda de la palabra de don Fernando, puede marcharse sin esperar a ver si existen o no los dólares —dijo Mariñas, entornando burlonamente los ojos y acariciándose el bigote.
—Y de paso correrá el riesgo de ser asesinado por
El Diablo
—gritó Redondo, mirando furiosamente a Mariñas—. Por eso intentaste matarme, ¿verdad?
—Cuando yo intento matar a alguien, a ese alguien no le queda la oportunidad de seguir diciendo tonterías. Muere y nada más.
—A veces los mejores ojos no saben ver —replicó Redondo.
—Mis ojos han visto lo bastante para saber que no soy el único que algunas veces se ha manchado las manos con sangre —replicó, violento,
El Diablo
—. Por lo menos yo concedo a mis enemigos la oportunidad de defenderse. No los degüello como hiciste con el conductor de la diligencia, a quien tú sabrás por qué mataste.
La mano de Francisco Redondo se hundió hacia el sobaco; pero la de Juan Nepomuceno Mariñas fue muchísimo más veloz que la suya y un destello metálico cruzó el aire con fuerte silbido; oyóse un choque y el cuchillo quedó clavado a la altura del corazón de Redondo, en tanto que éste lanzaba un alarido de dolor. Luego, con la otra mano, se arrancó el cuchillo, mostrando la mano derecha, que estaba bañada en la sangre que brotaba copiosamente de una enorme herida.
—Casi me has matado —jadeó.
Mariñas le encañonaba con un revólver. Avanzando hacia él, seguido por las ansiosas miradas de los otros once herederos, le quitó el revólver que llevaba en la funda sobaquera.
—Da gracias al Cielo de que tenías la mano encima del corazón —dijo.
—Es la segunda vez que tratas de asesinarme —dijo Redondo.
—Aún no he tratado de asesinarte, Pancho —replicó Mariñas—. No sé a qué te refieres; pero no olvides que si alguna vez me interesa matarte, lo haré de una manera que cuando te deje ya no será cosa de que llamen al médico, sino al enterrador. Y da, también, gracias al Cielo de que, por ahora, en el condado de San Fernando no existe ninguna ley, pues si no, esta noche serías ahorcado por el asesinato de Tiburcio Cadenas, a quien tú sabrás por qué has matado, de la misma forma que mataste a Julio Coronel.
—¡Yo no maté a Julio! —gritó Redondo, olvidándose del dolor de la terrible herida y de que se estaba desangrando—. ¡Lo matasteis vosotros!
—Les aconsejo un poco de calma señores —dijo fríamente el notario—. Han de vivir juntos durante treinta días y no es prudente que empiecen a insultarse. A menos que pretendan eliminar herederos.
—¡Ese hombre es un bandido a quien persiguen las autoridades de California! —gritó Redondo, señalando con su ensangrentada mano a Mariñas—. La horca le está aguardando.
—No olviden que, mientras esté aquí, el señor Mariñas se halla a cubierto de toda persecución —dijo el notario—. En el condado de San Fernando no existe ningún representante de la Ley; pero tampoco puede entrar en él ningún representante de otro condado. Les aconsejo, como hace don Fernando Coronel, que no empiecen a matarse entre ustedes, pues se exponen a que la herencia quede sin poderse adjudicar a nadie. Y ahora, aunque es tarde, regresaré a San Francisco. Volveré dentro de treinta días, si me necesitan.
—Un momento, señor Marín —dijo Marcos Ibáñez—. Ya que regresa usted a San Francisco, le agradecería mucho que llevara esta carta a la dirección que se indica en el sobre. Se trata de una solicitud para una agencia de colocaciones, a fin de que nos envíen la servidumbre que nos es necesaria.